Reinserción en la sociedad      Fernando Sorrentino | Argentina


A la memoria de mi idolatrado K.


Nuestra luna de miel transcurrió en Bariloche. Al atardecer de un sábado volvimos a Buenos Aires, deseosos de estrenar nuestro departamento de dos ambientes.

En el dormitorio encontramos una jaula.

Idéntica, en escala mayor, a las jaulas para loros. Tenía una base circular, de unos tres metros de diámetro, y rejas verticales: a modo de meridianos, se iban uniendo hacia arriba, hasta culminar en una cúpula puntiaguda, que rozaba el cielo raso.

Para hacerle lugar a la jaula en el dormitorio, habían llevado la cama y las mesitas de luz al comedor, y habían comprimido la mesa y las cuatro sillas contra una pared. Obstruidas por la cama, sería difícil abrir las puertas de los armarios. Muebles, pisos y paredes mostraban rayaduras y golpes.

En la jaula había un hombre pálido, de cabellos rojizos. Daba la impresión de extrema pulcritud y también de algo anacrónico. Vestía traje cruzado, negro, con finas rayas grises; blanca camisa almidonada; corbata oscura; zapatos negros, muy lustrados; sobre las rodillas sostenía un sombrero gris, tan limpio, tan antiguo y tan nuevo como el resto de su persona. Esos elementos de otras épocas que parecían recién fabricados me inspiraron una idea molesta de utilería, de disfraz, de reconstrucción arqueológica.

Todo esto lo fuimos viendo más tarde. Al principio, Susana y yo experimentamos una conmoción. El hombre aguardó a que nos calmáramos y dijo, con tono monocorde:

—No los esperaba hoy. Según mis informes —consultó una libreta—, ustedes deberían haber regresado mañana por la noche. El cronograma es bien claro: “Viernes 12, instalación del tutelado; sábado 13, jornada de adaptación física y psicológica; domingo 14, arribo de los tutores”. Y hoy, si no me equivoco, es sábado 13.

—Es cierto —respondí—; adelantamos un día la fecha de regreso. Resulta desagradable volver pocas horas antes de reintegrarse al trabajo.

—Más desagradable resulta recibir gente antes de lo previsto. Al señor Rocchi le van a disgustar estas informalidades que, por otra parte, perturban mis proyectos para esta noche.

—¿El señor Rocchi? ¿El propietario de la empresa inmobiliaria?

—¿Quién, si no? Él en persona se ha encargado de efectuar las gestiones necesarias. Y no son trámites placenteros ni rápidos. Pero el señor Rocchi sostiene la idea de que todos los ciudadanos deben extremar su celo para cumplir y hacer cumplir las leyes.

Decidí poner las cosas en su lugar:

—¿Leyes? ¿Qué leyes son ésas? ¿Y desde cuándo el tal Rocchi, un mero comerciante, tiene poder para hacer cumplir las leyes?

El hombre continuó, siempre monótono:

—Usted es una persona que aún no conoce la vida. Además, su casamiento le ha impedido interiorizarse de ciertos cambios introducidos en la legislación inmobiliaria. Por ejemplo, el señor Rocchi es ahora un magistrado. Y también usted es, dentro de ciertos límites, un magistrado.

—¿Yo, un magistrado? —ensayé una risita incrédula.

—No tanto: más bien una especie de auxiliar de los magistrados.

—¿Un auxiliar del señor Rocchi, entonces?

—Sería imprudente adelantarme a la decisión de las autoridades. Sin embargo —bajó la voz—, puede tomar esta información como una estricta confidencia.

—¿Y por qué me hace usted una confidencia?

—Mi regla de oro, señor, es saber convivir. Puesto que pasaremos bastante tiempo bajo un mismo techo…

—¡Bastante tiempo bajo un mismo techo!

—Así es, señor. Yo soy mayor que usted: treinta años, o aún más. He progresado muy poco; me encuentro en el grado más bajo del escalafón carcelario: solo soy un recluso. En cambio, usted es aún un hombre libre y ya logró el primer honor en la carrera carcelaria: el grado de auxiliar.

Entonces estalló Susana:

—¡Jamás en mi vida he oído tantas estupideces juntas! El problema básico es: ¿qué demonios está haciendo este hombre con su horrible jaula en nuestro dormitorio? Y además: ¿quiénes y por qué han llevado la cama y las mesitas al comedor, y quién pagará los daños que les produjo la mudanza?

