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Desaparecido

Raúl Caballero García

I
Si no te lo cuento reviento

La nueva realidad se me apareció desde que estuve girando en las entrañas de La Pirámide, y ahora si no te lo cuento reviento (como decía una tía): Me salí de La Pirámide y me vine a Texas. Necesito vaciarme wey, esto me pesa y me arrastra con un vértigo cada vez peor. Por eso te escribo. Me salí de esa casa a la carrera. Cogí las pacas y las eché al CR-V. Anduve como autómata por la Avenida Gonzalitos. Me devolví a Pablo González Garza, daba vueltas sin rumbo o en círculos. Sudaba, te lo juro, iba asustado y al mismo tiempo, no sé por qué, iba emocionado wey. Iba alterado porque presentía que algo grande me estaba pasando. Pero no hallaba qué hacer. Ni siquiera volví al hotel. Pensé irme a Guadalajara pero me arrepentí, creo que hice bien al venirme a Texas pero todavía no lo tengo claro, te lo digo aquí en confianza. Desde entonces no he dejado de hacerme mil preguntas. Tengo chingos de dudas, la incertidumbre me taladra la conciencia. Primero pasé días en un letargo que me fue abriendo esta realidad desconocida, y luego aceleradamente pasé del sopor al torbellino.

En la carretera hacia Laredo me interrogaba sin hallar respuestas. Veía mi propia mirada en el retrovisor interior y retomaba la ristra de cuestionamientos. ¿Cómo llegaste a esto? —me preguntaba esperando que el de los ojos en el espejo me respondiera. ¿Qué hacer con este dinero? Lavarlo, aunque tú no lo hayas ensuciado. Bueno, bueno —me decía viendo mis ojos, sintiendo una adrenalina repentina, bien excitado wey, y entonces, emocionado, me decía: Pos hay que lavarlo. Aceleraba y le bajaba, frenaba luego luego no me fueran a parar por atrabancado, por exceso de velocidad. Cargué gasolina, enfilé hacia Laredo, y proseguía: ¿Pero cómo se lava el dinero? Y pues pos ¿cómo haces verosímil en la aduana que te hallaste más de 11 millones de dólares en efectivo? ¿Cómo explicas que un mozalbete de 29 años traiga en sus maletas tanto dinero obtenido de la nada? Bueno, digo, para mí fue así ¿no? Paf, apareció. Y okey, me dije, lo primero: No declararlo. ¿Pero cómo, cómo?, me preguntaba una y otra vez. Todo el camino. Eterno. Laaargo, sin recodos, arduo, como un purgatorio.

Así fue wey, nomás desaparecí, de hecho, así nomás: Silbando entré a Comala. Soy un desaparecido más. Otro inexistente. ¿Un dígito que se agrega a los cien mil secuestrados?, ¿a los doscientos mil levantados? A los trescientos mil asesinados, ¿no? Ai vengo. Con paradero desconocido. Me veo en el espejo con esa sonrisa de idiota, con esta mirada vidriosa, como de blues, como de tango y me digo que me merezco este patético álter ego con cara de menso. Horas. Llevo horas “desaparecido”, días como meses, como años y no sé ni qué. Aurora, mi familia, mis amigos han de pensar que fui “levantado” por los narcos, un secuestro como tantos ¿no? ¡de película jajajaja! ¿verdad güey? Una película. Pero no es cosa de risa, chingá, pues pos si le rascamos encontramos que así fue. Los capos me desaparecieron ¿o no?, ¡ja-jA-JA! Qué pinche patética histeria.

Cuando salí de Guadalajara, Aurora estaba bien emocionada, wey. A ratos quisiera regresar el tiempo a esos días… Yo me vine a buscar la que sería nuestra casa en Monterrey. El plan era rentar una. Ahí comenzó todo. El abogado que nos la ofreció estaba entre que la vendía y la rentaba, a nosotros. Un tipo que nos encantó, tanto, que nos convenció de quedarnos con su casa, él estaba por cambiarse a otra ciudad. Yo acudí a conocerla, resuelto a cerrar el trato si me gustaba ¿no? Lo conocimos por casualidad en un hotel de Nuevo Vallarta, el Playa Royale que está con madre wey, nos la pasamos a todo dar. Habíamos ido a pasar unos días. Él, según esto, estaba no de vacaciones sino de negocios, eso dijo, aunque los días que nos pasamos allá siempre lo vimos echando la hueva, divirtiéndose en la noche y de güevón durante el día pero no nos pareció anormal, en el mar la vida es más sabrosa. Se dijo abogado en una firma regiomontana. Pero ahora que lo recuerdo sí lo veo como un gánster o qué sé yo. Esa casa en Monterrey está bien bonita, me llenó el ojo, es una residencia en la colonia Chepevera, una casona vieja si tú quieres pero una señora residencia. A medio amueblar. En la calle Ángel Martínez Villarreal. Me enamoró de inmediato. La cocina sí estaba hecha un desmadre y con algunos desperfectos, pero tiene una amplia isla de granito que la levanta. La cocina y la recámara principal estaban revueltas, supongo que en esos dos cuartos vivía este pelado, lo demás era zona deshabitada, medio amueblada. Tiene un amplio desayunador y un comedor —con una mesa grande, sobria, doce sillas— sin divisiones entre este y la estancia. Cinco recámaras, cuatro baños y medio. El nivel bajo es una especie de amplísimo sótano, abierto, es decir las anchas escaleras (siete u ocho escalones) que llevan a ese espacio son su entrada. Una mesa de billar al fondo y en un rincón cajas amontonadas que no revisé pues no era mi negocio, eso pensé en ese momento. Es una casa de tres niveles wey, con madre, con madre. No me la esperaba así. En Nuevo Vallarta nos dijo que nos la rentaba por tres mil dólares mensuales, es mucha casa para esa cantidad. Si me explayo en descripciones no necesariamente son inútiles wey, me calma exponértelo con detalles, ahora que lo hago me doy cuenta que me apacigua. Mi neurosis se ha disparado, ni sabes, ya estoy de remate.

Ya te digo. Cuando me vine a Texas mi reflejo en el espejo retrovisor fue como mi tranquilizante. El auto avanzaba como sin mí wey, fue un viaje muy raro. Salí de Monterrey con las primeras luces del día. “A Nuevo Laredo / Carretera de cuota”, leí el panorámico de tránsito. Ai vengo transformándome. ¡Uta! Y quiero que sepas que la casa que te digo también me acompañaba. Es una casona remodelada pero bien bonita, está a unos pasos del templo La Salle. La bauticé como La Pirámide por una fuente que tiene en un patio interior, una piramidita. Ahí llegué yo con muchas ilusiones wey. “Está con madre” pensé cuando la vi, cuando la viví en mi primera impresión. Ya te cuento. Su plan, el plan del abogado, ahora era vendérnosla si queríamos, pero sostenía su disposición de que se la rentáramos. “Un año”. Qué esperanzas de comprarla, pero no le dije nada. Dijo que le caímos bien, que veía algo en nosotros que le recordaba otro algo personal que se cuidó de no decirme. En Nuevo Vallarta había dicho que su primer plan era venderla en 800,000 dólares, sin embargo había cambiado de parecer, no se iba a deshacer de ella. Había sido de sus padres —nos dijo en un arranque de confianza— nomás él sabía el valor sentimental. Se la podíamos rentar por un año. Con todo, en Monterrey ya me estaba hablando de vendérmela ¡en 500,000 wey! Sí… pero no. No pos no, ni así le llegábamos, pero no le dije nada. Pero por otra parte a mí ni por aquí me pasaba que pudiera haber algo oscuro o chueco, al contrario, pensé que por alguna razón estaba ahorcado, aunque no diera muestras de ello. No’mbre wey, de todos modos me frotaba las manos con la posibilidad de que me la rentara. Te explico todo enrevesado ¿verdad? Me recibió casi a punto de salir, no se sorprendió de verme, acaso porque me reconoció enseguida. Se mostró, hmm ¿cómo decirte? como con un dejo de gratitud de verme, ahora que lo pienso tal vez fue un gesto de alivio, creo que yo representaba una solución o algo así. Pero él tenía que salir de urgencia, que lo esperara, a su retorno en dos días haríamos la formalidad del trato. Cuando supo que estaba en un hotel me hizo el ofrecimiento. Me la dejó así de buenas a primeras. Claro a mí me pareció por lo menos desacostumbrado pero al mismo tiempo muy natural, no sé cómo decirte, había algo en su carisma, en su tranquilidad emocional, algo que esparcía confianza. Que “la calara” me dijo, me dio las llaves. Acepté. Se me hizo fácil hacerlo, de alguna manera aceptaba su decisión y al hacerlo entendí una cierta manipulación, qué sé yo, el caso es que se me hizo fácil y de otra manera no iba a poder conocerla bien hasta su regreso. Era media mañana, hicimos un recorrido apresurado por la casa, subimos, con ademanes rápidos señaló recámaras y baños y detalles como “aquí las toallas, aquí las sábanas”, cuando salíamos del walk in closet le descubrí mirándome con una sonrisa como de niño travieso, una mirada que le iluminaba el rostro y que ahora me la explico con tanta claridad, pero en ese momento no supe hacerlo, no la pude descifrar. Bajamos de nuevo en un dos por tres. Desenvuelto y cálido apretó mis hombros con sus manos, viéndome directo a los ojos, sonriente: “Tengo que correr al aeropuerto, reconfirmo que eres un tipazo y me caes muy bien”, me dijo, como si eso explicara su proceder. Lo vi tomar una maleta y un portafolio tipo mochila que ya estaban cerca de la puerta. Repasó el espacio de la entrada de arriba abajo, recorrió con su mirada el recibidor, la estancia, el comedor y antes de salir me hizo un guiño y dijo: “Pronto estará en buenas manos contigo”.

