me llamo pájaro pablo,
ave de una sola pluma,
volador de sombra clara
y de claridad confusa
Las alas no me ven, /los oídos me retumban…, recita el viejo maestro Pablo Suárez. Repasa de memoria muchos poemarios de Neruda y propios que nunca publicó, acomodados en carpetas en su apolillada biblioteca. Incluso, enumera cada detalle de aquel viaje que dio a Chile cuando se graduó de secundaria, gracias a que su mamá se ganó un generoso premio en la lotería. Esta, de origen chileno, logró su sueño de conocer a una tía abuela y dos primas; Pablo pudo asistir a una conferencia magna del poeta, quien dos años después ganaría el premio Nobel y al siguiente lo murieran.
Igual, recuerda cuando regresó a tierras chilenas muchas décadas después junto con su esposa, su amada fiel; su madre ya había fallecido, no pudo cumplir con la promesa de llevarla a su país paterno cuando ya no estuviera el dictador, pero pudo ir con su amada fiel y las cenizas maternas. Hacía dos años que, tras un plebiscito, había sido destituido el dictador Pinochet. Eran las diez de la mañana cuando leyó: “En Isla Negra todo florece”, y su esposa besándolo al verlo conmovido. ¡Al fin visitaba la residencia donde vivió el poeta entre 1939 y 1973!
Pablo se mira al espejo, observa sus lágrimas, iguales que en aquel momento en que entró a Isla Negra, residencia del poeta, o cuando asistieron a un concierto en homenaje a Víctor Jara, y tararea nuestra vida no ha sido hecha para rodearla de sombras y tristezas. Pablo susurra “Matilde, ¿recuerdas esa canción?” Se seca las lágrimas, igual se sorprende cómo retiene tantos detalles de su adolescencia y temprana adultez.
“Papi, recuerda revisar la estufa antes de salir”. Su hijo, que se ha mudado con él, dizque para cuidarlo, pero él sabe que le han recortado el salario y tiene que pagar la pensión alimentaria de los hijos. Sale muy temprano a trabajar y le deja notas con instrucciones por toda la casa.
El hombre arranca el papelito con ese mensaje. Se mira al espejo. Por poco quema la cocina hace dos semanas. Olvidó una sartén… Igual tampoco recuerda si se lavó la boca. Lo hace de nuevo. Siempre fue muy acicalado. Luego permanece más de una hora en un trance, de nuevo frente al espejo, que refleja su rostro agotado de palabras. Mira sorprendido el reloj. Los minutos, días, horas se le pierden cada vez más en un extraño abismo junto a muchos detalles y coordenadas cotidianas. Es como si el pasado fuese un vampiro que succiona lentamente la sangre del presente. Sin embargo, puede recordar antiguos versos, su tesis de maestría en literatura, sus primeros años como maestro, todos los cursos de español que ha impartido, pero no dónde dejó sus llaves. No desea jubilarse, a pesar de sus 71 años, ha permanecido hace un lustro impartiendo dos clases y un taller, pero ha llegado su último día.
Su propio barrio, en ocasiones, se le distorsiona: las calles de Santurce se tornan más largas y confusas en el camino hacia la escuela, al igual que los sonidos de los carros. En especial, hace dos semanas su mente se le fue en blanco, hasta que el bocinazo estridente de una motora lo sacó del letargo, justo a mitad de una avenida. Poco antes de casi ser atropellado, la mamá de un exestudiante lo llevó al hospital.
* * *
—Maestro, ¿qué le ocurre?
—Es la tempestad tranquila…
—¿Se refiere al huracán que anunciaron? Dicen que pasará a cincuenta millas de la isla.
—Eso es, eso debe ser. No sé qué dije. Meditaba sobre ser vampiro o pájaro. Los vampiros se refugian en sus cuevas, en la oscuridad, mientras que los pájaros vuelan libres cuando se acerca el mal tiempo.
—Usted siempre tan brillante… Tiene razón. Mire, llegó su hijo. Cuídese mucho.
Por insistencia de su hijo y de la directora escolar, Pablo visitó a su médico, quien le explicó los procesos de su enfermedad; además, que debería de considerar dejar de vivir solo y que no olvidara tomar sus medicamentos. Su hijo le prometió que se mudaría con él, lo atendería, además se ahorraría la renta de su apartamento y gastaría menos en gasolina.
—Papi, perdóname, debí visitarte más desde que mami… No te dejaré solo.
Ese “solo”, retumbó en la mente de Pablo. ¡Qué ironía! La soledad siempre marcó su vida. Sin padre ni hermanos, se refugió en la poesía, en los libros. Estudió. Conoció a su primera novia, Matilde. Qué risas cuando le decía “soy la novia de Neruda”. Se dio cuenta de que se había reído en alto, y calló. Sí, solo, desde que murió su esposa hace cinco años. Solo. ¡Viejo y solo! Todo esto meditaba en el consultorio médico, ahora en la visita de seguimiento. Acababa de tener un momento luminoso, interrumpido por una pregunta. “¿Cómo se llamaba mi esposa?” Repitió luego de que el doctor le preguntara. Pablo abrió una libretita que llevaba en el bolsillo, preparada por su hijo, con instrucciones básicas, nombres familiares y medicamentos. Le respondió a su doctor: “Lupe”. Pero el vampiro ya le había succionado a su difunta mujer.
