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Desmitificación de la figura histórica de Cristóbal Colón

Flor Pagán Puerto Rico


El arpa y la sombra es la última novela que escribe Alejo Carpentier, cuyo tema consiste en analizar con profundidad la afirmación y rechazo de la beatificación de Colón; la figura más controvertida, discutida, inventada y mítica de la historia. El primer encuentro del escritor cubano con la imagen del navegante se da en París, mientras realizaba una adaptación radiofónica de El libro de Cristóbal Colón de Claudel, donde confiesa su malestar con esta obra ante la idea de elevar al Almirante genovés al mundo de los santos de la Iglesia Católica.

“Me sentí irritado por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al Descubridor de América. Más tarde me topé con un increíble libro de León Bloy, donde el gran escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de quien comparaba, llanamente, con Moisés y San Pedro. Lo cierto es que dos pontífices del siglo pasado, Pío IX y León XIII, respaldados por 850 obispos, propusieron tres veces la beatificación de Cristóbal Colón a la Sacra Congregación de Ritos; pero ésta, después de un detenido examen del caso, rechazó rotundamente la postulación” (Forgues, 89).

Así nació esta novela cubana como una respuesta al libro de Claudel. La acción en la obra de Alejo comienza en el año 1864, justo en el momento en que el Papa Pío IX está por firmar la propuesta de beatificación de Colón. Una vez firma, la historia da un giro de cuatro siglos hacia atrás, abarcando los siglos XV y XVI, los correspondientes al Descubrimiento de América y a la vida de Cristóbal Colón. Y la narración finaliza en 1892, momento en que finaliza el proceso de beatificación, para luego ser rechazado.

Este estudio comienza analizando las tres partes simbólicas que componen esta novela —el arpa, la mano y la sombra—, las cuales constituyen tres etapas en el proceso de desmitificación de la figura histórica del Descubridor del Nuevo Mundo. Luego se trabaja cómo Carpentier visualiza y cuestiona la historia pasada en su realidad y ficción al servicio de valores externos como los políticos, los religiosos y la ambición de poder y riquezas, en un afán por reconstruir la verdadera historia de América del Sur como un acto emergente y de justicia poética. La historia pasada seguía las ideas de Aristóteles expuestas en su libro La poética con respecto a la manera de contar una historia en la que: “no es oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido” (Forgues, 89). Estas palabras dieron paso a la leyenda, donde la historia se confunde, se mezcla y se justifica con la leyenda haciendo difícil la separación entre una y otra. Es obvio ver que la forma de escribir y describir sucesos históricos en los primeros colonizadores estaba muy lejos de los cantares de gesta españoles como El cantar del Mio Cid, donde se enfatizaba como prioridad el realismo y se rechazaba la ficción y los elementos sobrenaturales, tan del gusto de las gestas francesas e italianas y, luego, de las novelas de caballería españolas. Baste recordar como Cervantes en su Don Quijote parodia la falta de realidad y el abuso del elemento sobrenatural en la narrativa caballeresca. Y muy lejos también de la labor erudita e histórica del rey Alfonso X, el Sabio. Pero es peor aún entender que todavía en el siglo XX existiese historiadores que continuaban en este “imitatio” renacentista y aristotélico. En este punto, la novela de Carpentier coincide de una manera extraordinaria con la historiografía crítica contemporánea sobre el Descubrimiento de América, desde La invención de América (1947) de Edmundo O’Gorman hasta El discurso narrativo de la conquista de América (1983) de Beatriz Pastor, donde éstos coinciden en destacar la urdimbre de la mentira que caracteriza el Descubrimiento, no sujeto a un alto deseo de evangelización cristiana como se ha pretendido ver siempre, sino como una empresa de un hombre, Colón, en su época, en quien las ambiciones personales y sociales, políticas e históricas se articulan asombrosamente, articulación que la historia y la leyenda y hasta la injuria ocultan.

