Cada vez que una mujer se acerca turbada y
definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo
y mi alma se magnifica de horror
Juan José Arreola
En un grabado que data de 1513, Hans Baldung Grien representa un curioso pasaje que recupera de la tradición provenzal. La litografía, titulada La Belleza hostiga con su fusta a la Sabiduría, muestra a un hombre de barbas largas y blancas que a cuatro manos funge como montura para una mujer que lo fustiga y le guía las riendas.
El motivo destacable de la anécdota medieval nos presenta a Aristóteles obedeciendo apasionadamente a todos los caprichos de Herpyllis, la hetaira ateniense. La leyenda relata que en cierta ocasión la célebre puta le ordenó, como prueba de amor, andar a gatas: loco de amor, Aristóteles, sirviéndole de animal de carga, nos mira desde el grabado de Baldung Grien.
En su obra Crítica de la razón cínica Peter Sloterdijk señala que el presente pasaje anecdótico —en donde “la belleza hace vibrar su fusta sobre la sabiduría, el cuerpo vence a la razón y la pasión hace dócil al espíritu” (Sloterdijk, 2003: 380)—, no solo emerge en la tradición europea, sino que es abordado en leyendas hindúes y budistas. Sloterdijk se centra en el momento reflexivo de la hetaira, ella es la que tiene más clara la situación y sabe que “todo esto es solo el comienzo y que Aristóteles, a la larga, no va a seguir siendo tan tonto. Cierto que para él la cosa empieza a cuatro patas, pero si él es tan inteligente como se dice, terminará a la espalda” (Sloterdijk, 2003: 382).
Juan José Arreola recobra a un Aristóteles enamorado —años antes de Sloterdijk, siglos después del bardo provenzal— a la luz de una prosa intemporal y lapidaria cometida en meras aproximaciones.
En el Confabulario de 1952 —primera edición dentro de la colección “Letras mexicanas” del Fondo de Cultura Económica— figura “El lay de Aristóteles” junto con otros tantos textos compendiosos que casi veinte años después —en la edición definitiva para Joaquín Mortiz en 1971— Arreola dispondría bajo una nueva arquitectura que busca restituirles un espacio según la factura que impera en el tratamiento equilibrado de diversos asuntos:
“Confabulario se queda con los cuentos maduros y aquello que más se le parece. A Varia Invención irán los textos primitivos, ya para siempre verdes. El Bestiario tendrá la Prosodia de complemento, porque se trata de textos breves en ambos casos: prosa poética y poesía prosaica. (No me asustan los términos). […] Ahora cada uno de esos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio” (Arreola, 1971: 11).
Así pues, el presente abordamiento fluctúa entre la prosodia que constituyó el primer Confabulario y cuyas migraciones poblaron dos de las cuatro partes del Bestiario de 1972, y la colección de prosas que vinieron a agregarse a los destilados del lenguaje que permanecieron desde sus inicios, confabulados.
En Prosodia, congrega aquellos textos escritos mediante un lenguaje puro que no se potencia en la frondosidad, sino en la “desnudez del árbol […] que es puro tronco y lleva en sí el designio de sus ramas” (Arreola, 1994: 164).
Toda la obra poética de Arreola rinde tributo a las lecturas y a los autores que más que haberlo conformado como escritor, lo confirmaron como lector: “No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. […] Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor” (Arreola, 1971: 10).
Arreola vivencia devotamente el acto de la lectura. Por ello, para acercarnos a su obra —en lugar de hablar de influencias y de sus recreaciones poéticas habitadas por el rubor fragante y flagrante de la belleza en torno a preocupaciones sobre el lance amorosamente humano, condiciones ético-estéticas y el persistente humorismo— es necesario rememorar el transcurso vital de sus lecturas vueltas recuerdos vivenciados: solo a fuerza de ensayarnos pacientemente en la contemplación gozosa, más que en el entendimiento, podremos irrumpir en la escritura de Juan José Arreola.
Acaso en las palabras iniciales de Lectura en voz alta (“lector, este es un libro de lectura. Inútil buscar en él otra cosa” [Arreola, 1991: 9]) se encuentre en su singular claridad el credo de la perfección como un anhelo que mana de la carencia, esta introducción a las lecturas elegidas por Arreola es, pues, otra confesión melancólica:
“Yo te diré quién eres si hablas el idioma que entiendo: si pagas mi atención con la moneda de tu alma acuñada en lenguaje: única divisa que tiene aceptación universal. Si eres checo, alemán o francés, yo te doy el oro de mi lengua por el oro de la tuya. De hombre a hombre, y pronunciando bien cada palabra. Por eso abundan aquí los hombres extranjeros, porque hemos entendido su lenguaje” (Arreola, 1991: 9-10).