Yep. Aurora y yo ya teníamos planeado todo para la mudanza de Guadalajara a Monterrey. Cuando me vi solo de nuevo le marqué a ella quien, como te digo, estaba entusiasmada: “¿Estás emocionada?”, le pregunté sin saber que esas serían algunas de mis últimas palabras con ella, digo, hasta ahora. “Bien mucho, Miguel”, me respondió. El abogado me dijo que lo vería de vuelta en dos días para cerrar el trato y sacar sus cosas, así de rápido sería todo; explicó que ya tenía un pie en Jalisco. Hoy recuerdo que también me dijo que sacaría “algunos papelitos importantes” y ahora ya podemos deducir a qué se refería. Fue todo tan rápido. Pero las cosas fueron así porque yo me adelanté a nuestro encuentro, él en realidad no me esperaba sino hasta varios días después, pero Aurora y yo ya estábamos listos, comíamos ansias. Ella y yo vivimos en Nueva York mucho tiempo, no recuerdo si supiste, eso fue antes de caerle a San Antonio, que eso sí supiste; hace unos meses planeamos volver a México y nos fuimos al departamento en Guadalajara (como sabes Aurora es tapatía), recalamos en la bella Guanatos (para los cuates), pero terminamos decidiéndonos por Monterrey. Ya sabes, mi terruño, a un paso de San Antonio, etc. Termino de ponerte al corriente: tenemos una próspera agencia de traducciones, publicidad y diseño que nos permite trabajar desde cualquier parte. El plan era alternar ciudades. Te digo que comíamos ansias y ahora siento como que las ansias nos comen a nosotros, a mí por lo menos, a mí de diferente manera, a mí ahora lejos de Aurora. Pues, pos ahí estaba, preguntándome si el abogado se mantendría en lo de los tres mil dólares mensuales, preguntándome igual por el drástico cambio de precio de venta, digo, ahora esgrimía casi la mitad de lo que había indicado en Nuevo Vallarta, preguntándome en últimas si se haría realidad rentar esa casa. En fin, ahí estaba a solas en esa casa, en el principio de tantas preguntas. Saqué mi tableta y puse música. Casi enseguida comenzaría a revisar la casa detenidamente, quería sentirla, saber si me enamoraría de ella. Si se dejaría habitar por nosotros. Las casas te aceptan o te rechazan, ya sabes. El primer día dormí mal en la recámara principal, la más habitable. Desperté en una mañana nublada. Compré víveres en una tienda de autoservicio, también el periódico, volví a La Pirámide y, entonces, que se deshace el nudo wey.

II
El nudo desecho

Leí la noticia: foto y todo wey. ¡Era él, caón! Era él y otros dos wey, todos ensangrentados, estaban muertos. Una balacera en la Colonia Ciudad del Sol de Guadalajara. Estaba muerto en primer plano, reconocible, identificado con el nombre que yo conocía: Ramiro Chapa.

*

Chapa está en el restaurante del Hilton en Plaza del Sol, termina su café, arroja la servilleta a un lado de su plato. La mujer que lo acompaña —de estatura baja y robusta, digamos con una obesidad contenida— parece enojada. Había ido a recibirlo al aeropuerto, decidieron comer en el Hilton luego de que Chapa se registró.

—Guadalajara no se discute, no debiste hacerlo.

—Me tengo que ir —dijo Chapa indiferente a las palabras de Lupe Casillas, lo que acrecienta su irritación.

—Ahora hay que corregirlo todo.

Chapa se levantó de la mesa. “Ya bájale”, le dijo amable y con calma.

—Vivir aquí era lógico Ramiro, pero tu zona de trabajo pudo ser la costa. —Lupe Casillas permaneció sentada y su cara descompuesta no la disimulaba. Chapa la observa con la confianza de muchos años, la sabe alterada y le tiene paciencia, como siempre. Casillas es una tipa en sus sesenta que conoce del invierno lo más frío, y hoy está de armas tomar.

—¿Te veo en la mañana? —le pregunta él al tiempo que recoge su saco del respaldo de la silla, pero ella permanece en silencio, esforzándose por mantener una actitud inquebrantable.

Chapa contesta una llamada y se aleja de la mesa. Casillas evita verlo, mira a otro lado. Él se va desconcertado pero con prisa. “Ya voy” dice antes de cortar la comunicación. Sale del restaurante y ella no se vuelve a verlo. Él cruza el lobby, sale y se sube a un BMW polarizado donde lo esperan dos tipos con aspecto de militares, pero trajeados, uno de ellos le extiende una pistola con funda que Chapa se ciñe al cinto, por debajo del saco. El auto se desplaza hacia la salida del centro comercial donde está el hotel.

La cara de Lupe Casillas está tensa cuando dice al teléfono: “Ya salió”. Sus ojos se humedecen por unos segundos pero enseguida se levanta de la mesa, repuesta. Coge su bolso, se estira el blazer y desaparece con pasos firmes.

El BMW avanza adentrándose a Ciudad del Sol. Todo parece normal hasta que lentamente en una esquina se le atraviesa una camioneta blanca con doble cabina de la que se bajan tres jóvenes armados con AK-47. Atrás del BMW se detiene otro vehículo, una Cadillac Escalade de color gris plata. “Problemas”, dijo el chofer antes de desenfundar una escuadra Beretta. A Chapa le cae el veinte en ese momento, recuerda a Lupe Casillas diciendo “tu zona pudo ser la costa”. Saca su Magnum. “Cabrona”, dice antes de abrir la puerta del auto.

El BMW no está blindado y poco pueden hacer sus tripulantes. El chofer queda encimado al volante, con varios balazos en el pecho y en la cara. El otro apenas pisa la calle, cae abatido en tanto que Chapa se baja disparando primero al vehículo atravesado y enseguida contra los que lo emboscaron por detrás, cae en el fuego cruzado. Queda tendido en medio de la calle. Con los ojos abiertos observa la última imagen de su vida: una espesa alfombra lila en la sombreada banqueta: las flores de una frondosa jacaranda que cubren el piso.

*

Lo tratan de administrador de no sé qué y no sé cuántos, o sea era un prestanombres o un “lavador” o un contador de los narcos ¡qué sé yo wey! Pero qué, yo no me puse nervioso porque estaba ido. Tomé las cosas con bastante calma. Comencé a hacer inexplicablemente todo al revés. En lugar de salir corriendo me quedé ahí, le hablé por teléfono a Aurora y se puso histérica. Pospusimos la mudanza. Colgué. Entre ese minuto y el momento de subirme de nuevo a mi CR-V cambió por completo el mundo.

Cuando recién salía de Monterrey, manejaba y repasaba todo como en una película de la memoria. Ai voy, ai venía. Aglutinándose todo en mi mente en tanto el paisaje desértico a las orillas de la carretera apenas se modificaba. Entre el antes y el después de pronto todo mi pasado era un presente desconocido: Monterrey comienza a quedarse atrás. Pero, pues pos, ai vengo con todo revuelto y encima lo que no te he dicho.

