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Importancia de la empatía

Juan Castañeda Jiménez

Concepto

La empatía, del griego, ἐμπαθής (emphates) significa emocionado; participación emotiva de lo que ocurre a otra persona o “respuesta afectiva de comprensión sobre el estado emocional del otro” (Tur-Porcar, Llorca, Malonda y María V. Mestre, 2016: 4). “Es la capacidad de una persona de vivenciar los estados mentales de los demás, sus pensamientos y sentimientos. Supone la identificación mental de un individuo con el estado de ánimo de otro” (García García, González Marqués y Maestú Unturbe, 2011: 265). Las investigaciones han descubierto un carácter multidimensional en la empatía donde se destacan sus dimensiones cognitiva y emocional. Se ha comprobado que el competente emocional se desarrolla antes que el cognitivo.

Evolución conceptual

El concepto de empatía tuvo su origen en la palabra einfühlung, que en el mundo del arte designaba la relación entre un espectador y la obra artística. Posteriormente, Titchener, en 1909, acuñó el término definiéndolo como “un sentimiento o proyección de uno-mismo en un objeto.” Luego Mead (1909) “definió la empatía como la capacidad para tomar el rol de otro y adoptar perspectivas alternativas a las nuestras, subrayando el componente cognitivo” (Mateu, Campillo, González y Gómez, 2010: 4): “Mead (1934) definió la empatía como la capacidad para tomar el rol de otro y adoptar perspectivas alternativas a las nuestras, subrayando el componente cognitivo. Allport (1937) definió la empatía como la transposición imaginaria de uno-mismo en los pensamientos, sentimientos y acciones del otro, a través de la imitación de sus posturas y expresiones faciales, acentuando lo no verbal” (ibídem).

Rogers desarrolló el concepto de comprensión empática en la psicoterapia. La percepción del psicoterapeuta ocurre desde “dentro” y puede procurarle información desprovista de juicios que ofrece el clima en el que el cliente puede desarrollarse y madurar. Es entender a la persona en los términos de ella y no en los propios. De esta forma, la persona puede alcanzar la integridad de sus funciones (véase Rogers, 1989: 65). El concepto de la empatía en el contexto psicoterapéutico ha tenido fuerte influencia en su tratamiento actual:

“Se trata de una experiencia integradora, también corporal, en la cual se utilizan múltiples fuentes de información que incluyen tanto la cognición como el afecto y posiblemente los propios sentimientos del/a terapeuta, sus experiencias anteriores, así como cualquier sentimiento de reverberación que este/a podría haber tenido a través del proceso de entrada en él que utiliza la imaginación” (Mateu et al., 2010: 6).

Experimentar el comportamiento ajeno tal como lo vive el otro constituye la empatía. Causo y Meyer (citado en Gilar Corbí, Miñano Pérez y Castejón Costa, 2008: 23) recogen tres perspectivas de la definición de empatía en la que una de ellas corresponde a la simpatía. Para ellos la simpatía es el aspecto emocional que permite experimentar lo que vive el otro. Sin embargo, a esta perspectiva, se agregan las otras dos: cognitiva e integrativa (multidimensional). En otras palabras, la simpatía es una empatía incompleta porque carece de conciencia de diferenciación y coordinación de los demás aspectos que la conforman.

Las personas empáticas suelen sintonizar con las señales sociales sutiles que indican qué necesitan o qué quieren los demás y esta capacidad las hace más aptas para el desempeño de vocaciones tales como las profesiones sanitarias, la docencia, las ventas y la dirección de empresas. Cuando una persona sabe sentir lo que otro siente, puede responder de manera apropiada.