—Mi joven señora, no puedo aplaudir el tono, un tanto áspero, de su inquietud. Hay cuestiones de orden práctico. El traslado de la cama fue imprescindible porque, de lo contrario, no se habría podido ubicar la celda en forma reglamentaria. ¿Quién pagará los daños?: las autoridades proyectan crear un equipo de obreros de diversas especialidades que, por una suma módica, volverán a dejar sus muebles y paredes en óptimo estado. Pero antes usted preguntó qué demonios hago yo con mi horrible jaula en su dormitorio. A mi vez, yo le pregunto: ¿cree usted que yo estoy aquí por mi propia voluntad?, ¿piensa que me agrada ser un presidiario?

—Es que a mí no me interesa si usted está preso por su voluntad o por la ajena. Lo que no puedo soportar es su jaula en nuestro dormitorio.

—No es una jaula: este término carga la desagradable connotación de animales en cautiverio, idea opuesta al espíritu humanitario que guía a nuestras autoridades. Tampoco celda ni calabozo. Su nombre técnico es “receptáculo reinsercional”.

Esta rectificación irritó aún más a Susana:

—¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué…?

—Los diputados y senadores argentinos son personas inteligentes, cultas, laboriosas, honestas, austeras y altruistas. Merced a estas virtudes, han promulgado nuevas leyes, cuyo conjunto se conoce con el nombre de Régimen de Reinserción Social y que…

—¿Quiere hacerme creer —lo interrumpí— que usted está en nuestro dormitorio debido a esas nuevas leyes?

Colocó el sombrero sobre el índice izquierdo y, tomándolo del ala con la mano derecha, lo hizo girar, mientras meneaba la cabeza:

—Yo solo soy un recluso. Dentro del sistema carcelario cumplo la función más humilde. Ustedes dos gozan del grado inmediatamente superior al mío. Deberían dominar el tema mejor que yo. Pero, en la práctica, nunca sucede así, ya que yo hace muchos años que pertenezco al sistema, mientras que ustedes acaban de ser admitidos en él. Deberían sentir una inmensa alegría por esa admisión, pero no la sienten: tal fenómeno, aunque dista de ser mayoritario, suele presentarse siempre. Cuando conozcan la letra de las nuevas leyes, sentirán no solo alegría sino también orgullo.

Susana tenía los puños crispados.

—Si me permiten —añadió el hombre—, yo podría dar algunos datos sobre el Régimen de Reinserción Social…

—Estoy ansioso por oírlo —su lentitud me resultaba insoportable.

—Las autoridades, tras estudiar el antiguo sistema carcelario, comprobaron que no respondía a las necesidades de la sociedad moderna. Por lo tanto, no vacilaron en reemplazarlo por otro sustentado en ideas solidarias. ¿Me explico…?

—Sí, sí, adelante —sacudí la mano con impaciencia.

—El Régimen de Reinserción Social se basa en dos principios interrelacionados: A y B. Mediante A, se procura la progresiva reinserción del presidiario en la sociedad; mediante B, se reemplaza el antiguo sistema de unidades carcelarias colectivas por otro de unidades carcelarias individuales. Las empresas inmobiliarias distribuyen los presidiarios en las viviendas a estrenar y, gracias a esta medida, las antiguas cárceles son demolidas para dar lugar a plazas y parques.

—Pero, ¿por qué en las viviendas a estrenar?

—Las viviendas viejas no siempre guardan condiciones estéticas gratas y pueden influir de modo negativo en la psiquis del presidiario. En cambio, un ámbito de prisión moderno influye de modo muy beneficioso en su reinserción en la sociedad. Además, custodiar un recluso tiene que causar enorme júbilo en los nuevos dueños de casa: es como si…

—¿De manera que Susana y yo somos sus guardianes, y usted, nuestro presidiario?

Decepcionado, volvió a menear la cabeza:

—Las autoridades no utilizan los términos guardianes y presidiarios. Emplean tutores y tutelados, vocablos que se adecuan al principio A del sistema: la progresiva reinserción del presidiario en la sociedad. ¿No lo cree usted así?

—Pero veo que tanto las autoridades como usted sí utilizan la palabra presidiario.

—Solo a modo de metáfora poética, para que los tutores comprendan sus obligaciones.

—¿Obligaciones…?

—Digamos tareas. Son escasas y sencillas. Solo deben proveerme, en cantidad y calidad adecuadas, de comida, ropa, asistencia médica y psicológica, ejercicios gimnásticos, elementos de higiene, etcétera... En suma, las cosas materiales a que se hace acreedor un ser humano en cuanto tal. También se prevé la rehabilitación espiritual del tutelado mediante el esparcimiento y la información: me corresponden diarios, revistas, libros, televisor, equipo de audio… Dos noches por semana, martes y jueves, me visitan amigos de cierta edad: señores aficionados a los naipes y a los dados, y a quienes se debe agasajar con entremeses y bebidas.

