Los iletrados en la FIL Luis Rico Chávez
Hace algunos ayeres, en la época en que buscaba quedar bien con mi mujer (lo cual al parecer funcionó, pues llevamos ya más de un cuarto de siglo juntos), la acompañé a cuidar un changarrito en una kermés. Nos tocó vender las bebidas heladas en una fría y lluviosa mañana invernal, lo cual por supuesto terminó en un estrepitoso fracaso comercial, pero en cambio nos unió más (había que cubrirse del frío) y a mí me permitió, para matar el tiempo muerto (literalmente, no se nos pararon ni las moscas) conocer a uno de los autores que más he admirado y cuya obra ha calado hondo en mi ánimo de lector: el rumano Panait Istrati.
A mí me tocó ser el tesorero, y desesperado porque mi actividad era nula, le pedí a mi entonces jefaza (mi mujer fue designada como responsable del changarro) que me permitiera darme una vuelta por una librería de viejo que, fenómeno insólito en el barrio, abría sus puertas a media calle de donde estábamos instalados. Luego de perder el tiempo repasando títulos bobos y de burlarme mentalmente de la bazofia comercial y de los estantes atestados de superación personal, encontré en la mesa de desecho (las ofertas de diez pesos) el libro de Kyra Kyralina.
Ignoraba todo del autor y de la obra, pero como destacaba entre el resto como una perla entre la suciedad, decidí arriesgarme. Desfalqué la caja del changarro, pero qué remedio, ya compensaría a la propietaria (me salió caro el chistecito, porque ahora debo reportarme cada quincena).
Así que dediqué toda esa mañana a rumiar la novela que, desde las primeras líneas, me atrapó y me hizo creer que se trataba un texto que hacía mucho que no encontraba; conforme pasaba sus páginas esta impresión se corroboró; habrían de transcurrir muchos años para encontrar otro que lo superara. Aun ahora, comparo su obra con la de muchos encumbrados y éxitos de librería, premios de No Sé Qué y No Sé Cuánto que ni por asomo alcanzan la intensidad emocional y la profundidad humana de la novela de Istrati. El cinismo, la materialidad y la instantaneidad de nuestra existencia contamina la literatura actual.
Al terminar la lectura, la guardé en el estante de mis Joya Literarias. Y ahí la olvidé por un tiempo. Cuando la nostalgia me llevó a releerla, descubrí que había desaparecido. Vuelto loco consulté con los que tenían acceso a tal estante, pero nadie sabía nada; desde luego, incluso ignoraban que en el mundo había existido un autor con nombre tan extravagante para nuestra cultura del tequila, la torta ahogada y los narcocorridos, y mucho menos que hubiera escrito una novela con un título impronunciable.
Acudí a mis colegas académicos y a mis compañeros de profesión, con iguales (en realidad peores) resultados. Como otras veces, dudé de mi cordura. ¿De veras existirá un tal Panait Istrati? (En aquella época el internet no estaba disponible para proporcionarnos hasta la información que no nos importa.) Y así pasaron los años, hasta que por accidente me encontré con un médico (Gabriel Gómez López), compañero de la Maestría en Literaturas del Siglo XX, que paró las orejas cuando me escuchó mencionar ese nombre.
Me sentí como un extranjero que, luego de días por no hablar la lengua del país que visita, se siente extraviado, y de repente escucha una palabra que entiende y descubre que la vida vuelve a rodar y que la felicidad regresa. A él le pasó lo mismo que a mí; se le extravió su ejemplar de Kyra Kyralina y no lo había podido encontrar. Ahí debimos emborracharnos y tirarnos a la perdición por la pérdida, pero como hombres maduros nos limitamos a lamentarnos y a seguir nuestra vida.
Incluso en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara deambulé como alma en pena sin poder encontrar el libro. Hasta hace algunos años en que lo descubrí en una editorial española. El mundo se detuvo. Todo se oscureció y solo una luz intensa cayó sobre la portada… por unos instantes, porque la realidad es prosaica y cruel y destruye toda ilusión. ¿Cuánto cuesta? Y se me dio un precio que un asalariado no puede pagar (y yo, profesor universitario…); traía tal cantidad, pero implicaba que la feria terminara para mí en ese momento, porque ya no podría comprar otros ejemplares a los que ya les había echado el ojo.
Y aunque parezca insólito, por la intensa búsqueda que realicé, pasaron todavía algunos años antes de que me decidiera a comprarlo (como que en mi sangre ha de correr cierta herencia regiomontana); finalmente lo hice en la edición 2014 de la FIL. Regresaba año con año al mismo stand y parecía como si el tiempo se hubiera congelado: el mundo se detenía, reinaba la oscuridad, luz cenital sobre la portada y por último el precio que rompía todas mis ilusiones.
Pues de nuevo, el libro ocupa el estante de mis Joyas Literarias, aunque no el ejemplar que antaño comprara a diez pesos. Y este año, castigado y rebelde, me fui de contrabando a la FIL y llego a otro stand, no extranjero, mexicano y tapatío por más señas y encuentro Kyra Kyralina de Panait Istrati. Lo tomo con reverencia y me atrevo a preguntar cuánto cuesta porque sé que esa editorial no dispara tanto sus precios. Sí, es accesible pero ya lo tengo… ¿valdrá la pena tenerlo repetido? De perdida para mi sala de lectura, donde nunca me piden libros insólitos, o para regalarlo a un lector extravagante… Y mientras filosofo en tan sesudas cuestiones, el vendedor, para convencerme, me confiesa:
“Ese libro lo presentaron el primer día de la Feria, y estuvo el autor…”
A duras penas contengo la carcajada. “¿El autor?”, pregunto como en un eco idiota. “Sí”, continúa el iletrado vendedor, y pienso que está por añadir que si compro el libro con un poco de suerte me lo podría encontrar (al autor) en alguno de los pasillos, así como es costumbre que uno se tope con algún autor (que, por cierto, mientras fisgoneaba en el stand del Fondo de Cultura Económica me topé con Enrique Florescano) para pedirle su autógrafo.
“El autor murió hace casi cien años (ochenta, para ser precisos)”, ilustro al fulano cuya única relación con los libros al parecer tiene que ver con la mercadotecnia, y a lo más que llega su contacto con ellos es a ver la portada, y eso porque los tiene ante sus narices por cuestiones laborales. El fulano me mira confundido, creyendo que me estoy burlando. “Bueno, el que escribió el libro en su lugar”, replica, creo que todavía con un dejo de esperanza de convencerme de que lo compre. Dejo la novela y me alejo con la esperanza de no tener que intercambiar sandeces con alguno más de los iletrados que sin duda pueblan la Expo año con año.