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Donde acaba la playa

Zabu Medina España



2024


        De madrugada, en una playa indeterminada del Atlántico, en la provincia de A Coruña, un hombre de peculiar aspecto, propio de un anacoreta, con pantalones anchos, camisa abierta, descalzo, y con singulares colgantes; porta una serie de extraños y rudimentarios utensilios que nada parecen tener en común: un punzón del tamaño de un bastón, varios coladores, bolsas de plástico, sacos de tela, cuerdas, imanes, cantimplora, mochila… con los que limpia la playa. Mientras, habla en voz alta.


SKI: Once, doce y trece… Trece filas de colillas con trece columnas en cada una. Anda, mira, si también hay una nota. Para el puto loco de Sky: Sísifo, deja ya de hacernos sentir culpables y miserables con tus majaderías. Y dos latas de energéticas. Han tenido que trasnochar para esto. Bueno, no les gustará el mito de Sísifo, pero al menos están aprendiendo cómo funcionan las mareas en esta playa, si no lo hubieran hecho a la hora correcta, el mar les habría arruinado la broma. Ya es algo. Cada vez echo más de menos ese conocimiento popular ligado a la naturaleza que se volvía parte de ti, como instintivo. Ahora ya casi nadie sabe si va a hacer bueno si no se lo dice la tele o el móvil. Los únicos que quedamos que apreciamos ese conocimiento parecemos ser el muchacho que siempre sale a pescar con el viejo y yo.

Sí, ese. Ha pasado hace un rato marchando al acantilado. Suele pararse a charrar conmigo, muchas veces de béisbol, como si yo entendiera algo, aunque le escucho encantado. Pero hoy, con mucha prisa, sólo me ha dicho que no era un buen día, que el mar estaría revuelto por ello y que llevara cuidado. Si tiene razón, hoy me tocará enterrar unos cuantos peces, y ya sabes que hay quienes piensan que es señal de mal augurio tanto pez muerto en la costa.

Aunque estoy bastante seguro de que se equivocan, si supieran la cantidad de peces muertos que llegan cada día a esta playa… Creerían que el fin del mundo se acerca —bueno, supongo que no es tanta locura, ¿no?

Pero ¿ves? Por eso me gustó tanto, cuando lo encontré un par de años después de instalarme aquí, el libro ese sobre Sísifo. No me acuerdo del autor… Creo que era francés. Es que lo doné a la biblioteca municipal, como todos los libros que encuentro limpiando. Lo que sí recuerdo es que me sentí identificado con Sísifo, porque él tenía que empujar una roca a la cima de una montaña, pero estaba condenado por los dioses a que se le cayera siempre antes de llegar; y yo limpio cada día esta playa de punta a punta pese a saber que la gente y el propio mar la volverán a ensuciar mientras no estoy. Y aunque comparaba esa historia con la existencia humana, al final decía que debemos imaginarnos a Sísifo feliz; lo que hace que me pueda imaginar feliz a mí. ¿Que si soy feliz?

No lo sé, la verdad. El paso de los años con esta rutina solitaria me ha hecho plantearme si existen actos, hechos, formas, actitudes que están más allá de la felicidad y la tristeza; de la satisfacción y la frustración; de lo bello y lo feo.

No sé si soy feliz, pero tampoco me importa, porque sí sé que, si no dedicara mi vida a esta encomienda que yo mismo me di, no podría ser feliz de ninguna manera. Y cada vez que termino mi jornada y me siento, lleno de arena, a mirar el horizonte, tan infinito como mi tarea y como la de Sísifo, siento que eso es más que suficiente.

Así lo sentí desde el principio, hace ya veinte años, cuando me mudé aquí. Fue a finales de noviembre de dos mil dos. Estaba trabajando en mi tierra natal, Polonia, en un estudio sobre polimerización, cuando el buque petrolero Prestige se hundió en la Costa da Morte, llenándola de petróleo. Desde mi empresa, surgió un grupo de voluntariado para limpiar el chapapote de las playas y me apunté de inmediato. No hay palabras en ningún idioma que conozca que definan aquella vista: playas, rocas, animales y el vasto océano cubiertos por una gruesa y viscosa capa de lodo artificial. Lo primero que pensé fue que, si ese manto estuviera sobre la tierra, como una nube de ceniza volcánica, todas estaríamos muertas.