*

En ese momento, con el periódico sobre la mesa del comedor, en La Pirámide todo se desmoronaba. Yo necesitaba pensar y no pensaba, necesitaba actuar y me quedaba inmóvil. Le di vueltas. Tantas que me fui yendo al vacío. Al vacío, pensaba, como Don Draper que cae y cae y cae: allá va en una caída libre la figura negra de un hombrecito por entre edificios neoyorquinos, por entre rostros de hermosas mujeres, sombras en el tiempo y vasos con whiskey en las rocas; el balanceo de delineadas pantorrillas femeninas, piernas cruzadas que culminan en delicados exquisitos pies descalzos. Desde mi tableta Billie Holliday entonaba Don’t Explain, haz de cuenta que la estoy escuchando, guardo nítidamente la sensación de haber estado en una Twilight Zone. La cosa se puso peor después del hallazgo. Tuve pesadillas. Insomnios. Imaginaba que en cualquier momento entraban a la casa tropas del ejército y cien federales y tiroteaban a diestra y siniestra. Me imaginé al lado de la Reina del Sur, en serio wey, me cae, por momentos me imaginaba balaceándome con policías y capos y enseguida me alucinaba pensando que una pandilla de sicarios entraba a la casa y me madreaba. Policías uniformados me torturaban, otras veces un químico loco me destazaba y me disolvía. Solo los ancianos de la tribu saben que un adulto puede sacar al viejo adolescente en que uno se va convirtiendo con la edad. Creo que he sido como un adolescente todo este tiempo. Estoy siéndolo. Un hombre de 29 convertido en un mozalbete estúpido e irresponsable. Por ratos estoy cierto que uno nunca deja del todo esa etapa. En algún momento tuve fiebre, pero ahí estaba. ¿Por qué? No sé. Enfermo y cayendo en un sopor regresivo, jugando a policías y ladrones en los terrenos baldíos de la colonia de mi infancia, alucinando hasta el fondo de mi taza de café. Me acostaba horas, bueno es un decir, digamos largos ratos dentro del enorme clóset de la recámara principal. Billie vocalizando Strange Fruit y Charlie Shavers acompañándola con esa plañidera trompeta de heraldo negro. Y en el intersticio el buen Vallejo, como siempre en mis laberintos, un coro de ángeles o de homeless, negros con zapatos rotos, ropa mugrosa llena de parches, boinas color marrón… o un coro de bellas sirenas enloquecidas, o una banda de poetisas ebrias cantando con amargura y con dulzura mezcladas: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… yo no sé. / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡yo no sé!” Un solo que se enreda con el humo de mi cigarro para ser alcanzado por el siguiente verso que imprime la voz de Billie en el aire, trenzándose con el sonido de Shavers, serpenteando en la dilatación de las venas de mis manos, recorridos sinuosos hasta que llegan a inundar mi corazón, corrientes sanguíneas que hacen olas, que se agolpan, flujos en torrente hasta el cuello, explosiones en mi garganta a cada fumada, a cada nuevo golpe antes de soltar el humo con dos o tres círculos perfectos ensanchándose, ondulándose en el aire, por entre los que pasa el jazz para volverse blues y hacer otra trenza, otros nudos con el humo. La imagen atroz meciéndose desde una rama de un árbol triste del sur estadunidense, esa escena pastoral; o me sentaba frente a la piramidita en el patio central y no pensaba nada, nomás dejaba correr el tiempo, el agua resbalando por los bordes de la pirámide, susurrando algo de la eternidad; o me acostaba en el piso de la sala a preguntarme por qué diablos no cogía mis cosas y me largaba a Guadalajara. ¿Qué esperaba? Pero el techo no me respondía ni yo reaccionaba. Pasé días entumecido sin atinar qué hacer. Cuando salía nomás iba a la tiendita, una vez entré al templo, creo que nunca había comido tan mal, puras mugres wey, compradas en una tiendita de autoservicio. Como un adolescente solo en su casa, pero sin la pandilla para la fiesta. Peor: Solo y pasmado, paralizado, absorto. Y cuando despertaba: Billie desde alguna parte de La Pirámide: Good Morning Heartache.

III
La cosa se puso peor

El alucine entretanto. Pasaban las horas. Hablaba solo. En realidad hablaba con La Pirámide, le mentaba madres, le imploraba menos silencio, menos intensidad, le pedía signos. Tuve el periódico dos-tres días abierto en esa sección, volvía a la mesa a ver la foto y releer la noticia, no podía creérmelo. La mesa del comedor tenía ya un montón de periódicos apilados, secciones en el piso. La pura inercia de la indecisión acumulándose. Lamentaba el negocio que se me iba de las manos: La Pirámide no sería nuestro espacio. Eso tampoco podía creérmelo luego de haberla sentido tan cerquita. Imaginaba que si el muerto no volvía tal vez yo. Los documentos, las escrituras estarán por aquí, pensé. ¿Quién lo conocía?, dónde su familia, nunca la mencionó. Ahí estaba yo, de la indolencia al disparate. Extravagante. Irracional. Busqué el título de propiedad, las escrituras, los papeles que me dieran indicios de quién había sido Chapa, pero los escritorios de la casa no aportaron nada, los cajones de la cocina, de las recámaras, tampoco. Quise recoger hojas de periódico del piso y terminé una vez más tendido en el suelo leyendo sin leer, viendo el techo, sus rugosidades, las lámparas del abanico en el centro del cielo, la nada. Hasta que mis ojos se posaron en una pistola que estaba pegada en el reverso de la mesa. Te lo juro. A gatas me acerqué hasta ella, no la despegué, estaba dentro de una funda que a su vez estaba remachada a la mesa. La observé no sé cuánto tiempo, así a gatas, la funda además estaba reforzada por cinta de tafetán. Por debajo de la mesa como te digo, en el espacio de la cabecera… de película wey, de pura pinche película. Estaba lista para ser extraída y usarla. O sea. Ahí estaba otra vez fantaseando una balacera en la que yo me veía obligado a usarla en contra de unos espías. Imagíname, sin reírte, sin siquiera sonreír caón —en serio, me cae— no es cosa de risa, pese a mis estúpidas fantasías que, en todo caso, supongo que eran una salida de mis miedos. Entonces fui a la isla de la cocina y abrí mi laptop, abrí Google, apunté lo que decía la pistola en un costado del cañón: hk usp 9mm, revisé toda la página, es una Heckler & Koch, alemana, semiautomática, con un cargador de 18 cartuchos. ¡Puta madre! Al quedarme ya estaba sumergiéndome en un círculo en espiral, (como Draper). Ahí estaba, vinculado de pronto a un muerto desconocido, hundiéndome en su mundo de violencia, en sus pantanos cenagosos de crimen y no sé qué más… oi nomás, ya parezco Corín Tellado o Bárbara Cartland: hundiéndome en las arenas movedizas del bajo mundo… ahí tienes, al mejor estilo de Danielle Steel, ahí estaba cayendo en los abismos de La Pirámide que ahora me ofrecía una pistola. Pero el absurdo total fue cuando encontré el dinero. Ay wey.

*

Mi fantasía infantil —créeme, desde la infancia— siempre ha sido que voy caminando en una calle solitaria cuando pasa un convoy de autos, a toda velocidad y con gran escándalo. Como en aquellas viejas series televisivas de detectives como Hunter o Columbo o una que nos quede más a mano en la imaginación: CSI Monterrey. Son varias patrullas que van persiguiendo a alguien que corre en un auto deportivo y que les lleva algo de ventaja, y el deportivo dobla en la mera esquina donde yo voy. Es una calle solitaria y de pronto veo que desde el quemacocos o desde una puerta que en plena carrera se abre —en mi imaginación es intercambiable el hueco desde donde lanzan una maleta que cae a mis pies. La veo en medio del pasmo y el terror, levanto la vista y un Lamborghini rojo, o a veces es un Porsche Cayman dejando un estrépito a manera de estela alejándose. Y enseguida veo doblar la esquina a todo el convoy que lo persigue en fila india, allá se van detrás del deportivo de lujo. La calle, como te digo está desierta, levanto la maleta y me doy cuenta que está llena de fajos de dólares. Después la gloria. Días gloriosos en un cinco estrellas, o sea, ya puedes imaginarte la champaña y las mujeres, los amigos celebrando. Mi sueño guajiro de la infancia. Pero casi siempre mi fantasía se disipa cuando abro la maleta. Ajá, esa ha sido mi fantasía de infancia wey, de historieta más que de película ¿no?, pero ni más y pos ni menos. Estúpido y absurdo por lo que de adolescente tiene, pero ahora imagíname en la sorpresa wey y pues pos ahora la realidad es muy otra. ¡Trata de ver la sorpresa real wey! Nombe, no sabes lo que sentí cuando descubrí el dineral dentro del walk in closet de la recámara principal, y luego cuando comprendí sus dimensiones cabrón. Nooombe no te imaginas cómo estaba, ni cómo me puse. En una circunstancia así, desmedida, inabarcable y desmesurada y todo lo que quieras, lo primero que me pasa por la mente ¿o cómo decirte?, lo primero que siento o lo que pienso son reminiscencias así, como resorteados aparecen recuerdos juveniles, recuerdos lejanos o recuerdos de hace un momento pero de otro tiempo ¿me entiendes cómo te digo?, es recurrente en mí, me vuelven ideas fantasiosas y estúpidas como lo del Lamborghini y el maletín lleno de dólares. Uta. Mira, yo ya había desistido de cambiarnos a Monterrey, estaba súper paranoide sin deberla ni nada pero sí temiendo a cada momento lo peor. ¡Pero no me salía! Ya estaba de Dios. “Pinche casa”, repetía, me ponía a hablar con ella, “estás maldita pinche Pirámide”, pero ahora a ratos le digo “bendita” pues a la mejor ella no me dejaba salir sin su secreto. Como ves me hace todavía hablar solo ¿eh?, cabrona casa.