Para Carpentier, “no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval” (Los pasos perdidos, 144). Haciendo hincapié en este punto, el propósito principal de los historiadores, como Colón, con el Nuevo Mundo fue el religioso medieval ya anteriormente expuesto en las guerras de las Cruzadas y en la guerra del Cid en la Reconquista, donde lo sobrenatural adquiere connotaciones tanto míticas como bíblicas. Entonces, las tres partes de la novela siguen el principio de la Santísima Trinidad y del arte cristiano medieval hasta su culminación en Dante con La divina comedia. El arpa, la primera parte, es el instrumento celestial que acompaña en su periplo al jefe de la Iglesia Romana, el Papa Pío IX, en su afán de beatificar a Colón. El laúd de los trovadores se sustituye ahora por un arpa como el instrumento que acompañaba las sagas y los cantares de gesta basados en contar los acontecimientos históricos y las hazañas de los héroes y propulsados hacia la leyenda por la mano de anónimos creadores (los juglares) que representan las facultades creativas. La segunda parte, la mano, es la del ávido navegante genovés que se extiende desmesuradamente para descubrir nuevas tierras que redondean el orbe terráqueo y para otras cosas pertenecientes a sus intereses personales. Y la tercera parte, la sombra, es el umbral del Hades o Infierno dantesco, ante el cual dialogan vivos y muertos para beatificar o no a Colón. Así se tiene el sistema clásico medieval en la novela de Carpentier que se representa en Dante: Cielo (el “arpa” en el Papa Pío IX), Tierra (la “mano” en los historiadores muertos y vivos en el juicio) e infierno (la “sombra” del navegante genovés que, por un lado, no puede llegar al cielo, a la beatificación y, por el otro, el Hades como lugar mítico donde se encuentran las sombras de aquéllos que ya no existen).

Colón, como la Sombra, es la figura histórica no olvidada que cada invocador, sea historiador, artista o literario, revela según su propio acervo de prejuicios, motivos y necesidades individuales. Estas tres partes —arpa, mano y sombra— se reconcilian finalmente en el tiempo histórico de la manera siguiente: “arpa y mano” lo que fue verdaderamente el hombre Colón (su pasado) frente a lo que quiso ser creando una imagen autoelaborada y de proyección mítica ante los demás (su presente), y “sombra” en la figura invisible que quedó, después de muerto (su futuro), que la historia moderna aún cuestiona. El análisis de esta reconciliación se centra en dos partes: la desmitificación y el proceso de beatificación.


Desmitificación de Colón

Para desmitificar a Colón y su empresa, Carpentier no sólo apela a la leyenda, sino que varias veces hace sufrir a la historia ciertas distorsiones destinadas a apoyar la tesis de la impostura o la urdimbre de la mentira. Desde el principio de la confesión del héroe navegante, se insiste en su doble personalidad: “en espera del oidor postrero, somos dos en uno. El yacente, de manos ya puestas en estampa de oración, resignado […] y el otro, el de adentro, que trata de librarse de mí (El arpa, 52). Esta dualidad de persona que, en la hora de la verdad suprema, lo deja solo con su conciencia que “mucho lo acusa y mucho lo absuelve” (54), le lleva a recordar la voz profética que escuchó en un sueño en su cuarto viaje, donde también se vio solo y abandonado. “Oh estulto y tardo en creer y en servir a tu Dios, Dios de todos. Desde que naciste, El tuvo de ti muy grande cargo. No temas, confía: todas tus tribulaciones están escritas en pie mármol y no sin causa” (55). Estas palabras últimas tienen reminiscencias del Cid cuando solo y desterrado por el rey Alfonso VI y sin medios económicos, el arcángel San Gabriel se le presenta en sueños y le augura éxitos y victorias para su vida.

