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Como una ola

Monólogo para aliviar el silencio

Fulgencio M. Lax España


          Nuestro personaje se encuentra en su camerino transformándose en Rocío Jurado para realizar su actuación de transformismo. Al tiempo que se maquilla realiza ejercicios de voz antes de comenzar el monólogo. El personaje será consciente, en todo momento, de que está frente al público y es a él al que dirige sus palabras, que será el mismo público que recibirá su actuación final.


¡Maricón! ¡Maricón! ¡Maricón! ¡Tengo un hijo maricón!

Qué palabra tan pequeña para un universo tan grande.

¡Tengo un hijo maricón! Esas fueron las palabras de mi padre cuando le dije que era gay. Yo tenía 15 años. Mi madre ya lo sabía, ella siempre lo supo, era más fácil hablar con ella que con mi padre. Desde entonces no deja de preguntarse por qué a él, por qué él no podía haber tenido un hijo normal.

¿Normal?

¿Una persona normal?

¿Qué quiere decir normal?

¿Dónde está el listón?

¿Está arriba?

¿Está a un lado?

¿Dónde?

¿Dónde está el deseo?

¿Qué me estaba pasando?

Diez años y ¿qué me pasa?

Once años y ¿qué me pasa?

Doce años y ¿qué me pasa?

¿Qué me pasa?

¿Qué es lo que me pasaba?

Hasta que me di cuenta de todo. Me di cuenta de que lo único que me pasaba era el amor y el deseo y la pasión y, luego, el amor otra vez. Una y otra vez. Y no encontraba más apellidos que ponerle que los labios, los ojos, los suspiros, las caricias, su voz, su sueño. El sueño de aquel compañero.

Un día, en una clase de literatura, el profesor nos pidió que escogiéramos un poema que nos gustara para leerlo y comentarlo. Alberto, que se sentaba delante de mí, cuando le tocó su turno leyó un poema de Federico García Lorca.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,


contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.


Y cuando terminó, de forma descuidada, giró la cabeza y me miró de pasada, disimulando, sin dar importancia a sus palabras. Las casualidades no existen. Yo me quedé petrificado por su mirada, por su poema y por el poema que yo había elegido. Pasó un turno, otro y otro y otro hasta que me tocó a mí. Yo había elegido uno de Walt Whitman.


Retoza conmigo sobre la hierba, quita
el freno de tu garganta,
no quiero palabras, ni música
, ni rimas, no quiero costumbres
ni discursos, ni aún los mejores,
sólo quiero la calma, el arrullo de tu
velada voz.


Estuvo todo el tiempo mirándome. Él era mucho más valiente que yo y sabía que mis palabras, que esos versos eran para él. Y así supe que yo era normal. Que mis silencios solitarios sin posibilidad de ser compartidos habían encontrado quien los escuchara. Cuando terminó la clase yo salí corriendo sin saber a dónde mirar, pero con algo que se había encendido dentro de mí.

Todavía pasó más de una semana antes de que volviéramos a encontrarnos cara a cara y fue en el patio del instituto. ¿Te gusta García Lorca? Le pregunté, de forma atropellada, en un momento en el que coincidimos mientras hacíamos tiempo para la próxima clase. Me gustas tú. Sonrió y se giró caminando en dirección contraria. Ahora no era yo sólo el que se escondía y disimulaba. Ahora ya éramos dos y, dos, comienzan a ser una multitud importante.


          Continúa maquillándose y preparándose para el espectáculo.


Eso son las amistades, que han echado a perder a mi hijo.

Mi padre recurrió a todos los tópicos: Yo soy así por las amistades. Yo soy así porque soy un vicioso. Soy así porque ellos han sido muy permisivos. Soy así porque no he encontrado una novia adecuada, porque tengo depresión… Sólo hay que conjugar el presente del indicativo para comprenderlo todo.


Yo soy
Tú eres
Él es
Nosotros somos
Vosotros sois
Ellos son


No hay mejor explicación pero, ¿cómo hacer entender esto a alguien que no quiere escuchar?

En las fiestas familiares siempre me sacaba a cantar alguna canción. A él le gustaba que imitara a Luis Mariano cantando “La tabernera del puerto”. Era algo romántico pero él mismo se reprimía. Le gustaban los boleros y las baladas y yo siempre he tenido muy buena voz.


No puede ser, esa mujer es buena,
no puede ser una mujer malvada,
en su mirar, como una luz singular,
he visto que esa mujer es una desventurada.


Y todos me aplaudían y mi padre me decía: ¡Campeón, qué bien cantas! Me daba una palmada en la espalda y a correr.

La primera vez que tuve claro que mi padre no me iba a comprender por mucho que me esforzara fue cuando le oí hablar en una comida con unos amigos suyos.

—Si me saliera un hijo maricón yo no sé lo que haría.

—Peor es que te salga negro —dijo uno.