*

Cuando venía hacia Laredo venía con miedo wey. Es más creo que el miedo se posesionó de una parte de mí. Es cierto eso de que el miedo es cabrón. Ai vengo por una parte con miedo pero por otra lleno de una adrenalina que alguna hormona suelta hacía irrumpir alborotando mi corazón, de pronto gritaba a todo pulmón, como un loco contento, alborozado. Cruzaba pueblos fantasmas. El retrovisor como fiel compañía. Pinche espejito se volvió un oráculo devolviéndome el pasado lo mismo que el futuro. Un receptáculo de palabras y pensamientos, de recuerdos, sentimientos, bendiciones y mentadas, de todo cuanto una mirada en silencio o dicharachera puede abarcar. Incluyendo rezos y por lo mismo tantas dudas.

*

Esos días en Monterrey en realidad no hablé con nadie. No conocí a nadie salvo a la mujer de la tiendita, era un barrio desierto. La tienda estaba atendida por esa mujer cuarentona pero apetecible, medio atractiva, con apariencia de distraída pero capté que todo lo observaba, como calculando no sé qué. Otras veces despachaban diferentes jóvenes, supongo que se turnaban, claro, parecían todos de la misma familia, acaso eran los concesionarios de la franquicia. Enseguida te hablo de la cuarentona porque me la cogí, nos cogimos, pero luego te platico. ¡Qué paalo, wey! Te cuento esto de la tiendita porque ahora me digo que ni en el mundo me hacen o eso quiero creer porque sin duda estoy en los videos de las cámaras de seguridad durante mis descompuestas visitas. Al templo de La Salle entré una sola vez wey, nunca crucé palabra con nadie, como ves estoy bien pinche paranoide. A veces me desdoblo. Y me asusto, claro. Como cuando hablo con La Pirámide, manía que dejé crecer como un mecanismo de defensa, por lo menos así lo justifico, pero ahora aún sin la representación de La Pirámide hablo conmigo mismo o con un tú dentro de mí ¿me entiendes cómo te digo? Me regaño wey, discuto, todo mentalmente aunque por momentos, me cae, me sorprendo hablándome en voz alta. Ahí es donde me asusto, cuando veo que somos dos o que soy más de yo, otro en mí ¿otros?, ¿me entiendes cómo te digo? Lo más peor es que a veces distingo la voz del otro. Su voz ya tiene una peculiaridad en mi psique. ¿Debo preocuparme? Sí. ¿Seré un caso de doble personalidad, wey? No, no lo creo ¿verdad?, no podría estar consciente, debe ser un mecanismo de defensa. Chinga pensarás que razono como un chamaco de 14 años. Y sí wey, así me siento, sobre todo cuando estoy solo. Un jovencito inmaduro ahora por primera vez a solas consigo mismo.

*

Escribirte fue una idea que me cayó del cielo caón, me cae que no podía encontrar mejor confidente. Fue un clic afortunado descubrirte en el caos de mi horizonte, no podías ser otro escudo mejor contra la soledad o la paranoia o la incertidumbre, pos pues. “¿Será?”, me pregunté con la hoja en blanco. “Pinche Pirámide debe ser, debe ser, es mi viejo amigo cabrona, algo me dice que ya la hicimos wey”, en serio, así le dije a la puta casa. Se me ha quedado, como te digo, la manía de hablar a solas con aquella casa loca que me metió en esto. Ahora le echo la culpa y le doy las gracias, alternadamente. “Hablar con él —contigo— me ayudará a encontrar la salida, alejarme de mi periferia, pero llegar a la otra frontera, la de todos”, le dije: Me dije.

*

Una de esas noches de desvelo, porque esos días posteriores a la muerte del administrador de no sé qué y no sé cuántos el insomnio me jugaba muy malas pasadas, iba de un lado a otro deambulando por toda la casa. Debatiéndome entre si comunicarme con Aurora o con alguien más allí mismo en Monterrey. Pero nadie, nadie conocido supo de mi presencia. Estoy seguro. Dormía dos, tres o cuatro horas seguidas. Profundamente. Y luego nada, puro quemar aceite, tirándolo, patine y patine en el aceite derramado, volviéndome un zombie, un sonámbulo. Paranoide de a madre. ¿Cómo fue? Una de esas noches, te digo, entré al walk in closet y me llamó la atención una gasa o a mí me pareció algo así como una venda que salía por un extremo de la alfombra, un mechón de gasa pegado a la pared. Me le quedé viendo un largo rato. Me acosté en la banquita otomana a fumarme uno, dos, tres cigarros y piense y piense en todo lo que te digo y de rato en rato viendo el mechón que salía del extremo de la alfombra. Me incorporé para levantarme, ya me iba de nuevo a peregrinar por La Pirámide, pero algo me dijo que jalara el listón, la venda, la gasa, ese mechón sobrenatural. Al hacerlo se levantó ese extremo de la alfombra. Y le jalé más y más wey. Nombe. Increíble.

IV
No’mbre, pa’qué te cuento

La tiendita está a unas cuadras, en una improbable ubicación a la que se llega de chiripa o por casualidad, una de dos que no es lo mismo pero es igual, dijo el poeta. Era una esquina muy incómoda para llegar al establecimiento en auto. Presumía servicio las 24 horas. Una noche sin embargo la encontré cerrada y a obscuras a las cuatro de la mañana, en cambio la noche de mi encuentro sexual con la mujer que te dije, fue a las cinco, más o menos, una hora impensable para los vecinos pero muy ad hoc para marcianos. Ella es alguien más bien sin descripción precisa, una mujer madura no sé decirte si era bonita o lo había sido, tenía algo. Esa noche sin embargo, si bien me pareció fea, resultó una hermosa bruja consumada y de lo más atractiva. Su tendencia a ver todo sospechoso había desaparecido, tal vez ya se había convencido que yo no representaba peligro o tal vez sus cálculos ya estaban satisfechos. Ya te dije que yo esos días comía basura y tomaba mucho café, bueno pues había ido por más café. Ella me saludó con semblante sincero, temí serle familiar, asumí que ya me reconocía y eso me incomodó pues la pesadilla en la que estaba metiéndome acendraba mi delirio de persecución. Sin embargo sentí con aplomo que me estaba volviendo poseedor de una paranoia domeñada. Me dijo que yo era un marciano o algo así porque a esa hora nadie llegaba. Se había quedado por inventario, era la mejor hora para eso “y para esas otras cosas que nunca se saben”, dijo en tono enigmático, sonriendo. La recuerdo tan bien que la estoy viendo. “Solo muy de vez en vez —agregó en tono confidencial, complicidad incluida— alguien perdido que atina a pasar por aquí”.

—Como yo —le dije.

