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Arte en la calle

Luis Rico Chávez


Nunca me cansaré de deplorar la ceguera de nuestros congéneres en todo lo relacionado con el arte.

Como docente, llevo más de la mitad de mi vida exhortando, de mil y una maneras imaginables y aun más allá de la imaginación (gran parte de esos afanes recogidos en libros y en textos publicados en diferentes medios y formatos), a mis sufridos pupilos a que lean.

Si bien el resultado ha sido poco halagador, he tenido mis momentos de felicidad (a los que me aferro para no dar marcha atrás, amargado y contrito). El lado oscuro de esta historia lo padezco cuando encuentro a exalumnos que, si bien me saludan con efusión y evocando agradecidos aquellos sus años adolescentes en los que, al menos fugazmente, formé parte de su existencia, me espetan de repente: “¡Profe, usted me dejó leer un libro…! Pues fíjese que ya ni me acuerdo de qué trataba” o “Profe, el otro día me encontré un libro entre los cachivaches de mi casa. Me pregunté: ‘¿Y esto qué hace aquí?’ Y entonces me acordé que usted me lo regaló”. Bueno, por lo menos recuerdan que fui su profe de español y literatura.

Hablo de jóvenes de generaciones prepandemia; por experiencias recientes tengo la impresión de que, en un futuro, los actuales ni siquiera recordarán que cursaron la prepa.

En fin, que todo este preámbulo tiene como finalidad enfatizar el detalle de la ceguera artística a la que aludo en el primer párrafo.

Desde luego que la naturaleza de los diálogos que sostenemos con el resto de la humanidad dependen de la relación, la formación, la circunstancia del momento; diálogos por lo general superficiales, rara vez giran en torno a cuestiones estéticas.

Incluso con mis colegas arquitectos, pintores, músicos, escritores, etc., pocas veces tenemos la confianza para hablar al respecto; digo, hay que conservar las relaciones…

Cuando, por la razón que sea, deambulamos por las calles de esta noble y leal ciudad (y voy más lejos, cuando nos ha tocado coincidir en algún lugar muy muy lejano, ajeno a nuestros andares cotidianos), rara vez reparamos en nuestro entorno.

Recuerdo que el entrañable escritor guanajuatense Jorge Ibargüengoitia hablaba de que la gente sólo se da cuenta de que hay esculturas en la calle cuando estorban el tránsito. En nuestro medio así ocurre. Por quién sabe qué oscuras razones de repente se instala una obra artística en la calle y, con bombo y platillo se devela el monumento y, tras los discursos y los aplausos, la vida pasa a otros asuntos.

En Guadalajara, me parece, la única escultura a la que se le hace un poco de caso es a la de “Árbol adentro”, obra de José Fors, ubicada a unos pasos de la Catedral, y eso porque está a mitad de la calle y los paseantes la aprovechan para tomarse la selfie o embutirse en sus orejas.

Bueno, también tenemos los “Arcos del milenio” que, en lo personal, me parece una obra con muy poca gracia. Lo que sí recuerdo es todo el argüende que se armó desde que se le encargó el trabajo a Sebastián, y me parece que ese chisme tuvo más repercusión que la obra en sí. Estoy seguro de que si no fuera un mastodonte nadie se enteraría de su existencia.

Los organizadores del Festival Cultural de Mayo solían incluir algo que llamaban “Ruta escultórica”, trayecto que a mí me gustaba recorrer (incluso, ocioso que soy, en los números correspondientes de esta mi amada revista aparecen tanto la crónica correspondiente como la galería de imágenes, por si alguien quiere enterarse). En la edición del festival de este año, quién sabe si por falta de presupuesto o por pleitos con los artistas (que artistas y promotores suelen llevarse muy mal, por tratarse de temperamentos opuestos) se omitió la ruta.

Pues ahí estaba una mañana, sorbiendo mi cafecito y lamentándome porque este año no tendría pretexto para andar de pata de perro cuando recibí la colaboración de mi buen amigo y director de arte Armando Parvool, una galería de fotos de un conjunto de esculturas.

Cuando las revisé, recordé que algunas de ellas ya habían sido exhibidas en otras ocasiones y ahora, según me informaba Parvool, se encontraban en el parque de los Niños y las Niñas de Zapopan, aunque eso sí, por ningún lado encontré información sobre si se trata de una exposición permanente o si la desmontarán en algún momento.

Pues si no estuviéramos cegados ante las manifestaciones artísticas, sin duda las disfrutaríamos. Y bueno, que no se trata de lo único que podemos disfrutar en el ajetreo de nuestra vida, pues cuando nos desplazamos por estas calles de Dios, además de esculturas se pone ante nuestros ojos la arquitectura y la pintura, porque incluso eso que se conoce como grafiti tiene su encanto, y qué decir de eso que he oído que llaman arte callejero (de lo cual aquí también he dejado constancia), obras de gran calidad que, por desgracia, la mayor parte de las veces son efímeras.

Así que mi ruego es que el ciudadano de a pie en algún momento reaccione y abra su mirada estética y admire el arte de la calle.


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