Los siguientes meses fueron desesperantes, la panorámica dejaba ver un fondo negro absoluto con pequeños puntos blancos en él que trataban de ganar espacio, como si fuéramos los únicos linfocitos que luchan en un cuerpo arrasado por la peste negra.

Cuando la limpieza terminó y todo volvió a la normalidad, porque para el ser humano todo había acabado, mis compañeros y compañeras regresaron a Polonia. Yo no pude. ¿De verdad pensaban que las playas estaban limpias? ¿Con todas las colillas, latas, basura de todo tipo, restos de naufragios y todo lo que el mar nos devuelve después de tirárselo? A mí, no me lo parecía. Y por eso me quedé, con el objetivo de levantarme un día y ver una playa completamente limpia. Ya sabía que toda la Costa da Morte era un proyecto demasiado ambicioso, por eso me instalé en esta pequeña playa, que apenas tiene dos kilómetros. Además, ya sabes que poco antes de que el resto se fueran, también ocurrió aquello, y entendí que tenía que quedarme.

Doné todo lo que tenía, salvo lo mínimo para sacar dinero y comprar mis ropas y utensilios. Al principio, dormía en la playa e iba al pueblo a cubrir mis necesidades. Comía lo que me pagaban las monedas tiradas en la propia playa, que es bastante más de lo que parece. Con el tiempo, la igrexa parroquial da Santa María da la atalaia da Laxe me acogió para que pudiera dormir y asearme allí siempre que quisiera. Eso hizo que las lugareñas y lugareños me fueran conociendo, y yo a ellas, y de ahí nació mi apodo: Sky (skai). Mi apellido, por el que siempre me he llamado, termina en Ski, pero lo fueron deformando, por la cercanía o por la broma, a la misma pronunciación que cielo en inglés. Hasta los parroquianos que me acogieron me llaman ahora así. Nunca han querido decírmelo, pero creo que la muerte de Man tuvo que ver en su decisión de darme cobijo.

Man, el alemán de Camelles, fue un germano que de joven, como yo, se retiró a la costa gallega a vivir de la forma más simple posible mientras hacía su arte. Fue muy reconocido y acogido en el lugar; el vecindario le ayudó a construir una casa en la orilla del mar y hoy día es un museo con sus esculturas y dibujos en su honor.

Tuve la suerte de conocerlo, aunque lo hice, por desgracia, durante una catástrofe terminal para él. Yo estaba en el equipo que fue a limpiar la zona donde vivía Man durante lo del Prestige. El petróleo había manchado y dañado muchas de sus esculturas. Man vivía por y para ellas. Dicen las gentes de alrededor que se dejó morir, por la pena y la nostalgia que le había causado su pérdida. Yo también lo creo. Murió apenas un mes después de que le conociera y, aunque su aspecto era ya decaído, el abandono sobre sí mismo fue más que evidente.

Durante ese mes, lo visité en varias ocasiones en mis descansos del voluntariado; me gustaba su arte, me interesaba él y me hacía sentir seguro pese a ser un extraño. Siempre me recibió con gusto. Recuerdo cómo me contaba, en alemán, que yo estudié de tercer idioma, que la gente pensaba que su apodo, Man, era por ale-mán, pero que en realidad era porque se llamaba Manfred. En aquel momento nadie me conocía aquí, pero ahora lo pienso y me hace más gracia porque a mí me ha pasado algo parecido.

También recuerdo sus libretas llenas de dibujos de visitantes. Él, me contaba, dejaba su casa-museo abierta a quien quisiera ir, podía pagar o no; pero era obligatorio que le hiciera un dibujo antes de marcharse. Había de todo tipo: complejos, sencillos, realistas, abstractos, vagos, esmerados… Y entre todos ellos, unos cuantos, de una misma persona, que siempre le hacían gracia. Estos de aquí son de una mujer muy amable que ha venido unas pocas veces y siempre le tenía que obligar a dibujar porque no quería, decía que se le daba muy mal. A mí me han encantado siempre y encima me hacen reír porque cada vez que venía, lo hacía con un amigo suyo, pintor, que se cabreaba porque a él, que hacía dibujos muy elaborados, nunca le decía nada. Pero es que los de la chica me transmiten más, por lo que no tienen, por lo que evocan, por lo que está más allá del papel. ¿Me entiendes? Los del pintor lo tienen todo, no hay hueco al misterio, a la imaginación, a querer descubrir qué hay después. Eso me contaba siempre que aparecía uno. Yo nunca le respondía, porque quién era yo sino un voluntario científico, que precisamente se encargaba de no dejar hueco a nada. Pero le entendía. Los trazos de la mujer, que no sabía nada de pintura, parecían transmitir todo aquello que ella pensaba que no podría plasmar. Y eso lo hacía precioso, casi místico, porque te llevaba a lugares que no conocías. Porque tampoco puedes saber si allá donde te dirige el dibujo es el lugar desde el que ella dibujaba. Es un lugar desconocido, ausente, que ni siquiera sabes si existe o si podrá existir. La mujer, sin saberlo, evocaba los mismos lugares que evoca la fe.