Carpentier se vale del recurso del sueño profético para defender la opinión contraria a la defendida por los panegiristas del Almirante y presentar una clara intención de rebajar al héroe navegante de la alta figura moral que ha construido de sí mismo, a un hombre presa de todos los vicios, un antihéroe medieval. El primer vicio es la lujuria: “Porque, en cuanto a la lujuria, en lujuria viví, hasta que de ella me libraron afanes mayores” (56). El segundo vicio es el consumo desmedido de alcohol, lo cual afecta el uso correcto y despierto de la razón que debe tener una figura heroica. Carpentier se sirve del origen modesto del navegante, hijo de un lanero de Savona que tenía una taberna. Con ello desenmascara su falta de sobriedad, reconocida por sus biógrafos, convirtiéndolo en un borracho. Del alcohol se deriva la lujuria: “Y como el vino enardece la sangre e incita a culposas apetencias, no hubo lupanar mediterráneo que no conociese de mis ardores mozos cuando, para gran pesadumbre de mi padre me dio por irme a la mar […] caté las hembras […] más o menos amulatadas, mixtas de moros mal conversos, cristianos nuevos” (56). De forma humorística se alude a su origen judío y tratos con prostitutas que descubren que es circunscrito: “Calé a las hembras que antes del trato, tañían la sambuca y el pandero; las ‘genovesas’ que, venidas de alguna judería, me hacían un guiño cómplice al tentarme de reojo” (125). Con su origen judío, Colón rompe con la idea del cristiano viejo tan importante para el medioevo como el Renacimiento, otra razón que le impedirá su beatificación por no ser un creyente de Jesús, el Mesías.

Su tercer vicio es su ambición de oro y poder. Alejo utiliza hábilmente este aspecto controvertido del Almirante para rechazar su religiosidad y presentarlo como un hombre ordinario sólo interesado en el oro, cuyas menciones en su diario pasan de doscientas, en comparación al nombre del Señor o el Todopoderoso que sólo aparece unas catorce veces. Este señor “bien pudo ser el de Abraham y Jacob, el que habló a Moisés por voz de zarza ardiente -de un Señor, anterior a su propia Encarnación, con absoluto olvido del Espíritu Santo, más ausente de sus escritos que el nombre de Mahoma” (127). El escritor cubano opera una verdadera falsificación de la historia para defender la tesis de un Colón antihéroe preocupado sólo por los bienes materiales y carente por completo de toda espiritualidad. Lo mismo ocurre cuando el joven genovés pretende llevar el cristianismo a las tierras de Oriente. Carpentier, entonces, sustituye la historia por la leyenda para demostrar que el argumento de Colón de la catequización de los lejanos Cipango (el Japón) y Catay (la China) no fue para el futuro Almirante más que un pretexto para conseguir que los Reyes Católicos le facilitaran la empresa, pues ya sabía de antemano por Juan Monte Corvino que existía la religión cristiana en las tierras del Gran Khan. “embaucador, embaucado, no tendrías más remedio que izar nuevamente las velas, orzar de regreso, e irte al carajo, con Niña, Pinta y Santa María y todo, a morirte de vergüenza a los pies de tu dueña de las Altas Torres” (126).

Para que sea creíble su experiencia como un gran Almirante de los mares, Colón se mitifica a sí mismo, enaltece su figura como las gestas lo hacen con sus héroes. Alejo le reprocha el haberse inventado una mitología para olvidar su origen plebeyo en la “taverna de Savona”, donde se inventa a “un tío Almirante” y se hace “estudiante graduado de la Universidad de Pavía” sin haber pisado nunca sus claustros “en su jodida existencia”, y se hace “amigo —sin haberle visto la cara— del rey Renato de Anjou, además de presentarse como “piloto distinguido de Coulon el Mozo” (85). Carpentier realiza una amalgama histórica entre lo dicho por el propio Colón en su diario y lo escrito por los biógrafos. La enigmática frase de Colón de que no fue el único almirante en su familia, los historiadores aún no la han podido dilucidar. Tampoco fue él quien pretendió haber estudiado en la Universidad de Pavía, sino su hijo y biógrafo Fernando Colón quien inventó la imagen de un Colón universitario. En cuanto al rey René d’Anjou, Salvador de Madariaga en su libro Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón afirma que la mayoría de los historiadores admiten que, por los años 1472-1473, Colón era corsario de este rey y que en 1476 tomó parte en la batalla del cabo San Vicente estando aliado con los franceses mandados por el Almirante Casenove Coullon.

