Dios ajeno...      Andrea Azucena Avelar Barragán

Dios ajeno
en los dulces días
que respiran
tu cuerpo abierto.

Una raíz
que brota inerme,
palabras
que caen sobre
tu espalda.

Un recuerdo
de ser
espuma, silueta
grito infértil.

Una hecatombe
entre mis
inútiles
manos abiertas.

La poesía se igniciona unidireccional hacia el infinito, cuando vomitas caballos y planetas imposibles. Te sale del pecho y te circunda como un dedo juntando puntos equidistantes a un centro puto. La poesía te brota por los ojos, el iris se convierte al matiz del aura nueva y corona cada hebra en tu cabeza. A veces tiene espinas y sangre o discos plateados, lunares, lunáticos, lúcidos, luminosos. Rueda (como lágrimas, gotas de rocío) hasta ser fruto y semilla pequeña que te tragas sin querer. Pues ver al Adán que nace y va recogiendo tu cuerpo disperso, te resguarda y conoce el aire cuando exhalas. Te cubre con las ruinas del tiempo, siglos antes consumido por el fuego, siglos después abandonado en la nada. Eres el principio, la semilla, los labios del Dios que enterró su beso en el fondo de un espiral gris, siglos antes, rojo, siglos después, rojo vivo.

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