El poeta Martha Eugenia Colunga Bernal
La decisión está tomada. Se pregunta si su madre alguna vez planeó lo que hizo. Sale al patio y se abre camino en la jungla de tendederos atestados de ropa ajena y torres de canastas y cubetas. Busca bajo el lavadero entre detergentes y jabones. Elige un pequeño bote rojo. Se dirige a la cocina, toma de la estufa el pocillo con el agua ya tibia y la sirve en una taza. Le agrega tres cucharadas de café soluble. Se toca la frente ardiente con la cucharilla húmeda. Los recuerdos, como ráfagas de metralleta, lo acribillan.
El taxi amarillo de su padre estacionado en la calle, con las puertas abiertas y el radio a todo volumen tocando cumbias. Él, montado sobre los anchos hombros, riendo y tratando de guardar el equilibrio mientras el hombre bailaba. Su embarazada madre llora, insulta y grita; sale de la casa llevando dos niños tomados de la mano.
Una vez dentro de la única recámara de la casa, atranca la puerta con una silla. Pone su café en la mesita metálica que hace las veces de tocador, buró y escritorio. La grabadora reparada con tela adhesiva, libros, cuadernos y la caja de zapatos llena de casetes de Joan Manuel Serrat, no alcanzan a tapar el logotipo de la Cerveza Corona. Abre el pequeño ropero que comparte con sus tres hermanos menores. Saca sus viejas botas vaqueras y acaricia los bordes ya desgastados de los tacones sin tapas. Se las pone. Remueve bolsas de plástico con ropa y saca su chamarra de cuero. Toca con cuidado los huecos descarapelados que dejan ver el color original de la piel y trata de recordar si cuando la usaba su padre ya era negra. Se la pone sobre su única raída y percudida camiseta blanca.
Una noche como otras. Gritos, llantos, insultos. El siseo del cinturón volando por el aire. Sonido de puños sobre carne. Ruido de frágiles costillas que se rompen. Una gota de sangre cae sobre su rodilla. Se agazapa aún más bajo la mesa de la cocina y aprieta entre las manos sus muñecos del Santo y Blue Demon.
Busca bajo el colchón de uno de los tres camastros y saca el frasco de Valium que le robó a su madre esa mañana. Se toma las 22 pastillas que quedaban. Antes de que hagan efecto toma su cuaderno escolar de entre la pila de libros sobre la mesa metálica. Arranca dos hojas amarillas donde había escrito los poemas que preparó para la revista que planean editar sus compañeros de prepa. Firma ambos poemas con el sobrenombre que le pusieron sus amigos: El Yaqui. Cruza los dedos y por un segundo su imberbe cara se ilumina con una breve sonrisa al recordar a Laura, Jacobo, Tere. Escribe sobre una hoja limpia una despedida para su madre. La pone sobre los poemas. Saca del pantalón el botecito rojo y lo abre. Sirve en el café —ya frío— el veneno para ratas y lo bebe de un trago.
La cara de su padre en el suelo, junto a la mesa de la cocina, mirándolo. Abierta la frente por el pico de una plancha. Su madre, sangrando, hincada sobre él golpeándolo una y otra vez. Marco se pregunta si la gota de sangre que cayó en su rodilla esa noche era de la frente de él o de la boca de ella.
Se acuesta en el lado derecho del camastro que comparte con su hermanito más pequeño y mete su mano bajo la manga izquierda de la chamarra. Cierra los ojos y empieza a mover su dedo sobre la letra que tiene tatuada en el hombro. La inicial del nombre de su padre. Siente el dolor de sus entrañas como si fueran alfileres al rojo vivo. No fue suficiente el tiempo que le dio al somnífero.