¿Y sobre el amor? En cuanto amores se habla de tres mujeres en la novela. El primer amor de Colón es Felipa Muñiz, una viuda con la que se casó, porque “estaba emparentada con los Braganzas, y ésta era puerta abierta […] para entrar en la corte de Portugal” (El arpa, 80). El historiógrafo Jacob Wassermann dice que ella era “una noble portuguesa de belleza excepcional” (24) y, aunque no la relaciona con la familia real, piensa que “es probable que su mujer lo pusiera en contacto con personas de la corte” (27). Por un lado, Alejo presenta como un hecho lo que Wassermann sólo conjetura y, por el otro, combina esta idea con de un matrimonio por interés, a la que agrega el detalle de la belleza de Felipa, un detalle novelesco imprescindible. Para la época este tipo de matrimonio era visto con muy buenos ojos, pues ayudaría a Colón a subir en la jerarquía social, y si ella es bella es un matrimonio perfecto.

Su segundo amor es la reina Isabel, uno de los elementos más importante del mito de Colón. Carpentier convierte al Almirante en amante de la reina y le da una interpretación materialista a la asociación “providencial” del gran hombre y la soberana. El sacerdote catalán, Jacinto Verdaguer, en el canto final de su poema La Atlántida cuenta una leyenda sobre la reina, donde ella le dice al rey Fernando que una paloma le ha quitado su anillo de prometida y que ella dejará caer el mismo, en señal de nupcias, sobre las islas del poniente (el Oriente) (Speratti, 52). Explica Speratti que el símbolo del anillo que se entrega o extravía es evidentemente sexual e indica comisión de adulterio o pérdida de la virginidad (52). También existe una comedia (muy poco conocida) escrita por Kurt Tucholsly y Walter Hassenclever, en la que el genovés se gana en el lecho el apoyo y la influencia de la reina, además de mencionar que eran amantes, pero esto no se muestra en escena (Barrientos, 52). Sin embargo, Carpentier presenta de manera convincente sus relaciones. Retrata a la reina como una mujer atractiva que se encontraba más o menos abandonada, pues el rey Fernando le era infiel hasta con las mozas de servicio. Por otra parte, muestra a un rey sin carácter, que no hacía nada importante sin el consentimiento de ella que era quien gobernaba de verdad: “todos temblaban ante las de quien se tenía, en todo el reino, por persona de cuerpo más entero, ingenio más despierto y de más grande corazón y sapiencia” (89). Al Carpentier afirmar que Colón y la reina eran amantes, cada uno reconoce el verdadero tamaño del otro, dos figuras movidas por la ambición de poder y riquezas y ambos quedan desnudos en una simple humanidad donde no hay cabida al heroísmo.

El tercer amor de Colón es Beatriz, a quien Alejo describe irónicamente con un verso de García Lorca del Romancero gitano, para aludir a la falta de honor y de respeto que muestra Colón por las mujeres, pues sólo las usa, ya sea para subir socialmente o para intereses sexuales: “habiendo de confesar, además, que cuando yo me la llevé al río por vez primera, fácil fue darme cuenta de que, antes que yo, había tenido marido. Lo cual no me impidió, por cierto, recorrer el mejor de los caminos, en potra de nácar, sin bridas y sin estribos” (84). Así que el Almirante no se casó con Beatriz, “puesto que quien ahora duerme conmigo no estaba emparentada con Braganzas ni Medinacelis” (84). Beatriz no estaba a la altura de las ambiciones del genovés y, sin embargo, fue con ella con quien tuvo un hijo, Fernando. La manera en que Alejo maneja el texto de uno de los más conocidos romances de García Lorca es para rebajar la imagen heroica de Colón y presentarlo como un hombre común.