Increíble la tipa. Habló un poco conmigo, lo suficiente para insinuarse pero con mucho donaire. Su sonrisa era algo más, había felicidad agazapada, contenida. Dijo algo así como que estábamos en tierra de nadie, como si estuviésemos en un aeropuerto. En uno internacional —enfatizó. Infinidad de vuelos, infinidad de pasajeros, cambio de aviones, largas esperas, vuelos perdidos. Su mirada esperaba. Sus ojos grandes acechando, prontos al brillo, a la detección de una imperceptible sintonía que me conectaba a sus pupilas, que imantaban mi reconocimiento de sus iris, de su cabello descuidado y esmerado al mismo tiempo, de su persona más allá de sus ropas, de su cuerpo pues, como una extensión de sus ojos que hipnotizaban mi atención hacia sí misma, hacia toda ella, hacia nada más que ella. Así fui cayendo dentro de sus ojos. Seguí hasta la comprensión puntual de su metáfora, me vi dentro de su original proposición, de pronto ya era parte del viaje. Su red como una tela de la araña que enredaba al bicho raro en que me había convertido yo esos días en la Chepevera. Ya sabes —proseguía ella— lo clásico en vuelos largos, una hacia su destino y otro hacia otro muy distinto. Los encuentros entre desconocidos, casuales y maravillosos, un clic en el bar, en el pasillo, en la sala de espera. Un rastro de ganas en el aire que los conecta, el hotel erigido en medio del aeropuerto, como cosa hecha adrede, el ensamble continuo. En tierra de nadie a las cinco de la mañana. Ahí estoy con un frasco de Nescafé en las manos. Ella me observa mientras se mueve de la cintura hacia abajo, como haciendo un inesperado y lento paso de baile, una cadencia inusual, de una cierta manera misteriosa, movimientos de leve sinuosidad en tanto se muerde los labios, delgados, y me ve sugiriendo con su mirada que me asome al otro lado del mostrador, hacia el suelo donde uno de sus pies descalzos acaba de dejar, de empujar algo informe. Era su calzón wey. Se estaba bajando el calzón. Un calzón ordinario, era un calzón color durazno, una deliciosa invitación en medio del tumulto de pasajeros que nunca nos harán en el mundo. Nuestras realidades en otra parte, nuestras libidos manifestándose ahí bajo la intensa luz neón de la tiendita, nuestras miradas enmarañadas de a madre. Me lanzo a rodear el mostrador cuando sin dejar de verme, levantando una ceja, me ordena: “Pérate”, y yo me engarroto, me atolondro sin saber qué hacer, sintiendo que mi inmovilidad dilata el tiempo. No entiendo la sorpresiva suspensión. En ese momento no sé lo que hace, mete sus manos debajo del mostrador, es apenas un instante pero. Anyway. Enseguida me guiña un ojo: “Ya”, me ordena inclinando la cabeza para indicar el camino hacia el otro lado del mostrador. Llego hasta ella y me le acercó despacito, unimos los cuerpos sin dejar de vernos, siento su vientre en el mío, se dilata mi fierro y ella se empuja. Todavía no nos abrazamos, qué momento wey, qué momento, estamos bien calientes pero posponemos la acción. No sé explicarte, pero estoy seguro que ella así lo estaba propiciando, vieja zorra, vieja hechicera diría el joven Hansel, embrujando el momento en ese recinto ignoto, de nadie. Ni La Pirámide ni el dinero ni el muerto, nadie, nada, todo eran esos ojos y ese calzón y ese cuerpo, nuestros cuerpos y ciertos temblores y entonces nuestras lenguas, los abrazos, las cuatro manos recorriéndonos, mutuamente, su muslo en mi cadera, el chasquido de los besos, las miradas en ningún lado, dentro de los párpados. Me saco la verga, le subo el vestido hasta la cintura en tanto ella se da media vuelta y se apoya, ligeramente inclinada, en la caja registradora. Separa las piernas. Ahí queríamos estar, perdidos, encontrándonos en ninguna parte. Acomodo mi fierro en la vagina. No puedo meterlo. Se abre, separa más las piernas y levanta las nalgas, lo intento de nuevo, batallamos juntos. Levanta una pierna, lo mismo, se siente apretada, cerrada, seca, entonces le doy vuelta y me bajo restregando mi cara por su cuerpo que huele a una mezcla indescifrable de perfume y desodorante hasta llegar ahí abajo, le muerdo la vulva, suavecito le hundo mis dientes, le meto mi lengua, le chupo las entrañas y siento cómo se contonea, oigo sus grititos, cierro los ojos y con los míos cierro los suyos. Mi cara hundida entre sus piernas, mi lengua perdida no sé cuánto rato hasta que siento que me estira el pelo, me jala del cabello, rodea con sus manos mi cabeza y siento que me quiere levantar. Suelto su vagina, llego hasta su boca, beso largo y profundo, sus manos siguen en torno a mi cabeza como suaves y tibias orejeras, impulsa mi cabeza hacia atrás, “te correspondo”, me susurra con sus ojos chisporroteando y se baja, en cuclillas me mama la verga con gran goce. Ay wey, qué momento, ¡qué momento caón! No es por dártela a desear, je je je, pero más que una cuarta, sí, se la devora toda. Dos tres veces parece ahogarse y vuelve a las andadas, a las mamadas quiero decir. Lo disfruta. Mama y simultáneamente me la jala con su mano, con sus manos me la estira, la acaricia, me llena todo el fierro de saliva. Todo, todo el pene está ensalivado, se levanta con su mirada complacida o implorante o las dos cosas. Se acomoda de nuevo dándome la espalda, ligeramente inclinada apoyándose en la registradora, levantando sus nalgas. Lanza un breve gemido cuando la penetro. No’mbre, pa’qué te cuento.

