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Nighthawks

Fulgencio M. Lax España

Homenaje a Edward Hopper (Nighthawks, 1942)

Apenas falta media hora para que Jules cierre el local y a mí aún me queda una larga noche antes de regresar a casa. Afortunadamente no me espera nadie, por lo que a mi llegada, sea la hora que sea y llegue en las condiciones que llegue, no tengo que mantener ninguna conversación. Tan sólo una cama sin hacer, una cocina sencilla y unos cuantos muebles para rellenar el espacio. Es un pequeño apartamento de alquiler que está en los límites del extrarradio de la ciudad. Allí donde el urbanismo empieza a dejar de ser de ladrillo para convertirse en chapa de uralita.

Termino el día y lo comienzo en la misma madrugada. Luego ya tendré tiempo de dormir unas horas para poder repetir el encuentro con las primeras luces de la mañana. Es un espacio temporal donde el silencio y la soledad se dan la mano. Donde todo termina en el mismo momento en el que vuelve a comenzar. Son instantes de incertidumbre antes de que el día se vaya llenando de ruidos imperceptibles y se pierdan todos los aromas.

Hace ya un rato que el bar se ha quedado vacío y se ha llenado de una especial quietud. Algo parecido a la cámara lenta. No obstante, a lo largo de estos años, he aprendido a aislarme cuando el bullicio en el bar es excesivo. Sé muy bien que en unas horas el público irá desapareciendo y yo podré disfrutar del silencio sin hacer demasiado esfuerzo. Siempre es así, es una cuestión de paciencia.

Aquella noche, sobre las tres de la madrugada, ya sólo quedaba una pareja, Jules y yo. Era una pareja extraña. Ella estaba tomando un refresco de cola tras otro y él atiborrándose a café. Los dos no dejaban de fumar, también un cigarrillo tras otro. A Jules no le importaba porque ya era el final del día y prácticamente podría decirse que el bar estaba cerrado. El tiempo que estuvieron allí no cruzaron ni una palabra y creo que tampoco llegaron a mirarse ni una sola vez. Bien podrían haber sido unos desconocidos que han coincidido en el rincón de la barra del primer bar que han encontrado abierto, pero entre ellos había algo más que todo eso, aunque las señales fueran imperceptibles. Ella, en un determinado momento, le cepilló con la mano la hombrera izquierda de la chaqueta. Él ni se inmutó y ella dejó de prestarle atención. En silencio volvió a sumergirse en su tercer o cuarto refresco. Hubo un momento en el que el único sonido que se podía escuchar en el bar era el tintineo de los vasos entrando y saliendo del lavavajillas. Jules estaba terminando de prepararlo todo para el día siguiente y cuando acabara sería el momento de marcharse. Las tazas del café estaban ya perfectamente ordenadas; los vasos de cerveza formaban como una legión romana en los estantes; en la parte más alta ya había ordenado las copas de los helados; los platos, de diferentes tamaños, estaban todos en el mismo lugar. La jornada estaba terminando y pronto llegaría la hora de marcharse.

La extraña pareja no tardó en recoger. Pagaron su cuenta y ella se cogió fuertemente del brazo de él y, como enamorados de verdad, salieron, cruzaron la enorme cristalera que recorría toda la fachada del bar y desaparecieron.

Ojalá pudiera quedarme un par de horas más para no tener que buscar otro sitio en el que esperar a que llegue la madrugada, pero Jules ha de cerrar y regresar con su familia. Nos conocemos desde hace más de diez años y no sé muy bien qué tipo de familia tiene, si es que tiene alguna, aunque él tampoco sabe mucho de mí a pesar de que hemos pasado horas hablando de nosotros mismos. Es la habilidad del camarero y Jules es un gran profesional. A sus espaldas hay una foto con una mujer y un niño. Cuando le he preguntado si esa es su esposa y su hijo me ha contestado que es una foto que estaba en el bar cuando él lo alquiló y que le pareció bien dejarla en el mismo sitio que estaba. Eso es todo lo que sé de la vida de Jules fuera de la barra y de las cristaleras que rodean al bar. No en vano se le conoce como la pecera nocturna, aunque a Jules no le hace mucha gracia ese nombre.

Hasta llegar a mi casa hay una hora andando, así es que calculo que si me marcho a las tres y media puedo llegar sobre las cinco y media, haciendo una parada en el Paradise, que cierra más o menos a esa hora y seguro que me sirven una copa antes de recogerlo todo. Para entonces ya habrá comenzado a clarear el azul de la mañana. Una ducha, un café y al trabajo. Unas horas de rutina cinco días a la semana durante todo el año para poder pagar las deudas y la supervivencia ocupan la mitad de la jornada. Luego, después del almuerzo, comienzo a presentar el semblante de un cadáver sonámbulo que necesita darle un mordisco al sueño para recuperar el color de la sangre circulando por el cuerpo. Así, día tras día, sin tregua, caminando hasta el final del calendario.


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Redactor

Rolando Revagliatti