Una vez desmitificada la personalidad de Colón como la de un hombre cuyo único heroísmo es su ordinaria humanidad (embustero, vicioso y ambicioso), Carpentier procura desmitificar su empresa. Defiende el punto que el descubrimiento del genovés no descansa en ninguna base o cálculos científicos, como lo han pretendido los historiadores, sino en la saga de los “normans” que Maestre Jacobo, el avisado judío, le ha contado a Colón sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo o de una tierra que se sitúa más allá de Thule, Islandia. Ante esta revelación, el genovés tendrá la intuición o la confirmación de haber sido elegido por el Señor para cumplir una misión providencial y, para ello, traduce unos versos de la Medea de Séneca, premonitorios de la grandeza de su propio destino. “Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una gran tierra, un nuevo marino como aquel que fue guía de Jasón, que hubo nombre de Tiphi, descubrirá nuevo mundo, y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras” (73). El escritor cubano utiliza la leyenda como punto de partida de la empresa del descubridor, nos da una explicación materialista de los hechos y hace verosímil la tesis más atrevida de su novela, la tesis nórdica. “Sé a ciencia cierta que hay grande poblada y rica tierra al Oeste; sé que navegando hacia el Oeste iría a lo seguro […] por lo sabido en la Tierra del Hielo, quedaría muy menguado el mérito de mi empresa […] y me birlara la gloria de Descubridor que tengo en mayor precio que cualquier otra honra” (84-85). Sin embargo, su empresa queda desprestigiada, pues su expedición no está compuesta por héroes, sino por condenados de la ley del más bajo estrato social. “Pero la marinería era mala. Más cristianos de muy reciente bautizo, granujas huidos de la justicia, circuncisos amenazados de expulsión, pícaros y aventureros […] bogaban en estas aguas” (96-97).

El almirante Colón no era buen navegante, una gran ironía. Carpentier expone que ya en su primer viaje algunos marineros propalaron que el genovés no sabía valerse del astrolabio y que de nada le servía el mapa de Toscanelli que llevaba consigo porque “era incapaz de entender” […] las matemáticas” (99) y no podía leerlo. Los hombres de ese viaje incluso reconocen que en el viaje de regreso estuvieron a punto de naufragar durante una tormenta, porque el Almirante “había olvidado lastrar las naves de modo conveniente” (100) y, sobretodo, confundió las millas árabes de Alfragán con las millas italianas. Una vez más, Carpentier sólo quiere mostrar a Colón como un hombre de carne y hueso y rebajarlo al describir que el Almirante no sabe nada del arte de navegar.

Dentro de esta desmitificación de la empresa de Colón, Alejo menciona una parte muy importante atribuida a la esclavización de los indios en la que el genovés, en un momento, quiso cristianizarlos conforme a la orden de los Reyes Católicos (Fernando e Isabel), pero luego, a pesar de la oposición de los soberanos, los convierte en medio de substitución del oro: “Ya que no doy con el oro, pienso yo, puede el oro ser substituido por la irremplazable energía de la carne humana, fuerza de trabajo que sobrevalora en aquello mismo que produce, dando mejores beneficios, en fin de cuentas el metal engañoso que te entra por una mano y te sale por la otra” (145). En fin, para Carpentier, la vida de Colón es un largo encadenamiento de malas acciones y de actitudes culpables. El Almirante no es un héroe, sino un ser muy humano que encarna todas las características del hombre común y corriente del medioevo: lujuria, envidia, orgullo y deseos de poder. En eso está su santidad, en ser del reino de este mundo. No hay diferencias entre Colón y la marinería delincuente que viajaba con él. “Y en lo que se refiere a mi conciencia, a la imagen que de mí se yergue ahora […] al pie de esta cama, fui el Descubridor descubierto-descubierto, puesto en descubierto, pues en descubierto me pusieron mis relaciones y cartas ante mis regios amos; en descubierto ante Dios, al recibir los feos negocios que atropellando la teología, propuse a Sus Altezas; en descubierto ante mis hombres que me fueron perdiendo el respeto de día a día” (163).

El juicio de la Historia en la novela de Carpentier en el proceso de beatificación de Colón será terrible y sin apelación contra el hombre que interrumpió brutalmente su curso llevando a un pueblo libre y feliz, orgulloso y generoso; a la servidumbre y el sufrimiento, la humillación y las lágrimas. Alejo lo despoja por completo de la mentira de su divinidad, la manera en que los colonizadores se enaltecían con la vieja teoría medieval, ya ejercida con moros y judíos, de la superioridad del hombre blanco europeo: “allí donde se te vio llegar como venido del cielo —y así lo dijiste a los reyes […] porque tus manos están tintas de sangre” (165-166). Augusto Monterroso toca este tema en su cuento “Eclipse”, donde Fray Bartolomé para salvarse de una muerte segura como sacrificio por parte de los indios mayas a sus divinidades, le dice que si lo matan él hará que el sol se oscurezca, como si fuera un dios. A través de la desmitificación del Descubridor, Carpentier denuncia la falsificación de la historia americana impuesta por la conquista y la colonización y perpetuada por el romanticismo criollo. Invierte el mito, Colón no venía del cielo, sino de la tierra, porque para Carpentier todo es tierra en el navegante.