V
La sonrisa de Benjamín

La alfombra en el walk in closet estaba nomás sobrepuesta, debajo había piso de parquet entablonado o sea que esa parte de alfombra era falsa. En el centro de la habitación había un sofá de piel así tipo psiquiatra pero sin brazos ni respaldo: Era una banca blanca, como algunas de esas que te encuentras en las salas de los museos, delante de la obra de arte y tú te sientas porque el museo te exige, las obras de arte secuestran tu atención, te desgastan hasta que exhausto decides sentarte delante de un cuadro. Un retrato de Lucian Freud devolviéndote la mirada encarnada. Traigo a Lucian Freud muy cerquita, ¿qué tanto hace que Aurora y yo nos adentramos en el Museo de Arte Moderno de Fort Worth atraídos por sus retratos? Un pintor que diseca el cuerpo de sus víctimas, es decir de sus modelos, les arranca a pinceladas su esencia orgánica, de esa manera transporta sus apariencias y mete en cada retrato no solo el momento de la transportación de la realidad a la pintura sino un algo excesivo de lo humano de cada modelo que su pintura atrapa, quitándoselos. La mía —mi mirada— en ese momento era una de trastornado, de insomne, encarnada, tal como se me devolvía en uno de los espejos del walk in closet. Ahí me recluí el mismo día que leí de la balacera en Guadalajara. Recuerdo que me acosté en esa banca y repasé mi viaje Guadalajara-Monterrey, minuto a minuto recorriendo la sinuosa carretera, por un buen, buen rato. Recuerdo que sin lograrlo buscaba recordar el rostro del administrador de no sé qué tumbado en un equipal en el Playa Royale, pero nomás lo veía en el asfalto de la calle Tezozómoc en la Ciudad del Sol, cubierto de sangre, mirando sin ver hacia la cámara del fotógrafo de nota roja que captaba la ausencia de su vida y que a mí me producía pesadillas estando despierto en esa banca de gajos blancos, poliédricos, perfectos. Era pues una especie de taburete acojinado, rectangular, donde a ratos, con frecuencia en esos días me acostaba como digo a divagar. Ahí deduje como en una repentina revelación, chinga como si fuera importante, pero de pronto supe por qué la tipa de la tiendita, antes de pasarme al otro lado del mostrador me dijo “pérate” (literal) y yo me congelé. ¿Te acuerdas que te dije que yo me quedé congelado por un momento incalculable?, pues mi deducción es que me detuvo en tanto desconectaba las cámaras de video, o sea, no quiso salir en la película. No quiso hacer una cinta porno, ¡aaaah ja ja ja! Saqué entonces del walk in closet la otomana para poder levantar sin dificultad toda la alfombra. La curiosidad mató al gato. Enrollé el rectángulo de alfombra, lo arrastré hasta el centro de la recámara. Deslicé un poco más la banca y luego eché a un lado la alfombra enrollada. Volví al walk in closet. En el centro del piso, a un costado del centro del piso estaban dos aldabas ocultas y digamos del otro lado, digamos como a metro y medio de las aldabas, había cuatro bisagras. Noté el dibujo invisible con forma rectangular, es decir mentalmente mi vista recorrió los contornos apenas perceptibles que las líneas paralelas de las bisagras y las aldabas dejaban escapar hasta llegar a formar sus respectivos ángulos arriba y abajo, digamos, donde alcancé a distinguir los nuevos trazos, los contornos de una puerta en el piso, ¿de una puerta sin dintel? “Una entrada”, pensé. “¡Un sótano!”, exclamé. “No, un sótano no puede ser, estás en el nivel superior”, me dije. Me quedé pensando un buen rato. No quería indagar más y al mismo tiempo no podía evitarlo. Pensé en un pasadizo o en un escondite subterráneo. “¡Qué subterráneo, no es posible!”, me grité. Pensé en comer, te lo juro, no sé por qué de pronto sentí un hambre canina. Tampoco supe establecer qué hora era, fue un momento de bloqueo, ¿era la medianoche o el mediodía? La luz de las lámparas en el techo no me ayudaban a discernirlo, lo cierto es que poco a poco dejé apaciguarse la curiosidad, la desesperación, y obré con mucha cautela, ¿qué tal si es una tumba clandestina, qué si hallo un montón de huesos y cráneos? “Nada, vuelvo a taparlos”, pensaba. “Ya debo largarme de aquí ¿qué me pasa?, ¿por qué no me he ido?” Era el cuarto o quinto día, ya no estoy seguro, ¿era el tercero o el segundo luego de enterarme que el administrador de no sé qué había sido acribillado?, ¿por policías?, ¿por enemigos? La nota no lo clarificaba. Le seguía dando vueltas al asunto. Anyway. En fin. Así descubrí esas aldabas que al jalarlas levantaban una tapa que era como una pequeña puerta. Una tapa como de metro y medio por dos, la levanté y la recargué sobre la caoba de una serie de cajones y repisas que ascendían por encima de mi estatura y que cubrían la pared de la derecha. Observo una capa de espuma de poliuretano, la levanto y aparece ante mis ojos la superficie de un tapiz apenas cubierto por celofán, así me lo pareció en un principio, un tapiz que retrataba duplicándola repetidamente la cara de Benjamín Franklin. Decenas de veces su cara, decenas de veces su sonrisa apretada, decenas de veces sus ojos, con su mirada que me inspiraba paciencia. Me quedé en un estado de hipnosis ante esa mirada que se multiplicaba wey, en serio, increíble. No lo podía creer. “¿Qué hora es?”, me repetía y sentía mis tripas gruñir rabiosamente. Había en esa cámara secreta varias pacas con fajos de billetes de cien súper apretados en una envoltura como digo de celofán. Era un escondite, sencillamente. Obvio que no había sótano ni túnel ni tumba ni nada de eso, era un compartimento escondido, un hueco como te digo de uno y medio acaso un poco más por dos o poco más o tal vez menos wey, la verdad no lo sé bien pero el hallazgo me puso de todos colores. Imagínate. Un hueco enorme repleto de rostros de Benjamín Franklin. Ora sí que no puedes imaginarte cómo me puse, sentí un vértigo inclasificable. Luego un terror o un pánico que me descontrolaba y enseguida la incredulidad llena de nervios me producía una risa histérica. Al principio no atinaba qué debía hacer. Tapar, cubrir aquel rostro apacible multiplicado tantas veces y salir corriendo de la maldita Pirámide. Había varias pacas o digamos como ladrillos del tamaño de una maleta mediana, unos bloques que se componían de otros más pequeños, cada uno con envoltura de celofán. Bloques así wey como de construcción, con fajos de cien. Ahí estaba yo sacándolos del walk in closet. El hambre feroz vociferando en mi estómago, la hora perdida, la razón dándome vueltas. Mareado, sudando frío y caliente alternadamente, fui a la cocina y abrí primero una méndiga bolsita de fritos. Ahí estuve no sé cuánto rato, un claro intersticio entre una vida y otra, mi Twilight Zone, una transición como cuando se incendian las tardes e imperceptiblemente se vive el último hálito del sol ya caído y a partir de ahí uno se adentra a la noche, al obscurecer y sus negras entrañas. “¿Qué hora será?”, le pregunté a La Pirámide. Pero dentro de la casa el tiempo dejó de tener importancia. La recámara principal tiene un ventanal que da a una terraza, tiene una cortina automática, de uso a control remoto pues, pero todo el tiempo la mantuve cerrada. Ahora no sé si conscientemente pero el caso es que no sabía, por lo mismo, si era de día o de noche. La luz de la habitación encendida todo el tiempo. Las cortinas siempre cerradas. Toda la casa igual, sin otra realidad que su interior. Luego de un tiempo indefinido me decidí a revisar el dinero. Pasé en la recámara contándolo no sé cuánto tiempo. Franklin era en esos momentos el tipo más simpático, la Mrs. Silence Dogood más bienvenida, una pluma para una carta secreta cuyo destinatario era yo. Un trabajo desempacar pero me impuse contarlo, obsesivamente, necesitaba saber cuánto había. ¿Por qué ahí mismo?, supongo que por loco —y La Pirámide no contradice a nadie—, ¿por qué no recogerlo y salir de ahí? Ah pero no, ahí estaba el obseso, pendejo paranoico, delirante, desempacando y contando, uno tras otro hasta que hube descuartizado cada ladrillo, hasta el último. Asumo que mi compulsión, así, reducía mi ansiedad. No importó constatar que cada ladrillo tenía 100 billetes equivalentes a 10 mil dólares, sencillo calcular una cantidad contando los ladrillos, pero no, ahí está el desenfrenado cuente y cuente lo mismo varias veces. Fume y fume. Cafeteando taza tras taza. El dinero desempacado comenzó a amontonarse en la recámara, la desbordó toda vez que apilaba los ladrillos sueltos aquí y allá, en el piso y los muebles, hasta parte del baño y del mismo walk in closet. Mi música tatuando el momento desde mi tableta. Siempre Billie. Day in, Day Out. Todo ese tiempo Billie. I’m a Fool to Want You. Más la Billie bluesera, la Billie del blues obscuro, la del blues más infausto como marco imperecedero de lo que me estaba ocurriendo. Just One of Those Things. Nuestra cantante imprimiéndole otra cicatriz al alma. One for My Baby (And One More for The Road). Y uno enloqueciendo, si podemos decir así. Un millón de dólares estaba compuesto por 10 mil billetes. Un algo empalagoso en la garganta, ¿gozo?, ¿satisfacción? Ansias. Hartazgo. Felicidad y angustia a la vez. Regocijo y agitación ante cada millón contado. Pese a todo, me quedé dormido a la mitad de un paquete, no sé cuánto tiempo, desperté sudoroso. Revisé mis apuntes en una libreta, volví a contar ese paquete. Si hubiera sabido que en la recámara de al lado había una contadora automática, apuesto que no la hubiera usado, quería contar yo mismo. El obsesivo compulsivo que habita en mí desde la infancia no iba a desaprovechar la oportunidad del trastorno. Y sin embargo ahí se dio mi transición personal, creo. Esas ocho o doce o catorce o 24 horas —whatever— contando ese dinero febrilmente me convirtieron en El Desaparecido. Pasé un buen rato en la ducha, haciendo planes, deshaciéndolos. Sin atinar a nada concreto, a nada que no fuera contar todo el dinero, cada fajo, cada ladrillo, cada paca. Ir a la cocina podía esperar. Comer, no ahora. Contar. Debía hacerlo, no sé qué me iba en ello, pero tenía que hacerlo. Todos los billetes de cien, no había mentiras, no había billetes de papel falso en medio de los fajos como había visto en las películas. ¿Me imaginas? Uf. Lo imposible sería volverlos a empacar de la misma manera. Un millón en esos billetes que tienen la mirada sonriente de Franklin cabe en una maleta regular de viaje wey. Cabe en el hueco de un microondas. En una de esas maletitas que puedes llevar arriba del avión, puedes llevar holgadamente un millón de dólares en billetes de cien. Once millones de dólares daban un aspecto desordenado a la espaciosa recámara. Lo estaba observando medio extasiado, medio incrédulo cuando en ese momento, con toda claridad, supe que golpeaban la puerta de la calle con mucha fuerza.

VI
“Los estaba esperando”

Sí. En un momento dado ¿a qué hora?, llegaron a La Pirámide seis pelados. Dejé la recámara a medio cerrar con los millones de dólares desordenados por todas partes. Tres habían cruzado el jardín y como guardaespaldas amaestrados enfocaban hacia distintos ángulos con rifles de alto poder, uno más golpeaba la puerta. Abrí aún aturdido. Sin embargo la presencia inesperada no me alteraba del todo, la había imaginado de tantas formas durante esos días que ahora que veía a estos cuatro pelados en la puerta me parecía natural. Todavía no sé de dónde me salió la frase: “Los estaba esperando”. Por dentro yo estaba tan sorprendido como ellos que no se la esperaban porque no me conocían. Supongo que no esperaban ver a nadie. Pero fue una frase tan repentina como salvadora.

—No quise tirar la puerta porque yo sabía que había alguien aquí. Mis presentimientos siempre me aconsejan. —La siniestra sonrisa del Caimán quería saltar sobre mi cara. En realidad no estaba sonriendo, era una mueca que enseguida supe habitual, todo su enorme rostro cercaba el mío, con asedio, invadiéndolo con un fuerte olor a whiskey.

