Marthita me piden que descanse un poco. ¿De dónde sacan que estoy cansada o que los nervios o que el estrés? No comprenden, simplemente no comprenden. Como cuando les dije “se va a caer”: el mismo gesto de incredulidad, de risa forzada, el cruce de miradas cómplices, hasta que vieron deslizarse el plato sobre la mesa. Aun recogiendo trozos se negaron a reconocer que yo sabía, que los platos rotos y el tiempo y las cortinas adelgazadas, inservibles ya, como el muro en donde se insinúa la grieta.
Al principio fueron pequeños y breves agujeros, como si la cabeza de un alfiler hubiera perforado los pliegues de la cortina. Ya no es el mismo tiempo, dije, miren cómo se decolora, las picaduras en los dobleces, los manchones percudidos. No entendieron, creen que invento, que ellos son ajenos a las caídas y a las rajaduras que imperceptiblemente se agrandan.
Por la noche reviso los hechos. Marthita me mira con incomodidad: váyase a dormir, le va a picar un bicho si anda descalza por el patio. No me quiero acostar. No tengo sueño, además está mamá Flora. Ella me empuja, se revuelve en la cama.
Estoy esperando el cambio de luz del semáforo. Hay una estructura metálica en la esquina de la calle, un puesto de periódicos que por una fracción de segundo refleja la luz deslumbrante del sol. Cuando vuelvo los ojos al interior de mi automóvil veo a un hombre a mi lado, me observa, sonríe y me muestra una publicación que trae en la mano:
No me sorprende, pero el bigote engomado, la chistera, la camisa almidonada, son totalmente inadecuados para presentarse en el trabajo. El claxon de los vehículos que están atrás me obliga a acelerar. Ese hombre y ese periódico no son posibles. Volteo a verlo, ya no está. Por la noche recuerdo el asunto del desconocido, me pregunto por las grietas de los demás: ¿no las tienen? ¿Pretenden no verlas? Ya duérmete dice mamá Flora y sigue agitándose a mi lado.
Mientras reviso los estados de cuenta del despacho escucho el chirriar de llantas y veo a Lulú golpearse contra el parabrisas. Mamá Flora me mira de frente, con el dedo sobre la boca me indica que no comente. Al llegar a casa no puedo más: muchachos Lulú va a sufrir un accidente. Otra vez las sonrisas, las miradas burlonas. Descansa un poco, has tenido muchos problemas. Que no estoy cansada, que hay círculos negros por donde se cuela el viento y las imágenes de mañana, como en aquel cuento de Javier Rizzo. ¡Marthita, hazme caso, tu hermana está en riesgo! ¡No intentes callarme, mamá Flora!
Cuando reciben la llamada del hospital me miran con temor, ave de mal agüero murmuran con rabia. Salen de prisa, no me invitan a acompañarlos.
De niña me enseñaron a bordar, escogía hilos de colores brillantes que entusiasmaban a mis maestras, esta niña va a ser una artista. Hasta que vi aquel cuarto. Estaba practicando un punto de rococó cuando miré las cuatro paredes rodeándome como un incendio blanco que crece de prisa. Déjenme, quiero salir. La maestra me frotó con alcohol. ¿Pero qué tienes? Es la casa donde voy a vivir.
Otra vez el viento frío, la cortina luida. Los agujeros crecen. Llegan imágenes incomprensibles, olores que ahogan, el rumor de hojas que barren la calle. Quiero salir, no soporto las sábanas grises que se adhieren a mi cuerpo. Los vidrios están trizados de hielo. Al subir al coche me molesta el asiento pegajoso, que se adhiere a mi piel. El calor parece haber derretido el plástico. El periódico que ayer me dejó el hombre de la chistera se ve desquebrajado, reparo en una breve notificación en la parte de abajo justo arriba del anuncio que pregunta ¿Por qué estáis enfermos del Estómago?
Camino por la banqueta cuidando no pisar las junturas del pavimento. El aire tibio agita mi cabello. Recuerdo la canción:
Los monitos se lavan las manitas,
Se lavan las manitas, se lavan las manitas.
Los monitos se lavan la carita,
Se lavan la carita, se lavan la carita.
Qué día feliz de escuela. Repito la canción y hago los gestos. Pasa la señora González, me pregunta si deseo que me acompañe a casa, acepto si me ayuda a cantar como los monitos. Insiste en acompañarme sin cantar y le contesto que entonces por qué viene de metiche, ¿acaso no sabe como se lavan las manitas?
Llego un poco tarde a la oficina. Las compañeras me miran con ojos desmesurados, ¿dónde has estado? Tu hija Lourdes está en el hospital, el mismo día que tú desapareciste ella tuvo un accidente. Tu familia lleva dos semanas buscándote. ¿Qué te pasó? En el escritorio de Martínez hay un rollo de pergaminos que un fraile de hábito café revisa cuidadosamente. Les explico de las grietas, les recuerdo del escritor que habló de una tecnología para utilizarlas. Parece que en lugar de comprensión lo que sienten es lástima. Mamá Flora toma del brazo al fraile, juntos se vuelven hacia mí, pero son dos esqueletos que flotan en el aire, que ya se alejan con un entrechocar rítmico de huesos. ¡No me abandones mamá! Entonces recuerdo el anuncio del diario: “La sociedad madrileña se encuentra consternada por la incomprensible desaparición de la Señora Flora Durán que se encontraba recluida en el Hospital San Juan de Dios a causa de un trastorno nervioso…” leo en la nota el nombre de mi abuela, mi propia descripción física y entiendo que la cortina se ha desgarrado. Las grietas han derribado el muro.