El proceso de beatificación

El proceso de beatificación, en presencia del fantasma de Colón invisible, da lugar, tras una lucha severa entre la verdad y la mentira, al rechazo de ésta, de la cual el Gran Almirante de la mar Oceána es el protagonista ausente/presente; cuyos huesos, como bien lo define Menéndez Pidal “son los más trajinados, trasegados, revueltos, contravertidos, viajados, discutidos de la historia de la humanidad” (Menéndez Pidal, 113). La vida de Colón como santo o de los milagros que operó, descritos por el historiador Roselly de Lorgues y defendidos por León Bloy y el Postulador José Baldi, se verán contrarrestados por el juicio de la Historia que se expresa en su largo desarrollo temporal, por boca de Víctor Hugo, Julio Verne, Bartolomé de Las Casas y Alfonso Lamartine. La primera culpabilidad de Colón radica, precisamente, en el tráfico infame de los indios a quienes acusó de canibalismo y consideró seres inferiores. La intervención de Las Casas en la novela es la que más lo perjudica, intervención que consiste en la interpretación y manipulación de los hechos históricos bajo tres argumentos. La primera defensa de Las Casas consiste en devolverle a los indios su dignidad humana: “Para empezar, diré que los indios pertenecen a una raza superior, en belleza e inteligencia e ingenio […] Cumplen satisfactoriamente con las seis condiciones esenciales, exigidas por Aristóteles, para formar una república perfecta que se baste a sí misma” (165). A lo que el Invisible Colón gime: “Me jodí. Ahora sí que me jodí” (186). En el segundo argumento Las Casas expone su tesis sobre el supuesto “canibalismo” que les atribuyó Colón a los indios para así rebajar su dignidad hasta animalizarlos. “No en todas partes, aunque es cierto que, en Méjico, sí se dan casos, pero es más por su religión que por otra causa. Por lo demás, Heródoto, Pomponio Mela y hasta San Jerónimo nos dicen que había también antropófagos entre los escitas, masagetas y escotos” (186). Baste mirar la historia occidental para ver que desde la mitología hasta la realidad del acontecer histórico, el canibalismo ha sido una práctica común en el hombre y, por lo general, se define por motivos religiosos. Y en el tercero, Las Casas presenta la prueba de que la misma Reina le prohibió a Colón el trato de esclavos indios por ir en contra de los preceptos cristianos de la libertad humana y del libre albedrío tan debatidos en la historia de la Contrarreforma de la Iglesia Católica contra la Reforma luterana.

La segunda culpabilidad de Colón para negarle la beatificación es su amancebamiento con Beatriz y con que tiene un hijo, Fernando. El Invisible quiere justificarse con la Historia para decir que lo suyo era un amor de héroe caballeresco, confundiéndola con la Beatriz de Dante. Su respuesta es una parodia de la nobleza moral del protagonista de la novela de caballería y de las gestas (como por ejemplo el Cid) y también parodia el amor cortés medieval, para expresar que su amor no era para nada casto y puro.

Una vez expuestas las dos grandes culpas de Colón que degradan su persona y su empresa y le niega la santidad, se cierra el caso. Todos los muertos se esfuman en el aire y el Invisible en su sombra sale y se encuentra con otro Almirante de la historia, Andrea Doria. El único consuelo que le queda a Colón-sombra es que se harán muchas estatuas suyas por todas partes, pero ninguna se parecerá a él, porque “por el empeño de hacerme demasiado grande, rebajaron mi talla de Gran Almirante” (187) y “porque salido del misterio volví al misterio sin dejar huella pintada o dibujada de mi humana figura” (202).

