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Un ángel sin guarda

Martha Eugenia Colunga Bernal

Mary-Ann bajó la cabeza y trató de no responder al regaño del doctor. Era cierto que su gran volumen resultaba incómodo en el quirófano y el cuarto de recuperación; pero no pudo evitar farfullar, con un timbre de amargura que, precisamente por su tamaño, era a quien requerían siempre para dominar y someter a los pacientes más violentos.

El doctor Wallace la miró fijamente y, sin que mediara otra palabra, Mary-Ann supo que se había metido en problemas. Dócilmente, tomó la guarda que él le extendía y procedió a meterla en la boca del paciente que previamente había atado a la mesa. Se retiró del borde de metal justo un segundo antes de que el doctor bajara el interruptor. Observa como el hombre se arquea sobre la mesa, con los puños apretados. Ve cómo se empieza a oscurecer, en la entrepierna, el color verde de la bata que lo cubre. Suspira al pensar que también en casa va a tener que lavar por la noche ropa de cama y pantalones.

─Oye, Mary-Ann, espérame ¿Por qué la prisa, mujer? No me has confirmado si irás pasado mañana al estreno de “Lo que el viento se llevó”. William y su primo irán desde temprano a hacer cola al Pavillion. ¿Quién te va a cuidar a Jack?

La mujer aminoró el paso y miró a la joven que le hablaba. Su amiga empujaba otra camilla con la anciana que a todas horas gritaba anunciando otro Blitz alemán y se cubría la cara con los brazos para protegerse. Recordó la mirada del doctor Wallace y respondió, al tiempo que cargaba al hombre inconsciente de su camilla y lo depositaba en el primer catre que encontró vacío. ─No, Sandy. No creo que vaya a poder. Sospecho que voy a tener mucho trabajo. Además, mi madre no podrá cuidar a Jack. Ayer me dijo que se iba a ir a Norwick. Mi hermana Beth está en su octavo mes y mamá ya no soporta más los bombardeos. Dice que se quedará allá hasta que acabe la guerra o ella se muera, así que ya te imaginarás. Dirigiéndose con su gritona carga a la sala de electroshock, Sandy se despide con un guiño: ─Bueno... ya te avisaré si el primo de William lleva a alguien más.

Una vez terminada su jornada y después de checar la tarjeta de salida, Mary-Ann revisa temerosa su monedero. Cuenta varias veces los pequeños chelines y se plantea mentalmente el dilema: tomar el metro para llegar a Picadilly Circus y caminar sólo una cuadra hasta su casa o recorrer a pie las 20 calles que la separaban del hogar y tener dinero suficiente para comprar mañana media libra de cocido para Jack. Opta por lo segundo, se despide de sus compañeras de trabajo y echa a andar pesadamente por las calles llenas de escombros y montones de tierra.

El aullido de la alarma antiaérea la sorprende todavía a varios metros del edificio donde vive. Empieza a correr y sus enormes caderas y senos se bambolean como barcazas en medio de una tormenta. Sudando copiosamente entra en casa, avienta la bolsa y el suéter sobre la mesa de la cocina y se dirige a la única recámara. Levanta en vilo al chico que yacía postrado en uno de los dos catres. Con el adolescente en brazos, una vez en la calle, hace cálculos mentales y considera que no alcanzará a llegar a tiempo al refugio antiaéreo de la iglesia de Saint George, así que dirige sus apresurados pasos de nuevo a la Plaza de Picadilly. Observa con angustia los ríos de gente que se sumergen en la estación subterránea del metro en la esquina de Leicester Square y Green Park y empieza a orar suplicando encontrar todavía un lugar.

Ya casi sin aliento, su loca carrera es detenida por una ráfaga ardiente de luz y calor. Instintivamente se deja caer sobre el cuerpo de su hijo y recibe en las anchas espaldas una caliente lluvia de metal y piedras. Mary-Ann se arrastra con dificultad hasta quedar recargada en la fuente del Ángel de la Caridad Cristiana. Ha ido jalando a Jack de las piernas; lo sube a su regazo y lo empieza a mecer, tratando de controlar, con sus fuertes brazos, los involuntarios espasmos que sacuden el cuerpo del joven. Mira los vivaces ojos y le sonríe. Mete sus dedos entre el ensortijado y revuelto cabello rubio del chico para tratar de peinarlo, mientras, acunándolo, le susurra suavemente al oído: Sí, cariño, estamos bien, aquí está mamá. Olvidé tu guarda en casa, Jackie. No trates de hablar, amor, por favor no grites, cariño, no llores... te puedes ahogar con tu lengua, recuerda, hijo... shhhh... calma, aquí estoy yo... shhhhh.

España María José Mures Salvador Enríquez Eva María Medina

México Raúl Bañuelos Eugenia Colunga Teresa Figueroa Víctor Villarreal Velasco Alejandro Olivo Andrés Guzmán Díaz Ramón Valle Muñoz Luis Rico Chávez Rubén Hernández Hernández Rosa Irma Narváez Nieto Carlos Camacho Sandoval
Plástica Paulina García González Armando Parvool Nuño
Reseñas Verónica de María Snapshot