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Las Mitras desde la nostalgia

Cris Villarreal Navarro


Primeramente, agradezco a Raúl la invitación a participar en este acto que es la culminación de uno de sus más acariciados proyectos literarios. Una latente iniciativa que encierra nada menos que la recuperación de una época que se gestó en esta querida colonia que en esta noche nos alberga y en la que muchos, si no todos, de los aquí presentes tuvimos la suerte de vivir.

Como dice en la invitación, a mí me tocó hablar sobre Las Mitras desde la nostalgia, según mis vivencias personales. A finales de los cuarenta, principios de los cincuenta, la vida en estos parajes urbanos era bastante distinta. Monterrey estaba perdiendo su imagen de ciudad provinciana y esta colonia se convirtió en el prototipo de su temprano cosmopolitismo. Las Mitras era el sueño residencial de todo regiomontano de mediados del siglo XX.

Sus nuevos modelos arquitectónicos con jardines exteriores y espacios laterales eran completamente distintos a la imagen de las tradicionales casas de altas rejas afiligranadas con jardín central interior del centro de la ciudad que solían compartir sus paredes limítrofes con las de sus vecinos. Si Mérida tiene su Paseo de Montejo, Las Mitras tenía su avenida Simón Bolívar, cuyas residencias de avanzado diseño arquitectónico, muchas de ellas de estilo Art Deco, eran una fiesta para los ojos. Las fachadas de las casas de Las Mitras exudaban modernismo, atraían las miradas de los paseantes dominicales que en sus autos pasaban lentamente frente a los nuevos chalets con cochera simple o doble al frente que abundaban en la zona.

Raúl

Cartel promocional para la presentación del libro Las Mitras antes del caos.

En los albores de la proliferación de viviendas en esta área aún había muchos terrenos baldíos, mismos que se convertían en emocionantes campos de exploración para los pequeños pioneros residentes entre los que me incluyo. Mis primos y yo solíamos encontrar en esos lotes vacíos de escarpados breñales toda clase de sorpresas, desde tlacuaches hasta camaleones.

La ubicación de Las Mitras en los suburbios de la ciudad seguía el modelo urbanístico del primer mundo. Su plano original se concentraba mayormente en el área que ahora se conoce como Mitras Centro y Mitras Sur. El tráfico en sus calles era bastante razonable de acuerdo con la incipiente población que se avecindaba en la nueva colonia. Mitras Norte, Villa Mitras aún estaban en los proyectos de algunas oficinas de arquitectos y en las noches, cuando los vecinos se sentaban en las mecedoras y muebles del porche o de las terrazas a tomar el fresco y a platicar los devenires del día, era común alcanzar a ver a la distancia las luces del penal de Topo Chico.

Si bien el asentamiento poblacional original de la colonia empieza a principios de los cuarenta, una fuerte etapa de su crecimiento se da en los cincuenta. Momento que coincide con la llegada de la televisión a Monterrey en septiembre de 1955. Las calles recién pavimentadas, las luminarias en las esquinas, los cuidados jardines que engarzaban las nuevas residencias, la limpia y bien trazada colonia no pedía nada a los paisajes de vecindarios americanos que veíamos en programas como 77 Sunset Strip, Dr. Kildare, Perry Mason, el Show de Donna Reed, Papá lo sabe todo, el Show de Patty Duke, Mr. Novak, Peyton Place, etc.

La fundación de esta colonia coincidió con una fase de nuestra historia regional en que se dio una nutrida inmigración de familias de diversos municipios de nuestro estado a su capital. Muchas familias de estados vecinos como Coahuila y Tamaulipas siguieron esa tendencia. Algunos miembros de mi generación literaria llegamos a Monterrey en esa época: Guillermo Meléndez y Genaro Saúl Reyes de Galeana, Minerva Margarita Villarreal de Montemorelos, Carlos Torres de Linares, yo de Anáhuac y así otros tantos. Quienes en esos municipios tenían algún capital, producto del comercio, la agricultura o de la ganadería, llegaban a Monterrey para que sus hijos tuvieran una buena educación y para instalarse: nada mejor que un prometedor fraccionamiento como esta naciente colonia.