La fe no tiene que estar siempre ligada a dios, a dioses o a religiones. Yo creo que la fe está ligada, o es, el amor a la ausencia. A aquello que no está, que no sabemos si puede estar y deseamos que esté; amamos su llegada, su conversión en un lugar que sí que sepamos que existe, que podamos sentir. Aunque sabemos que nunca va a llegar.

Sí que es cierto que, para muchas personas, según sus creencias, la fe puede darse hacia la segunda llegada de Cristo, hacia la reencarnación, la liberación de lo material, la entrada al Pléroma, el despertar… Pero creo que hay muchos otros tipos de fe, de amores a la ausencia. Además, es el amor más puro que puede existir, porque no te devuelve nada, no hay una contraparte que pueda darte a ti algo a cambio de ese amor, sólo puedes amarlo, defenderlo y esperar. Es totalmente altruista. De hecho, ahora mismo no puedo comprender que haya alguien que no ame algún tipo de ausencia.

Lo veía en los ojos de Man cuando miraba esos dibujos, esperando hallar un nuevo lugar que sentir, o cuando esculpía.

Lo veo en los ojos de las personas que esperan un milagro que saben que no va a llegar, en las pupilas que delatan los sueños de las personas más desfavorecidas.

Lo veo, por mucho que los odie por el daño que se causan, en las personas que saltan desde los acantilados, amando y deseando un mar sin peñas que les desgracien; y que, aunque salten y salgan bien paradas, no sabrán si existirá en el siguiente salto.

Es más, lo veo, incluso, en quienes la rechazan. En científicos y también en todas las personas que luchan por causas sociales.

Dime, ¿qué diferencia hay entre todos esos ojos: los ojos de alguien que espera la llegada de Dios, los ojos que esperan que todo tenga respuesta y los ojos de quienes esperan un cambio radical en el mundo?

¿Cuántas personas, con todo lo que está pasando en este planeta: Palestina, Ucrania, el Congo, El Salvador… no pensarán antes de ir a manifestarse: ¿Para qué voy a ir, si las pocas que vamos a ser no tenemos nada que hacer contra las pocas que mueven el resto del mundo? Y aun así, acaban yendo. Una, y otra, y otra vez. Con más y más motivos que invitan a abandonar. Porque si ellas no lo hacen, nadie lo hará. Y alguien tiene que seguir creyendo.

El activismo, en nuestros tiempos, es un acto de fe. De fe en las bondades del ser humano, en el cambio y en la lucha social. Pero un acto de fe. Aman la ausencia de un mundo mejor y esperan que llegue, pese a que todo reme en su contra.

¡Oh, claro! Claro que reconozco la fe también en mí. Tú más que nadie deberías saberlo. Aunque ellas no me miren de la misma manera. Cuando dedicas tu vida a algo que el resto da por perdido o inútil, por más que ellas también lo hagan, te ven a ti como un perdido o un inútil. Deberías dedicarte a sus causas y no a las tuyas. Si no, eres un hereje, un cobarde, un desentendido, estúpido, egoísta o, simplemente, peor persona que ellas; porque ellas sí que están salvando el mundo.

Yo qué sé… Tampoco tengo claro que yo sea un buen ejemplo de fe, ni Sísifo.

A lo mejor sólo me he construido esta idea y me la he creído para darle sentido a estar tratando de conseguir algo que nunca sucederá; a buscar lo que nunca encontraré. Porque necesito que sea así. Porque si pudiera encontrarlo, mi vida perdería… eso, su sentido. Sólo me quedaría morirme. Pero ¿y lo bonito que sería levantarse y ver la playa tan pulcra que pareciera que sólo el viento la ha tocado?

