El aire huele a pino, musgo y ponche. A lo lejos se escuchan los villancicos. Las calles son un mar de gente. Cuidas tus bolsas, mochilas, monederos y todo lo de valor por aquello de que algún granuja poseído por el espíritu de la Navidad las tome sin tu consentimiento. Y entre la multitud se abre paso la personificación del Espíritu de la Navidad: en lugar de aretes usa esferas; como bufanda, una escarcha; con su suéter de reno con luces y, la cereza del pastel, su diadema de cuernos de reno. Ha esperado todo el año para este mes, puliendo los últimos detalles para su show de Navidad, haciendo sus últimas compras.
Desde su aspecto hasta su nombre gritaban: “¡La Navidad está aquí!” Estrella, durante todo este mes, obligaba a su familia a llamarla Estrella de la Navidad, someterse a sus órdenes acatándolas con una sonrisa, porque es una temporada de amor y armonía. Años atrás había forzado a su padre a construirle un escenario para sus shows, en los que fungía como maestra de ceremonias y como la estrella de las obras que representaban. Pobre del infeliz que no estuviera de acuerdo con ella en la selección de villancicos, obra que se iba a presentar, la cena que se iba a servir o la ropa que iban a usar. Era un ser tiránico al que todos desconocían durante esas fechas. Fuera por amor o por miedo, todos la complacían.
Ese año sus actores sufrieron más la presión de su directora. Si alguien se equivocaba lanzaba una mirada fulminante que les helaba los cuerpos más que los fríos vientos de diciembre. Quería que todo fuera perfecto. Tal vez si la Estrella de la Navidad no hubiese sido tan dura ese año su obra hubiera sido perfecta.
La fecha por fin llegó. A las 8:00 A. M. todos debían estar despiertos. Su madre la ayudaba a limpiar, su hermana planchaba los vestuarios, su padre y ella iban al mercado a comprar todo lo necesario para el banquete de la noche. Cuando volvía, madre y hermana habían completado sus tareas, así que les permitía asearse para después ponerlas de pinches. Cada año era una oportunidad para superar la Navidad pasada: los vestuarios eran cada vez más elaborados, los platillos y postres más extravagantes y complicados, con ingredientes casi imposibles de conseguir. La tarde transcurrió sin ningún percance, la cena estuvo a tiempo. Puso su disco de villancicos interpretado por artistas de los ochenta, mientras esperaban al resto de su familia, que era el complemento del elenco para su festival navideño. Les permitía tener una pequeña convivencia antes de la cena. Hasta sus perros, disfrazados de reno, le temían, o los villancicos les resultaban tan agradables que no se atrevían a interrumpir esa armonía con sus ladridos.
Finalmente se sentaban a la mesa, comían el manjar que habían preparado durante todo el día. Abría la mesa de postres y les ofrecía ponche para poder disfrutar la función.
Ese año presentarían Cuento de Navidad y La niña de los fósforos. Primera obra, todo iba de acuerdo con el plan, hasta que la narradora cambió abruptamente el nombre del Señor Scrooge por Señor Escroto; la Estrella de la Navidad irradió un fulgor más intenso que nunca, a tono con el color rojo del vestido, no sabemos si por la ira que la invadió o el pudor. La narradora no encontraba lugar para ocultarse y fue víctima de un ataque de risa, que contagió a todos en la sala, rompiendo el ambiente de tensión que se había creado; sin embargo, la Estrella de la Navidad le arrebató de las manos el libro, la mandó sentar y continúo con la historia a partir de ese punto; todos los actores no fueron capaces de actuar con seriedad, un poco de risa de nervios o una risa de burla ante esa tirana que comenzaba a perder el control. Terminaron y se prepararon para la siguiente obra. Todos reían de vez en vez, pero nadie se atrevía a hacer ningún comentario respecto al incidente.
En La niña de los fósforos la narradora había sido despedida, y el camarógrafo tuvo que fungir como narrador también. Ay, pobre de la Estrella, lo que le esperaba. La protagonista no pudo encender los fósforos, y cuando lo logró se quemó los dedos y dejó caer el fósforo sobre su falda (pierdan cuidado, ella está bien); más le hubiera valido quemarse un poco y tal vez el corazón de la Estrella se hubiera conmovido y no le hubiera puesto tremenda regañada a la pequeña que terminó llorando. La encargada de sonido y efectos especiales también fracasó en el cumplimiento de su tarea; debía poner el sonido del galope de los caballos, pero se emocionó tanto que no los quitó a tiempo; la Estrella tuvo que gritarle para que se callara ya con eso; sus primos se habían comido el banquete para la escenografía de la obra, así que tuvieron que conformarse con unos cheetos y coca-cola en lugar de vino. Todos comenzaron a reír, terminaron como pudieron la obra para darle gusto a la Estrella, tirada en el sillón frustrada, roja y con ganas de llorar. Trataron de animarla diciéndole que había sido de sus mejores navidades, que de no ser por tanta presión no hubieran fallado, no se hubieran equivocado y no hubieran reído tanto. Se animó un poco y aceptó los aplausos del público. Dio lugar al brindis y a las doce en punto abrieron sus regalos. Cuando terminaron, anunció su dimisión para organizar las próximas navidades de su familia.
—María, se le solicita en el área de panadería. María, al área de panadería.
Se interrumpieron abruptamente los villancicos que sonaban por todo el supermercado. Cuando cesó la voz en el altavoz, se volvieron a escuchar.
Last christmas I gave you my heart / But the very next day you gave it away…
Mis padres se volvían locos (sólo un poco) en estas fechas. Yo quería ir a la juguetería. Y tener mi Barbie sirena.
—Lo siento, nena, no hay sirena —sentenció mi padre. Escapé de su custodia, corriendo como animal desbocado. Llegué a la zona de juguetería y tomé mi Barbie sirena. —La sirena no, nena —dijo mi padre cuando me miró.
Abrazaba con fuerza la Barbie contra mi pecho. Seguimos las compras hasta llegar a las cajas. Pagaron y nos marchamos.
—¿Dónde nos estacionamos? —preguntó mi padre dirigiéndose a mi madre. Nos acercamos al auto, acomodaron las bolsas y emprendimos el camino a casa.
—No, nena, la sirena no. Ay, qué pena, ¿pagaste? —interrogó mi padre mirando a mi madre.
—No, creí que tú lo habías hecho —respondió ella entre risas, y es que, con las prisas, nadie lo notó. Yo no hurto, fue una vez, lo juro. Pero esa navidad fue “sí, nena, la sirena sí”.
Flor Pagán Puerto Rico
Paulina García González
Poleth Rodríguez Luna
Margarita Hernández Contreras
Rossi Er Colombia
Julio Alberto Valtierra
Yordan Arroyo Costa Rica