Usos

El uso más divulgado del concepto de empatía se relaciona con la conducta altruista de las personas (prosocial) y de conexión social (Cristina Richaud y Mesurado, 2016); destaca en el vínculo establecido con los niños o personas que ocupan una relación vertical: madre-hijo, médico-paciente, terapeuta-cliente, etc. No obstante, es correcto usar el concepto empatía también en las relaciones horizontales: parejas, hermanos, compañeros, etc. La empatía constituye una de las competencias emocionales imprescindibles para cualquier competencia social; es factor importante en la inteligencia emocional. Sin embargo, una misma persona puede desarrollar más empatía respecto de emociones positivas que negativas o viceversa. De modo que existe variabilidad no solo entre personas, sino en una misma persona respecto de su habilidad para ponerse en el lugar del otro, según que pueda sintonizar con las emociones de su interlocutor.

Raíces y origen de la empatía

Las raíces de la empatía se encuentran en la habilidad para reconocer las propias emociones. Como ya se ha mencionado, el aspecto emocional de la empatía aparece antes que el aspecto cognitivo. La emoción se manifiesta como movimiento somático que, según haya sido el tratamiento de la persona que materna (porque no siempre es la madre), se asimila anímicamente de una forma particular, personal. En este periodo, prelingüístico, lo más importante es la forma en que se procede frente a esa ebullición orgánica; para el bebé, las palabras son emanaciones bocales que acompañan la experiencia, pues no comprende el significado de la misma forma sino en una etapa posterior. Esa asimilación (o incorporación) conforma la base sobre la cual se construye el intelecto (el aspecto cognitivo de la empatía). Sin duda, la ternura (mirada y caricia) tiene un papel central en el desarrollo de la habilidad para captar y luego administrar los impulsos corporales:

“Para definirla en términos psicoanalíticos, diré que la ternura es la coartación —el freno— del fin último, fin de descarga, de la pulsión, concepto que aquí solamente menciono. Esta coartación del impulso de apoderamiento del hijo, este límite a la descarga no ajeno a la ética, genera dos condiciones, dos habilidades propias de la ternura: la empatía, que garantizará el suministro adecuado (calor, alimento, arrullo-palabra) y como segundo y fundamental componente: el miramiento. Tener miramiento es mirar con amoroso interés a quien se reconoce como sujeto ajeno y distinto de uno mismo. El miramiento es germen inicial y garantía de autonomía futura del infante” (Ulloa, 1995).

A medida que avanza ese proceso, también emerge la habilidad para comprender lo que experimentan los demás.

Desde el comienzo de la vida, un bebé, reacciona alarmado al escuchar el llanto de otro bebé. Ese recurso innato es precursor de la empatía. “La psicología evolutiva ha descubierto que los bebés son capaces de experimentar este tipo de angustia empática antes incluso de llegar a ser plenamente conscientes de su existencia separada” (Goleman, 2000: 125). Antes del año pueden experimentar la congoja de otro, como si ellos fueran quienes directamente la hubieran padecido. Los padres (principalmente la madre) van enseñando a diferenciar gradualmente el sentir propio del ajeno mediante la sintonización. “De todos los momentos, los más críticos son aquellos que hacen que el niño sepa que sus emociones son recibidas con empatía, aceptadas y correspondidas, en un proceso que [Daniel] Stern llama sintonía” (id., 127). La sintonización no se limita a la imitación de lo que hace un bebé, porque de esta forma solo sabe uno lo que hizo y no lo que sintió. Es necesario hacerle saber al bebé, mediante la representación en uno mismo de sus propias emociones para, de esa forma, hacerle sentir comprendido.

El origen de la empatía proviene de la familia. Ella es el factor determinante en su desarrollo. En una familia sana, los pequeños aprenden pronto las actitudes adultas de comprensión de los seres queridos y, luego, realizan ante otros las mismas acciones que los adultos hacen con ellos mismos. La sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación en el futuro.

