La culpa no era exactamente de ellos
sino de otros más duros y siniestros
Mi relación con la educación es contradictoria. Por una parte, ha sido prácticamente mi estilo de vida, ha definido mi carácter y orientado el rumbo de mi existencia. Como profesor universitario, mi categoría académica (con el sueldo correspondiente) me ha proporcionado una vida decorosa.
Esta circunstancia me permite valorar la nobleza de la labor que desempeño, y me motiva a esforzarme en la medida de mis posibilidades para desarrollar mi trabajo con dedicación, responsabilidad y entusiasmo.
El hecho de encaminar mis afanes al crecimiento de mis pupilos, y la inevitabilidad de relacionarme con mis pares —incluido todo el personal universitario—, me inclinan a moderar mi carácter, a esforzarme por cultivar la tolerancia y aceptar las diferencias para mantener sanas relaciones con todas las personas con las que convivo de manera cotidiana.
Mi perspectiva educativa pone en primer lugar, por tanto, las relaciones interpersonales. Estoy a favor de una educación de carácter humano, basada en la solución pacífica y razonada de los conflictos cuando estos se presentan de manera inevitable.
Desde mi perspectiva, la escuela debería esforzarse, en la práctica y de manera efectiva (no como simple discurso), en educar para la libertad, en inculcar en la mente y el corazón de los estudiantes la máxima socrática de “conócete a ti mismo”, la cristiana del amor al prójimo y a uno mismo y la de las filosofías orientales del respeto por la naturaleza. Una educación en la que los conceptos y los conocimientos se asimilen en función de su operatividad en la mejora de las condiciones de vida de todos los individuos, y no sólo a favor de unos cuantos.
Estas cuestiones, por demás esquemáticas y generales, se pueden particularizar y encaminarse hacia acciones concretas a través del diálogo y la discusión, privilegiando el cultivo del amor por la lectura, el conocimiento, y el fomento de las manifestaciones artísticas y de todo aquello que engrandezca el espíritu de las personas.
En esencia, y como es fácil colegir, todo lo anterior representa el trasfondo que define mis afanes como empleado universitario y como docente en el salón de clases. Los planes de estudio, los contenidos programáticos, los conceptos y las actividades de los lineamientos oficiales los acato rigiéndome a partir de estos principios.
Pero hay una terca realidad, insoslayable, y es aquella en la que se inserta el modelo educativo definido por nuestras autoridades. Trabajar en este contexto nos obliga a plantearnos una serie de interrogantes: ¿en qué momento perdimos a los estudiantes? ¿Cuándo abandonaron su capacidad de asombro? ¿Su curiosidad? ¿Su inclinación por el juego? ¿En qué momento se apagó su imaginación? ¿Dónde quedaron sus ganas de conocer y explorar el mundo y sus maravillas? ¿En qué momento los padres y los profesores dejamos de guiarlos por esos senderos? ¿Cuándo les clausuramos el acceso a esas rutas ignotas?
A partir de tales cuestionamientos es que afirmo que mi relación con la educación es contradictoria. Por más que simpatice con las propuestas del actual gobierno no puedo cegarme a la evidencia de que aún hay millones que se resisten al cambio, que permanecen anclados en las inercias del pasado, que los intereses creados a lo largo de siglos impiden una verdadera transformación.
Por si fuera poco, nuestra nación no puede sustraerse al contexto internacional que define las relaciones económicas, políticas y sociales que gobiernan en todos los ámbitos. Incluida la educación, por supuesto.
Ni la generosidad ni el interés del bien común orientan el comportamiento de las personas. Por todos los medios posibles nos presentan el éxito como la máxima aspiración de la existencia, la ganancia desmedida, el enriquecimiento monetario como estrategias para el logro de las metas personales, por demás mezquinas y egoístas.
Destruyen nuestra personalidad, anulan nuestra individualidad, nos vuelven autómatas, consumidores compulsivos, caminantes por rutas que conducen al vacío. La vida se convierte en un campo de batalla donde triunfa quien demuestra menos escrúpulos, quien es capaz de pasar por encima de sus semejantes sin importarle el daño que ocasiona.
En pocas palabras ese es el contexto en el que se desarrolla la educación del siglo XXI. Naturalmente, mi perspectiva va en contra de esta educación que, en la práctica, pone el énfasis en lo material, que no considera el lado emocional, que lo ve todo en función del logro individual, del dato que engrosa las estadísticas y pretende justificar este estilo de vida sin sentido.
Innumerables son las aristas que conducen a este callejón sin salida. Y mientras todos los involucrados (estudiantes, padres de familia, docentes, directivos, autoridades, sociedad civil) mantengamos esta actitud de indolencia, cualquier intento de transformación resultará imposible. ¿Qué puedo hacer yo, un modesto profesor de bachillerato? ¿Qué impacto tendrán mis esfuerzos? No lo sé, pero de cualquier manera no cejaré en mi empeño de cumplir con mis responsabilidades. Llámenme ingenuo, pero seguiré en mi afán de educar con valores humanos, apegado a los principios expuestos en esta breve nota.