Cuando caminaba por el jardín, tuvo varios recuerdos que la hicieron caer en un profundo sueño. Se detuvo un momento, miró el cielo, las nubes, el sol. El canto de los pájaros la arrulló y se quedó dormida al lado de las hortalizas.
Había sido un día pesado, el trabajo cada vez era más agotador, cada vez eran más horas por menos paga y de ahí a terminar las clases de la carrera que le regresaba el alma al cuerpo; pero el cuerpo era de carne y se cansaba.
En su sueño caminaba por la orilla del mar. Era pleno abril, lo supo porque su corazón latía más rápido siempre en el mes de abril. Era una señal…
Al otro lado de la playa corría una niña, persiguiendo las olas, pero dándoles la vuelta cuando eran muy grandes. Paulina, ante esta imagen, corrió con tanta fuerza que tropezó y cayó. La niña entonces corrió hacia ella y le preguntó si se encontraba bien.
Sonrieron y Paulina se levantó de la arena, que comenzaba a picarle las piernas.
—¿Quién eres? ¿Qué haces sola en esta enorme playa?
—¡Soy una niña! —contestó sonriendo.
—Eso está claro —dijo Paulina—. Quiero saber por qué no estás con tu mamá, por qué estás sola.
—No estoy sola. Estoy contigo.
La niña sonrió y corrió hacia unas palmeras que se encontraban a la mitad de la playa. Fue entonces cuando Paulina supo que se encontraban en una isla. Los rayos del sol comenzaron a quemarle los ojos. Entonces despertó.
Se dio cuenta de que había estado dormida por tres horas. Quizá en el mundo de los sueños, tres horas equivalían a 15 minutos. No lo supo y no tuvo tiempo para meditarlo, ya que debía regresar a su clase de géneros dramáticos.
Eran ya las siete de la noche y no podía dejar de pensar en su sueño. Ya había tenido muchos sueños extraños en su vida, pero ninguno tan claro y tan real como ese.
Paulina salió del Centro Universitario sola y comenzó a sentir una extraña nostalgia que le recorría los poros, llegaba hasta el cabello, la sien y los ojos. Comenzó a llorar.
Detuvo su paso lento para secarse las lágrimas cuando escuchó un susurro detrás del puente de la gran avenida: “¡No llores, baila una canción para mí!” En ese momento pensó que podría tratarse de una broma de su compañera de carrera, pero no fue así. Era miércoles y los miércoles Paulina no bailaba. Regresaba temprano a casa para leer, cenar y dormir.
Al llegar a casa abrió la puerta y no había nadie. Paulina estaba un poco asustada por lo que le había pasado 57 minutos antes. Tomó asiento en su silloncito color ocre y después se recostó. Cuando le dio hambre calentó las albóndigas que había preparado su madre. Comenzó a cenar. Luego, se quedó dormida.
En el sueño se despertó y se encontraba ahora frente a la mesa de una cabaña. Ahí estaba la niña sonriendo.
—¿Quién eres? —preguntó Paulina.
La niña sólo reía y se tapaba la boca con su manita de cinco años.
—No te puedo decir —replicó la niña.
—¿Por qué apareces de repente, quién te mandó?
La niña se quedó seria. No sabía responder su pregunta, pues no sabía de dónde venía, o tal vez, en el largo camino de su llegada, lo olvidó.
—No estés triste. ¿Por qué estás triste? —preguntó la niña.
—No estoy triste, ¿quién te dijo eso?
—Yo te vi. Estabas llorando hace rato. Traté de abrazarte pero tus ideas me aventaban, eran como una gran burbuja que no me dejaba llegar a ti. ¡Por eso te hablé y te dije que mejor bailaras una canción para mí!
Paulina no entendía ese juego. ¿Estaba soñando de nuevo o eso era la realidad?
—Tú me caes bien —dijo la niña.
—¿Yo te caigo bien?
La niña robó una sonrisa del rostro de Paulina y le dijo:
—Sí, sí me caes bien —y emitió una risa cristalina.
—Pero no has contestado ninguna de mis preguntas. Quiero saber por qué comencé a verte, quiero saber quién eres.
La niña corrió por la cabaña, abrió la puerta y salió corriendo al bosque. Paulina corría detrás de ella gritando:
—¡Regresa, niña, dime tu nombre al menos!
A la par de ese grito, Paulina despertó de su sueño. Eran justo las siete de la mañana; buena hora para comenzar el día.
Lo único que pudo recordar de aquel extraño sueño número dos era la sonrisa de la niña y sus ojos color miel. Era hermosa.
Todo transcurrió con tranquilidad a lo largo del día. Era curioso cómo una calma envolvía a Paulina luego de aquellos sueños; se sentía segura sin saber por qué, se sentía contenta, plena.
Por la noche se encontró con el muchacho de los ojos bonitos y después de tres días de no verlo se asustó al darse cuenta de que eran del mismo color que los ojos de la niña.
—¿Qué pasa, Paulina? —preguntó.
—Nada, es sólo que estoy un poco nerviosa, tú sabes, los finales y todo eso.
—Es normal, además teníamos ya varios días sin vernos. ¡Te extrañé muchísimo!
—Yo también, amor, yo también. ¿Sabes? He tenido los sueños más extraños estos días…
—¿Qué sueños?
—Verás…
Y justo cuando Paulina iba a comenzar a contarle, el muchacho de ojos bonitos la interrumpió platicándole sobre cuestiones del trabajo y su familia. Luego de media hora, Paulina ya no quiso hablar del sueño.
Al llegar la noche se dispuso a dormir, pero no pudo. Intentó hacerlo, pero en su intento fallido mejor se puso a leer. Estaba releyendo Mortal y rosa, el cual narra la muerte del hijo del autor en una prosa hermosísima; todo un monumento a la poesía. Se quedó dormida. De pronto, la niña le secó las lágrimas de los ojos y le acarició la frente.
—Ese libro te hace llorar mucho. Deberías saber que a ti te pasa lo contrario, todo lo contrario…
Paulina despertó intempestivamente y se dio cuenta de que tenía una flor en su cabello, la cual llevaba en uno de sus pétalos escrita la letra “M”. Estuvo molesta la mayor parte del día. Estaba enojada con su novio, con sus compañeros de clase, con la danza, con su familia, con todos.
Así pasaron siete días. Paulina comenzó a sentirse diferente. Todo en el mundo le parecía hermoso. El camino de su casa al trabajo, los dedos del señor de la tienda, la bolsa azul de la chica del trabajo, las mallas rayadas del aparador de avenida La Paz, los pájaros volando en el cielo de abril, la risa del anciano sentado a su lado, sus pies al caminar. Había algo dentro de ella que le anunciaba nuevas esperanzas.
Paulina acudió a la enfermería ese día. Le dolía mucho la cabeza y pensó que tal vez era la presión. “A uno se le sube la presión a todas horas por tantas impresiones y emociones juntas”, pensó.
Por la noche, cuando comenzó a soñar, la niña de ojos color miel apareció en su sueño y le pidió que la abrazara. Le dijo que había estado esperando por mucho tiempo ese momento y anhelaba que la quisiera mucho. Paulina sintió un amor maternal inexplicable. Lloró de felicidad.
—¿Quién eres, bonita? —le preguntó Paulina.
La niña de ojos de ángel, cabello castaño y once lunarcitos entre sus brazos y su cuello, le respondió:
—Me llamo Minerva, mamá.