Un niño que no ha recibido empatía puede ser violento con otros niños. Por ejemplo, si otro niño llora, puede acercarse y gritarle que se calle y si no lo hace, tal vez lo empuje o golpee para que lo haga; en tanto que el niño empático le dará algo para tranquilizarlo o le traerá a su mamá para que lo consuele. Los niños suelen tratar a los otros como los han tratado a ellos mismos. Algunos asesinos no pueden empatizar con los sentimientos de los demás; de ser así, no hubieran podido matar a nadie. La empatía es lo que impide hacer daño a los demás. Así pues, en la familia se aprende a posicionarse frente a uno mismo y frente a los demás.

A medida que la experiencia se acumula, si la persona progresa ayudada por una compañía tutelar amorosa, es posible desarrollar capacidad para la autoobservación en la que se aprende a diferenciar los variados impulsos y sensaciones somáticas de uno mismo y, con ello, la posibilidad de discriminar lo propio de lo ajeno. El entrenamiento en la autoobservación consolida la autoestima que agrega alegría por vivir: “Sintonizar más con nosotros mismos y con los demás mediante la práctica de la atención consciente o mindfulness puede mejorar nuestra sensación de bienestar” (Siegel, 2012).

Las neuronas espejo

Prácticamente pocas horas después de nacer, el ser humano cuenta con la capacidad de repetir lo que ve hacer a los demás. No obstante, no todos lo hacen con la misma fidelidad. Pero se ha confirmado que, a mayor empatía, mayor también es la similitud de activaciones neuronales. “Los resultados fueron concluyentes: cuanta más empatía emocional sentía el niño, más se activaban las áreas con neuronas espejo, mientras el niño observaba a otras personas que expresaban emociones” (García García et al., 2011: 269).

Según estudios realizados, se observa que la empatía mejora mientras existe flexibilidad del sistema nervioso, pero esta se va perdiendo con la edad. La flexibilidad neural, en circunstancias normales, parece disminuir gradualmente con la edad. Después de la adolescencia, los cambios ya no son significativos. “Se espera que para los componentes cognitivos de la empatía los valores tiendan a disminuir con la edad. Por el contrario, en los componentes afectivos no se espera encontrar diferencias significativas entre los distintos grupos de edad” (López-Pérez y Fernández-Pinto, 2010: 143). Si bien, primordialmente en la familia, la persona aprende a asumirse frente a sí mismo y frente a los demás, es posible desarrollar esta habilidad por cuenta propia con ayuda de personas hábiles. No obstante, como en el aprendizaje de idiomas, después de la adolescencia se multiplica la dificultad debido a la pérdida de plasticidad neural.

Desde los 70 ya se conocía que la zona responsable del control de las emociones, y tal vez también de la empatía, se hallaba en las amígdalas y las neuronas que llevan a ellas desde el córtex en los lóbulos frontales. Neurobiólogos italianos coordinados por G. Rizzolatti, en 1991, entrenaron a gorilas para asir objetos (por ejemplo, un palo) y mediante un electrodo implantado en el cerebro en la corteza premotora, observaron las neuronas activadas. En esa zona, es sabido que se planean los movimientos. En una circunstancia, el aparato registró actividad en las neuronas que coordinan movimientos, pero el mono no realizaba ninguna actividad. Descubrieron que bastaba que el mono observara a otro realizar algo para que también mostrara actividad en la misma zona cerebral que el ejecutor de la acción. Era un descubrimiento desconcertante. Lo curioso fue que no se activaban al asir un objeto o al tener el objetivo sin asir al objeto. Solo cuando las dos cosas ocurrían: asir al objeto con un objetivo. A esas neuronas las denominaron neuronas espejo y plantearon la hipótesis de que ellas son las responsables de la empatía:

“Las neuronas espejo son un tipo particular de neuronas que se activan cuando un individuo realiza una acción, pero también cuando él observa una acción similar realizada por otro individuo. Las neuronas espejo forman parte de un sistema de redes neuronales que posibilita la percepción-ejecución-intención-emoción. La simple observación de movimientos de la mano, pie o boca activa las mismas regiones específicas de la corteza motora, como si el observador estuviera realizando esos mismos movimientos. Pero el proceso va más allá de que el movimiento, al ser observado, genere un movimiento similar latente en el observador” (García García et al., 2011: 267).