Explicó que llevaban más de tres horas vigilando la casa porque las luces los alertaron. No las esperaban, la esperaban a obscuras. Era ya la madrugada y la falta de movimiento los exasperó, y como no apagaba ninguna luz incluso pensaron que Chapa las había dejado encendidas. Me explicaba con una tendencia a proseguir hablando hasta que visiblemente se esforzó para guardar silencio y seguir viéndome con extrema curiosidad. Esperando que por mi parte explicara mi presencia. Dos tipos que permanecían en la puertecilla de la reja que aísla al jardín de la calle, al borde de la banqueta, recibieron la orden de volver a los autos: tres patrullas de la Municipal y un Mercedes Benz. El Caimán era el único sin uniforme de policía, llevaba saco y corbata con el nudo flojo y los otros tres portaban la vestimenta de los municipales. Nos habíamos quedado a medio camino entre la puerta y el comedor, en el pasillo-recibidor, y dado el silencio que crecía me soltó impaciente, sin deshacer su mueca grosera, mostrando sus terribles dientes, torvo: “¿Quién cabrón eres?”

Yo estaba congelado de miedo, ya no había tanto aplomo, más bien era un congelamiento. Tenso, pensaba a toda velocidad: En una secuencia intermitente aparecían en mi mente todos los momentos con Chapa en Nuevo Vallarta; imágenes del dinero en el walk in closet, en la recámara, en mis manos contándolo; la foto del periódico con su cadáver; su despedida en esa misma puerta, y entre una y otra aparecían los disparates ideados en medio de mi fiebre solitaria ahí mismo en La Pirámide, que ahora cobraban una dimensión distinta, enrarecida; sentía un cosquilleo al recordar eso de las mil y una balaceras guiñándole un ojo a la Reina del Pacífico. Todo eso, paradójicamente, me calmaba, me controlaba un poco pero en la superficie estaba trabado y el Caimán a punto de reventar su impaciencia. Los otros monos nomás expectantes, duros, pero chocantes, como en una escena de mafiosos ridículos ahí estaban de pie, en silencio, con sus uniformes guangos y raídos, policías fachosos, horribles, criminales. Chistosos, pero criminales. Feos pues. Queriendo razonar pensaba por intervalos que el miedo se controla, que el susto es una impresión fugaz, que… “esto no es nada”. Me repetía mentalmente: “Nada, nada, un pinche susto, nomás estás asustado, suéltalo, es fugaz, el miedo nomás es descontrol. Contrólate, control cabrón, control, eso es todo, c-o-n-t-r-o-l”.

—¡Control! —dije sin querer, como explicando, en voz alta. La mueca en la cara del Caimán pareció crecer ahora sí en una sonrisa, pero no era diferente a la mueca inmóvil o casi inmóvil.

—“Control” —repitió el Caimán—, ¿así te dicen?, ¿esa es tu máscara?

Asentí con la cabeza de manera descontrolada.

—Me gusta —dijo y emitió una estentórea carcajada o algo que se le asimilaba entre hipos y sonidos de un respirar entrecortado, como un rugido que no lograba expresarse. Lo vi meterse a la casa, resollaba.

Tras su carcajada los demás parecieron relajarse. Pasaron a mi lado uno a uno, viéndome con desconfianza y al mismo tiempo de una manera casi amistosa, en todo caso sus miradas me lanzaban diferentes grados de una ciega complicidad, de una complicidad familiar, como si jugáramos en el mismo equipo. Buscaron un lugar en la sala, comenzaron a desplazarse indecisos para elegir un sillón, un sofá.

—Los estaba esperando —volví a decir más perturbado que antes.

—¿De dónde sales? —preguntó mirándome otra vez de cerca, ojos borrados, mirada directa, inquisitiva, lampiño, pálido al extremo y dientes de tiburón o de piraña, pero (asumí mucho después) que debido a la enorme jeta cocodrilesca —esa sonrisa involuntaria con dientes encimados unos de otros que le daban un feroz perfil— se había conformado con el apodo de Caimán. No entendí la pregunta pero me urgía tranquilizarme. Contesté en automático todavía combinando respuestas a medias con mis precipitados pensamientos que buscaban un escudo protector. Mi primera respuesta fue una explicación.

—Yo me iba a quedar con la casa.

—¿Y quién te paga, de dónde sales? —insistió.

“Es fugaz, el miedo se controla, contrólate”, me dije sin querer entre dientes, en voz baja.

—Háblame alto güero, repite lo que me estás rumiando, Control.

“Control”, repitió para dar paso a una risotada breve, casi un bufido y enseguida agregó: “me gusta, nunca lo había oído en nadie”, bufó de nuevo y me puso toda su atención, expectante otra vez.

—Todo está controlado —dije sin saber lo que quería decir—. Yo pago, nadie me paga, yo le pagué a Chapa —mentí buscando una puerta—. ¿Me entiendes? —agregué.

Se me quedó viendo de una manera extraña. La perplejidad o la sorpresa le ganó a su intención de inquirir. De pronto medio campechano y medio arisco al mismo tiempo me golpeó el hombro derecho. Soltó otra risotada, se atragantó, escupió abruptamente a un lado de la mesa del comedor, inclinado, arqueándose, cogiendo el respaldo de una de las sillas con ambas manos en tanto yo, sin darme cuenta, me fui deslizando hasta la cabecera de la mesa.

—Sentémonos, carajo —ordenó medio abatido por el esfuerzo de toser en medio de la risa.

Uno de los policías, el más inquieto o el más metiche, acaso el que tenía mayores aspiraciones de sumergirse más en el infierno, le espetó al Caimán en cuanto este se sentó: “La hora Caimán, ya es hora”.

—La hora la marco yo pendejo, ¡sácate!

Se retiró con la cabeza gacha, ladeada, ofendido o dolido. Se retiró hasta un sofá de la sala donde sus compañeros lo veían con sorna, impasibles pero con sendas sonrisas burlonas en las miradas. Sin atender las miradas de sus compañeros ni el desprecio del Caimán se me quedó viendo desde el sofá donde su hundió, como revirando sobre mí toda su carga de humillación, acaso pensando cómo desquitarse conmigo, cómo recuperar su amor propio a mis costillas, como estudiándome. La voz del Caimán me sacó de golpe de mis cavilaciones.

—A ver, una vez más, ¿de dónde sales?

—Nadie me conoce. Esa es la principal razón por la que Chapa me tuvo confianza, por eso me dejó con esta casa —dije de corrido casi sin inventar nada.

—¿Quién te paga?

—Nadie —dije a secas—. Yo le iba a pagar a Chapa por esta casa. Bueno —corregí—, de hecho le pagué. Pero la casa está embrujada, Chapa sigue aquí, pinche casa —dije con sinceridad y proseguí—: Chapa ya me la tenía lista ¿me entiendes? —mi pregunta casi fue una súplica y seguí hablando en círculos, no podía pararme, necesitaba sentir que le daba una buena respuesta pero me enredaba cada vez más—: Es una propiedad que jurídicamente ya no es, de ahora en adelante será una casa fantasma, yo no me voy a quedar con ella como sabrás, pero ella aquí va a seguir—… Mientras más sumaba palabras simultáneamente me espetaba a mí mismo, en algún otro nivel mental, que la estaba cagando, que qué pendejadas estaba diciendo. El tipo me veía entre la curiosidad y un hermetismo que me hacía creer que en cualquier momento desenfundaba su pistola para desenmascararme. Seguí: —Lo mismo puede permanecer en el mercado o igual me quedo con ella para que nadie la tenga—, me escuchaba a mí mismo con el falso aplomo de los mentirosos—: Pero lo más conveniente es que jurídicamente desaparezca, esta colonia ya deja mucho qué desear, es muy conocida, se ha convertido en pasado, ya se ha vuelto un lugar de poco valor para ti, para mí, para todos— “¿qué conjugaciones pendejas estás haciendo?”, escuchaba a mi otro yo espetándome, pero seguía malabareando palabras: —Chapa la bajó de rango, digo de precio, de valor, digo… Chapa me enseñó… desde Nuevo Vallarta, cuando hablamos de la necesidad de movernos… Chapa me adelantó que me elegía a mí para… El mercado al final es lo de menos, esta casa en el ámbito jurídico… Tú sabes, antes de irse a Guadalajara, Chapa me dijo “cálala, hazte cargo” y ya ves aquí estoy… ¿Me entiendes? —otra vez mi pregunta era un ruego de que me entendiera quién sabe qué, de que no me madreara o no me cachara… y tal vez algunas de esas palabras me las dictó Chapa desde el otro mundo o tal vez brilló mi buena estrella porque pues pos el Caimán interpretó mi “¿me entiendes?” como un supuesto o como un guiño a manera de sobrentendido cotidiano, un acercamiento familiar o eso quise creer. Otra irrupción de risa, borbotones, sin embargo menos alterados que la anterior andanada.