—¿Cuántas personas serían?

—Nunca más de ocho o diez. Asimismo, no he abandonado mis prácticas sexuales: los sábados por la noche recibo a la señorita Cuqui, una muchacha bella, encantadora y culta. Una joven de tantos méritos no podría enamorarse de mí, de modo que ustedes deberán retribuir sus favores. Desconozco la tarifa, pues odio ocuparme de algo tan ruin como el dinero. Más bien me place el arte, y tres veces por semana (lunes, miércoles y viernes) tomo lecciones de batería con un chico rockero, devoto de la música delicada y cuyos honorarios no son muy altos.

—Pero —preguntó Susana— ¿cómo podríamos hacernos cargo de tantos gastos?

—Yo nunca he sido un hombre de suerte —volvió a menear la cabeza—. Otros colegas fueron alojados en hogares de sólida posición económica... En fin, la vida suele ser injusta... Yo les aconsejaría describir el problema en una carta-documento; a ella debe adjuntarse una foja adicional, en original y cuatro copias, en papel sellado, firmada por un contador público y un escribano; en esta foja constará el detalle pecuniario de ingresos y erogaciones, de manera que los tutores puedan probar la existencia de un déficit considerable. Las autoridades se desviven por resolver los problemas causados por los tutores, y hasta es posible que los honren con una beca de tutor.

Calló, dando a entender que se había excedido en revelar esta ventaja. Tuve que preguntar:

—¿En qué consiste la beca de tutor?

—Implica un derecho y un deber. En cuanto al primero, las autoridades intentarán conseguirles sendos empleos nocturnos: por ejemplo, el caballero podrá formar parte del personal de maestranza de alguna estación ferroviaria del conurbano bonaerense; respecto de la señora, no creo que la señorita Cuqui se niegue a iniciarla en los misterios de su apostolado. A cambio de estos privilegios, ustedes deberán asistir a los Cursos Holísticos de Perfeccionamiento para Tutores: sus aranceles son bastante reducidos y se dictan en la ciudad de Luján.

—¡En Luján! —dije estúpidamente—. ¡Tan lejos…!

—No tienen obligación de solicitar la beca —repuso, y agregó, bostezando—: Ya es casi la hora de la cena. No tengo preferencias especiales: acepto cualquier comida, a condición de que sea abundante, variada, con los condimentos apropiados y acompañada de vino tinto de excelente calidad.

Susana corrió a la cocina.

—Siempre me baño antes de cenar. Ésta es la llave de la celda.

Me la entregó a través de los barrotes. Abrí la puerta y el hombre salió. En la mano llevaba un pequeño bolso deportivo, que contrastaba con la severidad de sus ropas. Y de este mismo anacronismo brotaba ahora una paradójica sensación de salud, de fuerza, de bienestar.

—No es necesario que usted conserve la llave en su poder. La tengo conmigo para entrar y salir, pues soy enemigo de causar la menor molestia a nadie. ¡Señora! —gritó—. ¡Me sube un poco el calefón, por favor! Y usted —me dijo— alcánceme un toallón limpio y, para mañana, no se olvide de comprarme un frasco grande de champú especial para cabellos teñidos.

Obedecí. Se colgó el toallón en el cuello; abandonamos el dormitorio, llegamos frente al cuarto de baño.

—Me atrevo a recordarle que hoy, sábado, es el día en que viene la señorita Cuqui. Pudorosa como es, le resultaría chocante encontrarse con gente extraña. Así que, por favor, a las veintitrés y treinta, usted y su esposa tendrán la amabilidad de retirarse.

Apoyó la mano en el picaporte:

—Voy a utilizar la cama matrimonial: ha escapado a la perspicacia de las autoridades la notoria incomodidad de la cucheta reglamentaria. Ah..., sábanas sin usar, se lo ruego.

—Este… ¿Y cuánto demorará… todo eso?

—Pueden volver a las tres y media o cuatro de la mañana. Toque el timbre una sola vez; si no recibe respuesta, no insista: la señorita Cuqui es muy enérgica y, cuando concluye su labor, suelo sumirme en un sueño tan merecido como profundo. En tal caso, dese una vueltita mañana a las diez en punto: antes de esa hora, no, pues aún estaré entregado al reposo; y, después de las diez, tampoco, ya que acostumbro tomar mi desayuno a las diez y cuarto.

Entró en el cuarto de baño. Atiné a preguntarle:

—¿A cuánto tiempo ha sido condenado?

—A cadena perpetua —contestó, y sus palabras me llegaron apagadas por el ruido de la ducha.



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