Esto concuerda con una investigación en la que se videogrababan psicoterapias de pareja en cámara rápida para después analizar las gesticulaciones que a simple vista no se perciben. Como se sabe, las personas mientras hablan gesticulan y quien escucha corresponde con movimientos equivalentes que a simple vista no se perciben. Al pasar la cinta en cámara lenta, se aprecian esos micromovimientos que repiten lo que hace quien toma la palabra. Para Birdwhistell (citado en Davis, 1985: 29), la comunicación es “una negociación entre dos personas, un acto creativo. No se mide por el hecho de que el otro entienda exactamente lo que uno dice, sino porque él también contribuya con su parte: porque ambos cambien con la acción”. Es como si mientras dura la comunicación, las personas realizan una “danza” de movimientos simultáneos que no son perceptibles a simple vista o, mejor dicho, no se perciben de manera consciente. Cuando esa danza cesa, aparece la sensación de no ser atendido. Si una persona, al contar emocionada un suceso a otra, experimenta distracción en su interlocutor, puede reprochar: “¡No me estás escuchando!” y aunque le repita palabra por palabra, sentirá desatención debido a que dejó de “danzar con ella”. Claro está que no existe conciencia de eso, pero sí de su efecto:

“Las neuronas especulares posibilitan al hombre comprender las intenciones de otras personas. Le permite ponerse en lugar de otros, leer sus pensamientos, sentimientos y deseos, lo que resulta fundamental en la interacción social. La comprensión y acción interpersonal se basa en que captamos las intenciones y motivos de los comportamientos de los demás. Para lograrlo, los circuitos neuronales simulan subliminalmente las acciones que observamos, lo que nos permite identificarnos con los otros, de modo que actor y observador se encuentran en estados neuronales muy semejantes, como si estuviéramos realizando las mismas acciones, captando las intenciones o sintiendo las mismas emociones. Somos criaturas sociales y nuestra supervivencia depende de entender las intenciones y emociones que traducen las conductas manifiestas de los demás. Las neuronas espejo permiten entender la mente de nuestros semejantes y no a través de razonamiento conceptual, sino directamente, sintiendo y no pensando” (García García et al., 2011: 267).

El ser humano, mediante el lenguaje o los sentidos, puede vivenciar estados muy cercanos a las acciones imaginadas. De esa forma el hombre es capaz de representarse circunstancias mediante la expectación de películas, videojuegos o simplemente, mediante la conversación. El humano es capaz de “aprender en cabeza ajena” por esa capacidad de representarse situaciones que pudo nunca haber vivido, pero comprende gracias a que los elementos constitutivos de esas situaciones sí los ha experimentado. “La persona, así, puede atribuir a otro la intención que tendría tal acción si la realizase él mismo” (ibídem). Viene a cuento que un adolescente, en un sueño erótico, no pueda penetrar a una mujer, si antes jamás ha realizado tal experiencia en la vida real. No existe registro y no puede representársela. La repetición en espejo de lo que experimenta el interlocutor depende también de la propia experiencia. Si la historia registra acciones similares en el observador, se representará todo, como supone que el otro las experimenta:

“En la interpretación de las emociones se han diferenciado dos marcos explicativos: a) la observación de alguien emocionado provoca en el observador un conjunto de procesos cognitivos, percepciones, memorias, pensamiento, lenguaje, de modo que llega a una creencia o conclusión lógica del estado afectivo del observado (Carey y Gelman, 1991; Lesley, 1997); b) la observación de alguien emocionado provoca una reacción de sistemas neurales especulares, sensoriales-motores, de modo que el observador vivencia en su cerebro similar emoción (Gallese y Goldman, 1998; Rizzolatti y Craighero, 2004). En el primer caso, el observador infiere la emoción sin experimentarla, mientras que, en el segundo, el observador siente y experimenta directamente el mismo estado emocional, ya que comparten el mismo mecanismo neural” (García García et al., 2011: 168).