Sin Facebook, Twitter o Instagram, misteriosamente las fuerzas aliadas del universo conspiraban para que la mayoría, si no todos, los vecinos de la cuadra nos conociéramos y amablemente nos saludáramos. Sabíamos quiénes eran los moradores de cada casa y cuáles eran las ocupaciones de los jefes de familia. Los encuentros casuales en el supermercado o en el parque de Las Mitras mientras los menores nos enseñábamos a andar en bicicleta siempre daban margen a que los vecinos mantuvieran una charla espontánea y respetuosa sobre las últimas noticias de los miembros de cada familia.

Casi todos los niños y adolescentes de la cuadra íbamos a los mismos colegios y teníamos las mismas rutinas. Los horarios escolares eran de mañana y tarde. Nos transportaban los camiones escolares que pasaban en la mañana por nosotros, nos traían a comer a casa y de nuevo por la tarde nos llevaban al colegio. No existía el concepto de comida rápida, los McDonald’s, Mr. Gatti’s o el Kentucky Fried Chicken aún no nos habían invadido, la vida transcurría con mayor lentitud y las instituciones educativas privilegiaban el tiempo para la convivencia familiar. La mayoría de los muchachos asistían al Franco o al Regio, las chicas al Mexicano, al Excélsior. Los agnósticos iban a la escuela primaria que el Club de Leones tiene por la calle Hermosillo, a las secundarias de colonias vecinas o a la Preparatoria 2 de la entonces UNL.

Como los colegios religiosos no eran mixtos, y los padres de familia solían ser bastante autoritarios con las hijas adolescentes en eso de los permisos a salir, las únicas oportunidades que los muchachos y muchachas teníamos de vernos era en las fotos de los anuarios de los colegios, a través de las ventanillas de los transportes escolares durante sus trayectos viendo al azar a los grupos de muchachos que estaban reunidos en lugares como la esquina de la tienda Treviño o en la banqueta de la farmacia La Victoria. También solíamos encontrarnos en las kermeses que organizaban dichas instituciones educativas o la iglesia del Refugio.

Con una televisión que aún no adquiría la penetración avasallante posterior, sin laptops, iphones, ipads y sin videojuegos alienantes, las diversiones infantiles eran al aire libre, bastante sanas: por las tardes noches, después de haber hecho la tarea, sin la menor sombra de un temor a alguna clase de inseguridad, los niños del barrio armábamos un tremendo bullicio, en mi caso, por la esquina de Viesca y avenida Mitras al jugar cada noche a los encantados, las escondidas, a la roña, a la botella y demás juegos inocentes. El ambiente que se respiraba era el de una entrañable camaradería entre los más jóvenes del vecindario. Los guardias de vigilancia de la colonia sólo los veíamos cuando iban a cobrar su cuota a las casas.

Otras diversiones eran la asistencia a las fiestas de cumpleaños de los niños o adolescentes vecinos de la cuadra, en los veranos ir a la alberca del recién inaugurado Club de Leones en la esquina de avenida de Los Leones y Gonzalitos, algunos sábados asistir a la matiné del colegio Regiomontano por la Obispado o por las tardes al patinadero que quedaba junto al edificio del CUM. Los domingos después de ir a misa de once al templo del Refugio seguía la comida para luego enfilar con una o dos amigas a la función dominical de las 2 de la tarde en algún cine del centro. A las artes escénicas no estuvimos expuestos, salvo la asistencia al Montoya para disfrutar de revistas musicales que presentaban las academias de danza como la de Blanca Areu o Joaquín “Guacho” Ramírez. Por las noches las familias solían ir a cenar a restaurantes del área como La Chueca por la calzada Madero o aquí a La Playita, otras iban en sus carros a ver alguna película en el autocinema Aloha por Gonzalitos. Muchas familias vecinas continuaban la tradición de pasar la semana santa en las playas de la isla del Padre. Las de menos recursos enfilaban a Tampico.