El fragmento que acabamos de leer viene a ser como la mano largamente abierta para asir ante el Ángel de Rilke: es una invitación inicial al viaje, nunca una súplica, ya que “confabulados o no, el autor y sus lectores probables sean la misma cosa. Suma y resta entre recuerdos y olvidos, multiplicados por cada uno” (Arreola, 1971: 11).
Asimismo, la escritura de Arreola se convierte, en el espacio ajedrezado donde un espíritu resiste la remota cruzada contra una belleza humanamente prosaica y desmelenada, aplazando en treguas la inminente y razonada prosternación prosódica.
Por tal razón, Arreola sostiene una irreverente lucha con un ángel de estirpe femenina que tiene las más de las veces algo de basilisco y de sirena, y otras, se desdobla en la ingrávida Gioia, en la fragante Peronelle o en la prudente Paulina.
La mujer para Arreola rememora intermitentemente paraísos perdidos con ese “vago aspecto de un ángel anunciador”, pero de continuo, jaquea su muestrario femenino cuando la Reina soberbia y estratégica no le da esperanzas de tablas; cuando Sofía no trueca su sabiduría indolente; cuando se añora en Beatriz o Amelia la compañía imposible consumada ya en hastíos; cuando Mona Lisa y una que otra torcaz desplumada por los descalabros retóricos de un vuelo ampuloso, lo orillan al rencor y a falsas esperanzas. Entonces y a pesar de todo Arreola, blasfemo por nostalgia, con la borrasca abisal a la orilla de su lecho, todavía puede decir: “Te conozco. Te conozco y te amo. Amo el fondo verdinoso de tu alma. En él sé hallar mil cosas pequeñas y turbias que de pronto resplandecen en mi espíritu” (Arreola, 1972: 120-121).
Confabulario es una prosternación amorosa frente al misterio de Palas Atenea, Cora o Ergané y otras tantas asunciones de la diosa a quien casi un siglo antes Renan declaraba su profesión de fe. Si bien Arreola padece los pavoneos sistemáticos de una hetaira despiadada. Si acaso —rencoroso y abrumado— se torna en un fauno equívoco que persigue ninfas o Evas escurridizas entre pasillos de biblioteca —a pesar de que solo piquen en “anzuelos superficiales”—, no es, pese a todo, ante Venus como deidad del amor, a cuyo abismo gravitacional acude. Más que una escisión entre la razón y la lúbrica entrega, hay una razón de amor. Arreola pende de la otra diosa que nació adulta, aquella que emerge de Zeus cuando este se repliega sobre sí mismo porque el saber lo desborda, porque la razón resulta insoportable aun para el Padre de los dioses.
Por tanto la belleza se deposita en la razón siempre y cuando esta última sea solo el receptáculo que la sostiene como una mera aproximación inacabada, no que la contiene, dándole habitación en medio de las cosas y de los hombres. Así, en el relato de “El discípulo” la belleza es un mero bosquejo, es una belleza en potencia pero cuya promesa radica para el protagonista principal en la consumación en acto: “Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos huecos oscuros son sus ojos; estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Esta es la belleza” (Arreola, 1971: 40).
Contemplando el grabado de Baldung Grien pudiéramos ingenuamente creer derrotado a Aristóteles. No obstante, estremece el preguntarnos vergonzosos quién mira a quién desde el trazo imperceptible de su sonrisa. Sí, aquella suerte de sonrisa como un cielo despejado, como cuando un hombre llega allí donde no sabía, yo también la imagino en el rostro de Aristóteles: es producto de “la lucha con el ángel, de la cual no se puede salir más que vencido; pero es una derrota que tiene su corona” (Barrès, 1941: 217).
En suma, hay que imaginárnoslo feliz, en el momento en que inclinados sobre el grabado, Arreola desaparezca en Aristóteles y en ese “El lay de Aristóteles” vaticine por su boca estas palabras: “Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía”.
Referencias bibliográficas
Arreola, Juan José (1991). Lectura en voz alta. México: Porrúa (Sepan cuantos).
—— (1972). Bestiario. México: Joaquín Mortiz.
—— (1971). Confabulario. México: Joaquín Mortiz.
—— (1952). Confabulario. México: Fondo de Cultura Económica.
Barrès, Maurice (1941). “Misterio en plena luz”. En Charles Bally. El lenguaje y la vida. Buenos Aires: Losada.
Sloterdijk, Peter (2003). Crítica de la razón cínica. Madrid: Siruela. Traducción Miguel Ángel Vega.