Sabemos que el aprendizaje emocional precede al lenguaje y que la empatía incluye aspectos tanto emocionales como intelectuales. ¿Cómo se interesan los bebés por corresponder y aprender respuestas emocionales? Los estudios y experiencias parecen sugerir que el interés de los bebés se subordina al interés de los adultos por el pequeño en crecimiento. Ese interés desencadena mecanismos de identificación en los infantes. Aun antes del descubrimiento de las neuronas espejo, existían datos observables que concuerdan con estos estudios:

“Cada niño tiene su capital específico, y su psiquismo es sin duda alguna la metáfora de lo que vemos de fisiológico, lo que podemos aprehender por su tipología primera. […] Pero también existe evidencia de que el cuerpo puede adoptar rasgos diferentes a los heredados aunque todavía no se sabe de qué forma” (Dolto, 2000: 31).

Dolto observó que los bebés huérfanos adoptaban rasgos faciales de sus cuidadoras en pocas semanas de relacionarse con ellos, como si ellas jugaran un papel importante en la constitución mental y corporal de la criatura. Estos hechos pueden confirmar el extraordinario poder empático con el que se cuenta al nacer. Sin embargo, conforme se crece, se pierde esa plasticidad orgánica para adoptar emociones ajenas o rasgos fisionómicos de otros. Tal vez solo pueda lograrse mediante un cambio de convicciones.

La fase final del desarrollo empático parece ocurrir cerca de la adolescencia, aunque de forma desigual entre los sexos. Ellas son más capaces de comprender lo que otros sienten: “Las adolescentes suelen mostrar mayor empatía emocional y actitudes prosociales que los varones de la misma edad” (Tur-Porcar et al., 2016: 4). Punset coincide en que “la empatía es una cualidad de la que están mejor dotadas las mujeres. La empatía es la capacidad de reconocer las emociones y los pensamientos de otra persona, pero también de responder emocionalmente a sus pensamientos y sentimientos” (Punset, 2007). Sin embargo, otras investigaciones reportan que los varones prosociales toman como modelos a sus padres: “La conducta prosocial-altruista muestra una importante relación con la conducta prosocial de los padres, siendo el modelo materno más influyente en los varones que en las mujeres. Este resultado corrobora los datos ya obtenidos en investigaciones anteriores” (Eceiza et al., 1993: 96). Este dato es importante a la hora de hablar de conductas agresivas en los varones, porque pueden estar influidas por los ejemplos de sus padres o personas significativas. La investigación neuropsicológica ha tomado un lugar protagónico y ha descubierto dos sistemas para la empatía: uno que explica el contagio emocional y el otro el factor cognitivo o toma de perspectiva (Tur-Porcar et al., 2016: 5).

Finalmente, y aunque pueda no ser la única, la empatía subyace al juicio moral y el comportamiento humano.

Cuando falla la empatía

Si en la infancia no se experimentó entendido, el hombre carecerá de habilidad para representarse la emoción propia y la ajena:

“Los violadores, los pederastas y las personas que maltratan a sus familias comparten la misma carencia psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa incapacidad de percibir el sufrimiento de los demás les permite contarse las mentiras que les infunden el valor necesario para perpetrar sus delitos” (Goleman, 2000: 134).

La psicopatía es el caso extremo de ese fracaso. Cuando sus actos tienen efectos desastrosos para los demás, no experimenta remordimiento alguno. No es capaz de comprender las emociones de los demás. Entiende las reglas, pero no las cumple porque emocionalmente no se conecta. En España se calcula que el uno por ciento de la población tiene estas características. Estas personas no tienen empatía porque no pueden entender cómo se sienten los demás ni los sentimientos de ellos mismos. “Pueden entender cómo piensas, pero nunca pueden comprender cómo sientes”.

