El telegrama Rubén Hernández Hernández
Recibí telegrama de una dependencia estatal. Lo supe por el escudo nacional que ornamentaba el sobre lacrado que el cartero arrojó en la puerta de mi casa, al tiempo que era aclamado por los transeúntes maravillados ante sus acrobacias a bordo de una desvencijada bicicleta “Búfalo”, que el declinante correo mexicano le había proporcionado, pero sin hacerse cargo de refacciones y mantenimiento.
Se me otorgaba una condecoración al mérito civil y se convocaba mi presencia en el salón de actos del cabildo municipal.
Llevé mis zapatos al remendón.
—Medias suelas de baqueta —exigí sin concesiones. Luego agregué para entusiasmar al hombre—: pagaré al contado y sin regateos, pero requiero eficiencia, esmero, responsabilidad, honradez, veracidad, habilidad, puntualidad, sobriedad, buen gusto, justeza, nobles propósitos, nula inclinación al fraude, al engaño, al lucro desmedido; quiero, y quiero es un mero decir, una vulgar convención lingüística, demando nobles materiales, clavos de auténtico acero, excelente cáñamo y pegamentos de adherencia a toda prueba.
El zapatero suspendió el claveteo en las tapas de unos diminutos mocasines (¿infante?, ¿enano?) y recibió el cincuenta por ciento de los honorarios pactados; sopesaría el otro cincuenta por ciento de sus emolumentos si cumplía religiosamente con mis condiciones.
De ahí partí a la tintorería a recoger mi traje azul a rayas: impoluto me fue devuelto y no tuve escapatoria: hube de pagar, ineludiblemente, en dólares (porque en el local cobraban en dólares, y a quien tal postura comercial le disgustase, bien podría presentar su queja a donde fuera, que al fin y al cabo no sería sino archivada, ya se sabe), y como el servicio era muy profesional y diligente...
Luego fui a las tortas. Eran las doce treinta del día y yo permanecía ayuno de alimento. Con dos de carnitas, una de corazón, dos estrellas bien frías, empecé a carburar con la sobrada pericia existencial que me ha caracterizado.
El día era cálido con sol bienhechor y acariciante. El Chipujas (mecánico empírico de motores de combustión interna) me chifló. Yo contesté con un eructo que el Chipujas no escuchó. No fuera a malinterpretarlo como falta de respeto.
—¿Qué onda, Chipujas? —pronuncié con modulaciones tapatías.
—Manuel te anda buscando, para lo del carro –informó el Chipujas con voz neutra.
—¡Ah! Sí, sí —exclamé visiblemente entusiasmado.
Manuel descansaba bajo la sombra del árbol que había plantado en la acera de su casa: miraba el azul del horizonte y temblaba. Permitía que todo el cúmulo de nubes penetrara en su mirada verde. Cuando logró sustraerse de la contagiosa languidez, supo reconocerme. Me entregó la llave del Volkswagen y me pidió suplicante que cuidara del “poderoso”.
Siempre que recuerdo a Manuel, soga al cuello, meciéndose pendularmente desde una rama de su amado árbol, me sosiego.
A las tres y treinta me metí al baño (previo combustible al bóiler y yesca al cerebro). Me rasuré (como siempre) con especial esmero. Tres horas después salí del baño hecho una mierda. Atino a explicarme el porqué soy tan pendejo, pero no el porqué tan patético y llorón... ¿O una situación deriva en la otra?
Bueno, solo después que sollocé sistemáticamente por la muerte no asumida de todos mis parientes, logré vestirme. Recogí mis zapatos con el remendón y a las ocho de la noche me presenté en el recinto que se me había indicado en el telegrama.
Treinta ancianos presidían el pódium. Veinticinco de mis excondiscípulos del Colegio Medrano también hacían acto de presencia. De mis maestros estaban el de física, química, español, biología, dibujo, matemáticas, inglés, filosofía, casi todos, exceptuando el de etimologías grecolatinas.
Me pareció que la luz era escasa (para tan solemne acto). Al principio creí que la sonrisa de los presentes en el recinto era una señal de reconocimiento y cordialidad. Luego me percaté de su glacial y torva mirada.
Una joven edecán vestida de color violeta pretendió conducirme por el penumbroso pasillo hasta el fondo del salón.
Providencialmente, me asaltó la duda y no esperé más: hui. De todos modos no cejan en su intento. Algún día tendrán ocasión de cumplir sus veladas amenazas. Por lo pronto no recibo correspondencia.