Cuando la desnudez alcanza su fatiga
y al temblor de la noche
le es irrelevante la oscuridad,
en el preciso momento en que la boca,
sin emitir sonido, llena el otro cuerpo,
el otro nombre (la otra cúspide alada)
y lo apalabra desde el delirio,
con su maremoto de luz, con su vocal perdida,
impronunciable, pero persistente para ser lluvia...
cuando has llevado tu pudor a la orilla del mar,
desatando los nudos del alma,
derramando tu aliento,
abismándote incorpórea, pero llena de latidos
para visitar madrigueras desconocidas,
entonces sabrás que lo habitaste.
Como cuando la luna seduce al sol
y lo lleva a su última morada para sorber su luz…
como quien detrás del silencio
reparte los minutos y las horas en un cuarto oscuro
para hacerle el amor al tiempo
o como cuando inducida por los duendes…
el alma vuela impetuosa
y termina secuestrada en un poema ajeno:
así.
Sol de otoño, sol del sur,
aire tibio descosiendo lluvias de la primavera,
ocupando, sin tregua, cada domingo azul
para ser cuerpo cerrado que palpita en la madera.
Hambre de luz en mi mar abierto,
maremoto del alma que el tiempo asedia
abriendo caminos entre las sombras,
y entre las rosas abriendo su estela.
Huele a mar y sales, hambre de ti,
y el silencio inasible te nombra
y el universo se escapa por tu piel
y los lunares se escapan por mi boca.
Sol otoñal e irreverente del sur,
que enciendes imprudente mis laderas,
que enjugas de mis labios el néctar y la miel
y filtras de la noche todas las estrellas;
derrámate impaciente de crepúsculos
y álzate soberano en esta tierra,
y culmina tu danza hasta llegar a mi puerto
y deja en el amanecer que las horas se pierdan.
Debajo de mis ojos hay un puente
y dentro un abismo ilusionado,
un imán sin freno, un enigma
sediento de lluvia, desbocado.
Y es que la mirada viaja absorta
como las palabras en el tiempo,
que sin prisa vagan solas,
aunque nadie perciba su vuelo.
Y es que los ojos son una bahía
tendidos de noche en el firmamento,
una gran costa, un litoral,
un puerto con buques negros.