¿Tú crees que alguien más se sentirá así? Sí, necesitando el misterio, lo desconocido, lo que no se puede tocar.

A mí me da por pensar, muchas veces, que la vida perdería el poco sentido que tiene si le quitamos eso.

Mira, ahí vuelve el joven, deberíamos ir con él e invitarle a comer con las monedas de hoy. Ya está subiendo la marea; y tanto a él como a mí nos vendría bien comer algo. No te lo he querido decir antes porque tampoco quería pensarlo mucho, pero ayer se murió el viejo con el que siempre iba. Viene del entierro. Dicen que al parecer murió de agotamiento tras pescar y traer a la costa al pez que llevaba toda la vida buscando.

Sí, tú también lo has visto, ¿cierto? Pinta a que alguien quiere pescar un pez aún más grande. Anda, vamos con él.


        Ski, que ha recogido todos sus cachivaches, se dirige en dirección al joven, para interceptarlo e invitarlo a comer. En su camino, en dirección contraria, aunque no es capaz de verla, se cruza MARINA, que acaba de llegar a la orilla del mar en la playa de los muertos, en Cabo de Gata. Viste holgada, pero llamativa. Lleva los labios pintados de negro.


MARINA: Hola otra vez. Sé que llevo mucho tiempo sin venir. Lo estaba deseando, pero la vida no me ha dejado. Han sido los exámenes finales del último año de carrera; casi no lo cuento. La verdad es que no sé ni para qué los he hecho. La mayoría de las veces que iba camino al aulario sólo quería pegar un volantazo y venir aquí. Pero ya estoy aquí, he vuelto, como todos los años. Además, he terminado el curso porque las he aprobado todas.

Sí, ya soy ingeniera bioquímica y bióloga molecular. Suena guay, ¿eh? A la gente se lo parece, me miran como si fuera la hostia, pero para mí es un pestiño. No sé ni para qué lo he estudiado. Yo quería ser geógrafa, bueno, más concretamente, cartógrafa.

Si te soy sincera, nunca me había interesado nada parecido hasta que escuché a mi padre hablar de la paradoja de la línea de costa. Él no era geógrafo ni nada, sólo usaba metáforas curiosas para ganar debates. Decía que era imposible medir con exactitud una costa porque, cuanto más pequeña la regla, más larga era la distancia resultante. Al parecer, las costas son una especie de fractales, esas formas que, cuando las aumentas tienen más lados, una y otra vez, y por tanto tienen perímetro infinito. Cuando entendí lo que era un fractal, me obsesioné. ¿Cómo una forma puede tener un área finita y un perímetro infinito a la vez? ¿Entonces, todas las fronteras entre espacios, que son infinitas, tienen misterios infinitos que resolver, aunque el espacio sea finito? Me encantaba pensar eso de niña y de ahí me imaginaba trazando mapas del tesoro, descubriendo islas, cuevas, fosas… Lugares que nadie había visto nunca. Me imaginaba hasta recorriendo la Luna y Marte, haciendo mapas de los dos. Ojalá fuera posible. Me pregunto si el horizonte también es un fractal.

Cada 23 de junio me acuerdo de esa idea y vengo aquí, a la playa en la que nací, donde muchas otras personas fallecieron por los naufragios, donde me siento entendida, a fumar un cigarro mirando al mar. A veces siento que me dicen que no haga lo que quiero como me dicen que deje de fumar: porque es malo. Y yo sólo quiero ser como la llama del cigarro en su eterno pilla pilla, que persigue a los labios para quemarlos, pero nunca llega; porque se acaba el tabaco y tiene que pasarse al siguiente cigarro. Pero aun así lo sigue intentando, porque quizá un día lo consiga. O como los seres, esos, que caminan bajo el mar haciendo que el mundo no se pare y que pueden ver así todo lo nuevo que el mundo les ofrece.

Sé que quiero respuestas, pero no sé a qué responden ni para qué las quiero. Eso me hace entender que tengo que buscar las preguntas primero. Pero, si no tengo las preguntas ni las respuestas, ¿cómo buscar? Supongo que sólo me queda seguir andando, seguir navegando. ¿Por qué no me dejáis navegar?