—Doctor, soy un lector, poeta, docente… Necesito paz y silencio, no a los nietos regando mis papeles y gritando; los amo, pero sólo de visita; ya tengo cien adolescentes todos los días, ellos abonan alegrías a mi cansado rumbo.
—Don Pablo, no es lo mismo. Necesita compañía y calidad humana en esta nueva etapa de su vida. Además, su hijo me dijo que está divorciado, los nietos irán sólo de visita. Mire, no se me ponga cascarrabias, además piense que ayuda a su hijo que está pasando por un bache —le recomendó el médico en tono condescendiente.
—Doctor, confieso que he vivido. El aroma de la paz es lo que necesita mi vejez —respondió ya abstraído.
—Aun así, no faltes a las terapias, ni a la medición. Mi secretaria llamará a tu hijo para que te acompañe a tu próxima cita. Cuídate, Pablito, eres importante.
—Gracias, doctor, le haré caso, pero soy un pájaro que vuela libre… como la poesía.
Se despidió del doctor. Esa misma tarde olvidó ir a su terapia de grupo junto con otros pacientes que iniciaban el proceso del mismo diagnóstico.
* * *
“Papi, hoy es tu último día en la escuela. Te recogerá la mamá de los nenes. Ellos están felices, pasarán la noche contigo. Recuerda apagar la estufa”.
“Último día”, repite Pablo. Tarda un rato largo en encontrar su maletín. Está donde siempre. Resopla. En este le lleva como regalo un poema distinto a cada uno de sus estudiantes y compañeros de trabajo. “¿Y las llaves?” Observa el portarretratos con la foto de su amada Matilde, se acomoda los espejuelos. Las llaves y un frasco lleno de pastillas, que le había recetado la semana anterior el neuropsiquiatra, están en la misma mesita. En el marco un papelito lee: Lupe-12/octubre/99. “¿Lupe? Mi mujer era Matilde, ay no, no; sí, Lupe. Viejo loco, me hubieses dicho, palomita”.
Luego de reírse de sí mismo, se sienta en la entrada de su casa. Está abrumado. Llora unos minutos como niño perdido, un guaraguao sin pitirre planeando solitario. Es su último día, retirarse es un verbo aterrador; pudo hacerlo hace más de un lustro, pero la docencia era su raíz a la cordura. Pablo trata de controlar el llanto. “Ese vampiro que me chupa la memoria, ahora ataca los planos de clase, nombres de alumnos, y hasta dónde demonios están mis espejuelos”. Es aterrador, siempre fue tan memorioso, un gran demagogo, ahora se le evaporan las palabras, pero al menos se convencía de que podía volar. Se levanta decidido.
Vuelo y vuelo sin saber, /herido en la noche oscura. Los versos de Neruda acarician sus pisadas rumbo al colegio.
—Llega tarde, maestro Pablo —dice el guardia escolar.
—Será la última vez… Descubrí el secreto de Neruda, también de la física: la poesía es la ciencia que nos salva.
—¿Cómo así? —contesta el guardia, controlando la risa.
—Digamos, hoy estoy jubiloso, quizá mañana despierte en Chile, en mi Isla Negra, con Matilde.
—Buen viaje, disfrute el retiro, maestro, ¿cuándo regresará a Puerto Rico?
Pablo no responde, estuvo cuarenta y cinco años tratando inútilmente de enseñar el poder de las palabras a sus alumnos. Ahora estas se le escapan de la boca. Se pierden por pasillos y salones. Observa su aula vacía. “Nada valió la pena, es inútil. Nunca entendieron”, piensa.
“¡Soy Pablo!”, grita con fuerza frente a su escritorio. Mira absorto las siluetas de cientos de sus estudiantes de casi toda una vida. Salen de su aula, aplaudiéndole pletóricos.
Soy el pájaro furioso de la tempestad tranquila, susurra a su oído su propia voz. Mira hipnotizado la ventana, ve a su difunta Lupe. “¡Matilde, llévame contigo!” Luego, ella se le difumina entre las nubes.
Mira su reloj, son las diez de la mañana.
—Matilde, solamente la ardiente paciencia hará que conquistemos una espléndida felicidad, dijo el Poeta cuando le dieron el premio Nobel. Yo he sido paciente, ahora seré feliz contigo, sin olvidar más...
Pablo escucha cómo todo el universo le canta en silencio entre el silbido del viento. Corre hacia la ventana.
Se lanza en un vuelo libre y sin palabras hacia la isla negra de sus recuerdos.