—Negro y maricón —contestó él y todos se pusieron a reír menos mi madre y yo. Ella me miró, sonrió y me guiñó un ojo, pero eso no era suficiente para que no me sintiera excluido y repudiado y descartado y tachado de mi familia. Así es que conocí de primera mano la soledad que, con el tiempo, se convirtió en una poderosa aliada. La soledad no era mi habitación ni aquellos momentos oscuros sentado en el banco de un parque suplicando que no pasara el tiempo para tener que regresar a casa. No fueron momentos felices. La soledad a la que me refiero es esa en la que me encierro y no dejo entrar a nadie, es ese silencio que crece hacia mis adentros y me susurra palabras de tranquilidad. Es esa ausencia que me acompaña y me sonríe cuando estoy a punto de estallar en mil pedazos. Allí soy inalcanzable y nadie tiene acceso a ese espacio. Tan sólo Alberto asomaba su sonrisa de vez en cuando, por eso y por otras muchas cosas, fue tan importante para mí.

Querido papá, querida mamá, qué lejos estáis. Qué lejos habéis estado siempre, ni tan siquiera vuestra silueta se dibujaba ya en el horizonte. Ni una sombra, nada de nada. Por eso las palabras papá y mamá se vaciaron tan pronto y hoy navegan sin apenas significado, quizá alguna reminiscencia biológica, pero nada más.

¡Machote, estás hecho un machote! Me decía mi padre y yo, por dentro, me partía en pedazos. Y él seguía y seguía. No tenía fin. Estoy seguro de que estaba dispuesto a llevarme de putas para que me diera cuenta de lo que es normal y de lo que no lo es. Esa palabra es mortífera. Era mortífera hasta que fueron quedando atrás muchas barreras, pero mi padre era un muro infranqueable. No hizo ni un solo esfuerzo para entenderme y aceptarme como soy.

En una función del instituto hice un monólogo de La vida es sueño, de Calderón. Mi padre, que es muy culto, que sabía de todo, historia, política, literatura, me dio una enorme y aburrida charla sobre el barroco, sobre Calderón, sobre La vida es sueño y, sorprendentemente, vino a verme. Yo salí al escenario con un bonito vestido de fiesta que me dejó mi amiga Laura. ¡Laura! Si estás entre el público te mando un beso.


          Nuestro personaje, transformado ya casi de Rocío Jurado, recita el monólogo de la aparición de Segismundo, el personaje calderoniano, en la escena de la I Jornada.


Segismundo: ¡Ay mísero de mí, y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido;
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
—dejando a una parte, cielos,
el delito del nacer—,
¿qué más os pude ofender,
para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que yo no gocé jamás?


La última estrofa la recité mirando fijamente a mi padre. Pude ver su cara de rabia y cuando terminé, se levantó y se fue dejando allí sola a mi madre sentada y sin saber qué hacer.

Esa noche regresé a casa desnudo y con la cara llena de moratones. Me encontré con un grupo de cuatro chicos que empezaron a meterse conmigo. Al principio sólo me pegaban collejas y se reían. ¡Hostias! Es el maricón del instituto. Entonces comenzaron a lloverme golpes y me quitaron la ropa. Siguieron pegándome y riéndose. Sólo eso. Me daban patadas y bofetones y me dejaron totalmente desnudo. Los golpes me dolieron mucho pero no tanto como la humillación a la que me vi sometido. Mi madre me abrazó en silencio y sin decir nada me acompañó al baño y luego se sentó en mi cama hasta que me quedé dormido. Los ronquidos indiferentes de mi padre también fueron parte de aquella humillación. Entonces fue cuando decidí marcharme y comenzar a vivir mi verdadera vida. Desde entonces disfruto del amor sin cortinajes ni pasillos oscuros ni silencios. Disfruto con alegría. Y aquí estoy, dispuesto a empezar el espectáculo. (Al público directamente.) Tú me gustas. Y tú. Y tú también. Y el de allí. Y los que están detrás. Y todos los que habéis venido y todos los que no han venido. Me gustáis todos y os quiero a todos.


          Recita este poema de Walt Whitman ya transformado en Rocío Jurado.


En este momento, lleno de deseo y pensativo, sentado a solas,
me parece que hay otros hombres en otras tierras, llenos de deseo y pensativos,
me parece que puedo echar una ojeada y verlos en Alemania, Italia, Francia, España,
o lejos, muy lejos, en China, Rusia o Japón, hablando otras lenguas,
y me parece que si conociera a esos hombres me sentiría tan cercano a ellos como a los de mi propia tierra.
Sé que seríamos hermanos y amantes,
sé que sería feliz con ellos.


Walt Whitman, siempre grande. Siempre en mi corazón.


          Con la última palabra entra la música y él empieza a cantar. En las primeras estrofas la luz se va llevando lentamente la magia del escenario hasta que todo queda en oscuro y en silencio.)


Grabé tu nombre en mi barca, me hice por ti marinero
para cruzar los mares surcando los deseos
fui tan feliz en tus brazos, fui tan feliz en tu puerto
que el corazón quedó preso de tu cuerpo y de tu piel
Como una ola tu amor llegó a mi vida
como una ola de fuego y de caricias
de espuma blanca y rumor de caracolas
Como una ola
Y yo quedé prendida a tu tormenta
perdí el timón sin darme apenas cuenta
Como una ola tu amor creció
como una ola


Y final


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