Colón sale de la historia para entrar otra vez en el mito, en la ficción. La identificación plena del navegante genovés como sucesor de Tifis, timonel de los argonautas de la Medea de Séneca, (auténtico leit motiv de la novela), irá cobrando mayor peso y elevará el fracaso final del Almirante a la categoría de parábola mitológica. Luego del diálogo con Andrea Doria, Colón recuerda a Séneca, cuya Medea fuese durante largo tiempo su libro de cabecera, identificándose él mismo con Tifis, timonel de los argonautas, en las estrofas que ahora toman un sentido premonitorio: “Hoy, vencidas las aguas, sometidas a ley de todos / el esquife más endeble puede transponer sus horizontes / y fueron rotos los linderos conocidos / y las murallas de nuevas ciudades son edificadas / sobre tierras recién descubiertas. / Nada ha quedado como antes / en un universo accesible en su totalidad” (205). Después de la gran hazaña de haber revelado la existencia de un Nuevo Mundo a los ojos atónitos del Viejo, vinieron el desengaño y la derrota como consecuencia, en definitiva, de la propia hazaña que superó con creces a su protagonista genovés. El destino final de Colón aparece también anunciado en los versos premonitorios de Séneca: “Tifis, que había domado las ondas / tuvo que entregar el gobernalle a un piloto de menos experiencia / que, lejos de los predios paternos, / no recibiendo sino una humildad de sepultura / bajó al reino de las sombras oscuras” (203-204). Y así Colón regresa al mundo de los muertos, de las sombras del mito de Hades que recrea Dante en su Divina comedia. Regresa al reino de este mundo de Carpentier, porque es imposible que un marinero sea santo quedando “el hombre condenado a ser un hombre como los demás” (203). En este regreso la grandeza, la heroicidad, la valentía y las acciones de su gran empresa quedan despojadas de toda santidad y enjuiciadas y reducidas a la tierra, a las de simplemente un hombre común y corriente como los demás que, aunque realizó una gran hazaña, el Descubrimiento de América, no es un héroe de gesta ni mucho menos un santo. La grandiosidad de su protagonismo se reduce a la ficción del mito y la leyenda con la que la historia acostumbra a justificar algunos hechos históricos con el afán de enaltecerlos, según los motivos de peso.

En este punto se encuentra la gran problemática, hasta dónde es la historia ficción y viceversa, resultando difícil separar una de la otra. Esto lleva a Carpentier a su tesis de una revalorización de la historia de latinoamericana tan tergiversada por las imposiciones del Descubrimiento y la Conquista, y así reencontrar y reescribir la verdadera historia, pero con un sentido universal, tarea que tan bien han realizado Augusto Monterroso como los escritores del “boom” literario. La revaloración de los conceptos historia y ficción es patente no sólo en El arpa y la sombra, sino en toda la obra de Carpentier. El mismo escritor al definir la novela y la historia en su libro La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos, dice lo siguiente: “Nunca he podido establecer distingos muy válidos entre la condición del cronista y la del novelista. Al comienzo de la novela, tal como hoy la entendemos, se encuentra la crónica” (23). Para Carpentier, la literatura o ficción se nutre de la historia y la historia, a su vez, de la leyenda, la cual es ficción, en donde el tiempo toma un valor indiscutible. El unir el pasado con el presente y el presente con el pasado tiene su propósito para el autor cubano: “No existe la modernidad en el sentido que se le otorga, el hombre es a veces el mismo en diferentes edades y situarlo en su pasado puede ser también situarlo en su presente” (Márquez Rodríguez, 161). Para Alejo, el término “modernidad” en un sentido de progresión, de unidad, de propósito, de transcendentalismo, no existe. El hombre es igual en el pasado, en el presente, como lo será en el futuro. Hay una permanencia inalterable por el tiempo histórico en todo ser humano. Por eso, para Carpentier, el paso de la historia es un cambio superficial de cosas, de costumbres, de vestimentas, de edificaciones en la vida del hombre que, a pesar de esos cambios, continúa su movimiento por los mismos deseos y necesidades de todos los hombres en todos los tiempos. Es por eso que, se concluye que la grandiosidad de la empresa del Almirante, en su mentira y verdad, sólo se explica desde el reino de este mundo, la tierra, y nunca bajo la heroicidad de las gestas ni la heroicidad de las hagiografías que sería el cielo para Carpentier.


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Carlos Javier Jarquín Costa Rica


Jumb18

Ave equivocada

José Ángel Lizardo


Jumb19

Una lisiada escribe

Margarita Hernández Contreras