Los almuerzos, comidas y cenas se hacían en familia con alimentos preparados con esmero por el ama de la casa o, en el caso de las familias de mayores recursos, por la asistente de cocina guiada por la señora de la casa. Los temas de sobremesa en esas reuniones eran detalles de la vida cotidiana, incidentes escolares de los pequeños, proyectos para remodelar la casa o planes para celebración de los cumpleaños o eventos especiales en las vidas de las familias. La familia sedentaria de que procedo, tal vez por una falta de tradición viajera, no era muy afecta a salir de vacaciones, salvo al pueblo del que procedemos: Estación Rodríguez en el municipio de Anáhuac, Nuevo León, a media hora de la frontera con los Laredos.

En esas pláticas de sobremesa se podía percibir a Las Mitras como una ínsula alejada de los trascendentes acontecimientos del mundo y los desafíos inherentes a la evolución humana que se vivían en otras regiones. Noticias como la guerra de Corea, la creciente recuperación económica de Alemania y Japón tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial, la insensata beligerancia del macartismo en los Estados Unidos o el triunfo de la Revolución Cubana no despertaban mayor interés entre los vecinos mitreros. En la burbuja de tranquilidad que se vivía en la flamante colonia Las Mitras, la vida había cambiado de escenario pero seguía transcurriendo de acuerdo a como se había mantenido siglos atrás en esta región norestense: con mucha orientación al trabajo, gran temor de Dios y sin muchas complicaciones existenciales que se daban entre los seres humanos de otras latitudes.

El periódico El Porvenir al que estaba suscrita mi familia era mayormente utilizado para enterarse en la sección de sociales de las pedidas de mano, despedidas de soltera, bautizos, primeras comuniones, bodas, viajes a Europa que eran fuente de gran prestigio social para los viajantes de la época, ver las fotos del Estudio Sosa de mis primas como reinas y princesas del Club de Cachorras del Club de Leones y demás información sobre eventos de esa naturaleza.

La penetración de los populares programas de televisión americanos, la música y la ropa que estaba en boga en el vecino país del norte se mimetizaba en frecuentes visitas a las tiendas de Laredo, Texas, a ajuarearse de acuerdo con la temporada. En el caso de mi familia era enfilar a la antigua estación de ferrocarriles y montar el autovía en las vacaciones de agosto antes de iniciar el ciclo escolar y en las de diciembre para comprar los regalos de Navidad y la ropa de invierno.

En total viví en esta colonia 17 años divididos en tres etapas que marcan tres diferentes momentos de mi vida. En este vibrante entorno, que me hubiera gustado se hubiera reproducido en toda la mancha urbana de Monterrey, pasé en la casa de mi tía Consuelo del 57 al 64 por avenida Mitras 104 poniente, contra esquina de la rotonda Simón Bolívar. En esos años asistí a la primaria del Colegio Mexicano y secundaria del Colegio Excélsior. Posteriormente pasé los cinco años de mi primer matrimonio, del 74 al 78, por la calle Matehuala, casi esquina con Monclova. Mismos cinco años en que, una vez graduada de abogada y de maestra de educación secundaria en Lengua y Literatura Españolas, trabajé como maestra de secundaria y bachillerato en el CUM. Finalmente, mientras estuve divorciada, viví con mi hija Jéssica por la calle Jordán otros cinco años: del 79 al 83. Etapa en que retorné a mi trabajo como maestra en diversas dependencias de mi querida Universidad Autónoma de Nuevo León.

En 1983, casada de nuevo a la edad de 34 años, con mi actual compañero de más de 35 años aquí presente, compromisos académicos de mi esposo y míos nos condujeron a residir en los Estados Unidos, país en el que hemos sobrevivido con nuestra familia desde entonces.

Haciendo cuentas puedo declarar que la mitad de mi vida que pasé en Monterrey fue en esta legendaria colonia. Esta querida colonia Las Mitras que, como en el caso de todos los exresidentes de la misma, ha sido y continúa siendo un entrañable testigo de las historias de nuestras vidas.


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