A veces envidio a los marineros que salen a buscar sus objetivos: tesoros, honor, gloria, ballenas… Muchas veces no saben dónde buscar, no hay mapa, no hay indicaciones, no hay nada. Muchos, ni siquiera tienen un hogar donde volver y, si lo tienen, como Ulises, es insuficiente después de lo vivido, o ha cambiado demasiado para llamarlo hogar. Pero todos tienen algo que envidio: una tripulación que los sigue, que comparte una meta, un anhelo, con ellos; aunque sea impuesto. Es difícil buscar preguntas que nadie más quiere encontrar. La satisfacción propia de hallarlas no extermina el sentimiento egoísta de que sólo lo haces por ti, porque a nadie más le importa. Al menos ellos tienen a alguien a quien le importa. ¿A mí? A mí sólo me queda esta playa.


        MARINA apaga el cigarro para irse, pero nota que lo hace sobre algo duro y le llama la atención. Escarba un poco en la arena y encuentra el esqueleto de un pez remo. Curiosa, casi guiada, se da cuenta de que, en la boca del animal muerto, hay una pequeña bolsa sellada. Al abrirla, encuentra un colgante. Es uno de los colgantes de SKI. Se trata de un cordón de cuero que sujeta una especie de recreación de un ámbar con insecto dentro, que está hecha de piedra de resina y en cuyo interior hay una colilla de cigarro con una mancha negra. Junto a ella, hay una carta. MARINA la abre y la lee, pero es la voz de SKI la que pronuncia las palabras.


SKI: Querida persona que, espero, algún día encuentre mi mayor tesoro:

Siento, gracias a la sabiduría del cuerpo, que mi fin está cerca y he decidido devolver al mar lo que este me trajo, con la esperanza y la fe de que a alguien le sirva de guía como me ha servido a mí.

La colilla que ves en el colgante que hice es Jonás. Aunque hablaba con todo el mundo y creo que se me recordará como alguien amable, Jonás ha sido mi único y fiel confidente durante los últimos veinte años. El único al que podía hablarle con el corazón.

Encontré a Jonás unos días antes de que nos dijeran de regresar a Polonia después de estar ayudando en el desastre del Prestige. Fuimos a limpiar unos restos de chapapote que habían llegado a las islas Sisargas. Allí, en Malante, me encontré el cadáver de un pez remo, que dicen que augura catástrofes, con el tubo digestivo hinchado. Al enterrarlo, como hay que hacer con todos los peces muertos en la costa, me pudo la curiosidad y lo abrí. Dentro de él, había una concha cerrada que, a su vez, guardaba a Jonás. Al principio, pensé que estaba manchado de petróleo, pero pude ver los surcos en las marcas de lo que era pintalabios negro, y no crudo. Ahí entendí que, si una colilla había podido permanecer intacta de esa forma, aún quedaba mucho por limpiar en la playa.

Posiblemente nuestro encuentro fuera fruto de la casualidad y la colisión entre fuerzas naturales y errores humanos. Sin embargo, a mí me gusta pensar que los seres que caminan bajo el mar se preocupan por nosotras y por eso me lo entregaron, para que pudiera encontrar mi lugar y mi camino. Ahora, espero que siga su curso e, igual que hizo conmigo, ayude a otra persona que también necesite encontrarlos; que le sirva para distinguir el faro real de las vacas con luces que hacían a los piratas naufragar y que le haga descubrir lugares imposibles, como me hizo descubrir a mí la playa de los cristales.

Fdo. Ski, que no Sky,
también conocido como Sísifo, el feliz.
23 de junio de 2023.


MARINA: Dos mil veintitrés, ¡yo ni había nacido todavía!


        MARINA saca un bolígrafo y escribe en el espacio libre.


Querido Ski:

Acepto encantada a Jonás y todo lo que significa. Tu deseo se ha cumplido. Dejo aquí lo primero que me ha venido a la mente al leerte por si, algún día, puedes verlo. También he hecho fotos a la carta para replicar tus palabras cuando se lo envíe a la siguiente persona.

Siempre será mejor buscar, aun sabiendo que no hallarás lo que buscas, y no encontrar; que quedarse quieta, sin la esperanza de hacerlo.

Fdo. Marina, la heredera de Jonás.

Así que tú eres Jonás, ¿eh? Llevamos el mismo pintalabios, seguro que nos llevaremos bien.


        MARINA se coloca el colgante. Después se levanta y, antes de irse, entierra al pez remo.


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