  1. No tiene conciencia (algo en su mente que les reproche cometer atrocidades, actuar de manera incorrecta o injusta).
  2. No tienen miedo.
  3. No tienen remordimientos.

Pueden funcionar muy bien en los contextos en los que se requiera mentir… Les gusta la política, ocupar lugares de poder. No saben sentirse satisfechos. Experimentan rabia, frustración y deseo sexual. Se creen seres superiores y ellos no experimentan tener ningún problema; ellos suponen que los que están mal son los otros (porque son ingenuos o tontos). La mentira es una forma habitual de conseguir lo que quieren, usan a los demás para conseguir sus propósitos individualistas. Los psicópatas sacan provechos de los ambientes caóticos en donde las reglas no son claras. Son muy listos, con buenas habilidades para aprender, para hablar, visten bien, etc., son seductores, divertidos e inteligentes…, pero se relacionan por interés, solo buscan su provecho, su mundo interior es pobre. Son impulsivos y les cuesta cumplir con sus compromisos; son contradictorios y se muestran como coherentes. Se apropian del trabajo de los demás y no lo reconocen. No piensan en las consecuencias de sus actos. Son actores, imitan a las personas emocionales y las imitan para lograr la confianza de los demás y después los timan. Los expertos dicen que la psicopatía no es una enfermedad mental. Es una estructura de personalidad, quizá perjudicial para la mayoría, pero mentalmente son conscientes de sus actos, aunque evitan responsabilizarse de ellos. Si son conscientes, deben asumirlos y por tanto son sujetos jurídicamente imputables de sus actos.

Bibliografía

Cristina Richaud, M., Mesurado, B. (2016). “Las emociones positivas y la empatía como promotores de las conductas prosociales e inhibidores de las conductas agresivas”. Positive emotions and empathy as promotors of prosocial behavior and inhibitors of aggressive behavior. 13 (2), 31-41. doi:10.5944/ap.13.2.17808.

Davis, F. (1985). La comunicación no verbal. Madrid, España: Alianza Editorial. (Traducción L. Mourglier).

Dolto, F. (2000). Las etapas de la infancia. Nacimiento, alimentación, juego, escuela... Barcelona, España: Editorial Paidós. (Traducción T. del-Amo).

Eceiza, A., Fuentes Rebollo, M. J., Etxewberría, I., López Sánchez, F., Apodaca Urquijo, P., Ortiz, M. J. (1993). “Algunos predictores de la conducta prosocial-altruista en la infancia: empatía, toma de perspectiva, apego, modelos parentales, disciplina familiar e imagen del ser humano”. Revista de Psicología Social, 8 (1), 83-97.

García García, E., González Marqués, J., Maestú Unturbe, F. (2011). “Neuronas espejo y teoría de la mente en la explicación de la empatía”. Ansiedad y estrés, 17 (2/3), 265-279.

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Goleman, D. (2000). La inteligencia emocional (E. Mateo, Trans.). México: Javier Vergara Editor.

López-Pérez, B., & Fernández-Pinto, I. (2010). “Diferencias de edad en empatía: desde la adolescencia hasta la tercera edad”. Age differences in empathy: from adolescence to old age, 16 (2/3), 139-150.

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Punset, E. (2007). El viaje al amor. Viaje a las emociones. España: Grupo Editorial Planeta.

Rogers, C. R. (1989). El proceso de convertirse en persona. Mi técnica terapéutica. México: Paidós.

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Tur-Porcar, A. N. A., Llorca, A., Malonda, E., María V. Mestre, P. S. (2016). “Empatía en la adolescencia. Relaciones con razonamiento moral prosocial, conducta prosocial y agresividad”. Empathy in adolescence. relations with prosocial moral reasoning, prosocial behavior and aggression. 13 (2), 3-14. doi:10.5944/ap.13.2.17802

Ulloa, F. O. (1995). Novela clínica psicoanalítica. Historial de una práctica. Buenos Aires: Paidós.


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