“Por eso estoy aquí”, añadí como al garete, sabiéndome poco convincente.

—Entonces ¿también tú estuviste en Nuevo Vallarta? —preguntó pero no esperó por la respuesta—. Esa zona será nuestra aunque haigan bajado al abogado —prosiguió en un tono cada vez más campechano—. Hablas como el abogado. Me caes bien, Control. Oye tu máscara nunca la había escuchado de nadie. De nadie —repitió—. Me sorprenden los jóvenes, últimamente proliferan los chavos estudiados como tú, como el abogado, pero él ya está en el otro barrio. El mundo cambia rápidamente. So, tú ibas a limpiar la casa… pos tendrás que hacerlo más en caliente ¿ya sabes lo que le pasó a Chapa, verdad?

—Lo vi en el periódico.

—Pos sabes que esta casa está quemada, ya estaba caliente, ahora ya se quemó. Esta casa ya no nos sirve. Ya no. Bórrala Control, bórrala como si Chapa estuviera vivo pero más en caliente. I mean, bórrala como si nada hubiera pasado pero más deprisa —se me quedó viendo como si quisiera ver en mi interior o como si estuviera viendo el infinito, medio ido pero mero en medio de aquí. Imaginé que estaba drogado. Apestaba a whiskey pero no parecía pedo, y si no estaba drogado enseguida lo estuvo porque sacó un estuche, lo abrió, esparció polvo sobre la mesa, lo alineó, lo sorbió y sin ofrecer volvió a mirarme. “¿Quién sabe?” —agregó—. “¿Desde cuándo haces tratos con Chapa?”

—Desde nunca —dije en automático, sintiendo miedo de nuevo o sintiéndolo más intenso en ese momento acaso porque al cruzar la pierna en un afán de enderezarme para permanecer a la altura de las circunstancias, sentí con mi rodilla la pistola bajo la mesa.

Otro borbotón de risa por lo bajo y la mirada aguzada, entrecerrando sus ojos borrados, indescifrables. “Como el abogado” —insistió—. “¿Te la entregó limpia?”

—¿Perdón?

—La casa, carajo. ¿Te la entregó limpia?

En ese momento recordé la recámara en el piso de arriba con el dinero flotando por todas partes. Lo vi volando, posándose en las paredes, en los espejos, lo vi salir por la puerta entreabierta. Franklin flotaba divertido. Vi nítidamente el momento en que yo salía de esa habitación donde acababa de contar el dineral, vi que la dejé entreabierta en mi precipitación y alarma a causa de los golpes en la puerta principal. Vi en mis pensamientos desbocados que los policías saltaban para arrancarle al aire cada billete, las risotadas del Caimán gritándoles “¡parecen putos!” y de nuevo su voz me destrabó de mi tara mental.

—¡¿Está limpia?! —por primera vez vi en su mirada la ira, la impaciencia con visos de alteración, acaso el enojo como un destello de la furia que este pelado puede alcanzar. Si uno se asoma a su abismo seguro ve cómo es la muerte.

—Por supuesto, Chapa se portó a la altura —dije pensando todavía en un trato de arrendamiento—. Hubo confianza entre nosotros, tanto tiempo —añadí ya en la mentira total.

Se recargó digamos que medio relajado pero a la vez medio en tensión. “Este tipo es bipolar”, pensé. Y es que siempre se mantenía tenso, como esperando a cada momento que alguien lo atacara. Nunca se relajó del todo, ni con su propia cuadrilla de policías. Uno no sabe por cuál extremo se pronunciará.

—Pinche Chapa, nunca lo conocí a fondo —chorritos de risa—. Pero pos en estas nunca conoces a nadie a fondo. La vida ya no es como antes —por un momento fugacísimo le vi en el rostro de cocodrilo un brillito de nostalgia o de arrepentimiento, acaso de su vieja dicha perdida en un recuerdo que duró lo que un suspiro.

—Yo tampoco —dije a secas, asustado, ¿qué seguía?, me preguntaba.

—Entonces ¿nada de nada?

—Limpia —dije medio comprendiendo que se refería ¿al dinero?, ¿a drogas?, y mi descontrol reapareció. Aún me pregunto cómo no fue perceptible por ninguno, yo estaba en el aparador y ellos eran los mirones, observaban cada parpadeo… o debí tener la seguridad que no me conozco, la circunspección que no manejaba o ellos me veían desde otro mundo sin entender nada obviamente—. Hay unas cajas abajo —dije señalando hacia el sótano—. Nada importante.

Con la mirada mandó a uno de los uniformados. Yo acaricié la pistola. Increíble, de veras, todavía no me la creo. Sentí la cacha, metí el índice en el arquito del gatillo, toqué el gatillo, el seguro… de pronto caí en la cuenta de que no estaba seguro que estuviera cargada. Tampoco sabía el contenido de las pinches cajas ¿si tienen droga o más dinero? Me tachan de mentiroso. Se me arma, pensaba. En eso apareció el poli cargando una de las cajas. Ya valí, me dije, pero enseguida escuché: “Son uniformes del ejército, Caimán”. La dejó caer cerca del hampón. “Hay otras tres”, informó en tanto que el Caimán me veía con ternura o eso creí o eso esperaba, quería que me apapacharan, que me dejaran a solas con Franklin. Se levantó. “Llévenlas a la patrulla del Venado, que las guarde en la Casa Roja de la Obispado y queda libre, dile que lo espero mañana”, ordenó.

—Me inspiras confianza, Control. Voy a confiarme. Mis presentimientos no son malos consejeros. Siempre echo volados cuando me late. Tú vas en este volado y ya después veremos qué tanto nos conocemos. Ya muerto Chapa, viva el Caimán —me espetó casi rozando mi rostro, con un hilito de risa en el que pendía que luego de Chapa le llegaba su momento—. Apunta tu número aquí, te quiero volver a ver. —Me extendió un celular, no jugué, apunté mi número en sus contactos, en la C bajo “Control”. Se lo devolví, lo guardó y enseguida sonó un ring como los de los teléfonos de antes, sacó del saco un celular apagado, lo guardó de nuevo y sacó enseguida otro, el que timbraba. Escuchó nomás.

—¿Reviso arriba, Caimán? —preguntaba ansioso el humillado, mirándome con el mismo rencor del principio. Puse el dorso de mi mano en la cacha de la HK, como si tuviera los huevos… vi los billetes flotando otra vez y a esos polis danzando como bailarines de ballet, saltando, recogiéndolos del aire en tanto el Caimán levantaba el índice delante de la cara del humillado, en señal de que se callara el hocico. “¿Reviso?” insistió y el Caimán le levantó las cejas, le acercó el índice a la cara, y le ensartó la mirada sin dejar de escuchar con atención. Entre ruidos guturales y un “ah, cabrón” y luego un “mmta” de pronto cerró la llamada y le ordenó a sus compinches: “¡Vámonos!” Se volvió a mí y también ordenó: “¡Te veo mañana!” y allá van en tumulto hacia la puerta, antes de salir se volteó de nuevo y sin detenerse soltó: “Te espero a las 2, aquí en El Regio Galerías, y no pierdas tiempo con la casa”.

No pierdo tiempo. Definitivamente, no pierdo tiempo. A las carreras empaco. De una recámara tomo cuatro maletas y otras dos tipo saco deportivo. Las retaco, atrabancado, con los once millones de dólares. Me asomo con mil precauciones a la cochera, a la calle, no hay nadie. Llevo el dinero hasta la cochera y lleno las partes traseras de la CR-V con el fabuloso equipaje. Corro por mi laptop, por mi tableta, por mi saco. Me entretengo no sé cuánto buscando la bolsa de la laptop, la hallo en un rincón, meto la mac y la tableta. ¿Qué más?, me preguntaba. Pienso en pasar por mi propia maleta al hotel pero desecho la idea. Voy volando a la cochera y al pasar le arranco a la mesa la pistola. Me le quedo viendo por unos segundos antes de decidir meterla en mi saco. A punto de salir observo entre orgulloso y agradecido el interior de La Pirámide. Siento un hueco, un punzón en la boca del estómago, pero me esfuerzo por acopiar cierta vanidad antes de cerrar con llave la casa. Con el miedo bajo control me subo al vehículo y pongo en marcha el motor. Recuerdo todo tan bien, está a punto de amanecer. Me veo cerrando los ojos en ese preciso momento como reprochándome el olvido, meneo la cabeza, sin apagar el motor con prisa me bajo del auto y abro de nuevo la puerta. En serio, por inverosímil que parezca volví al interior de La Pirámide y fui hasta la puerta del patio central: desenchufé la fuente. Fue un acto de despedida, fue mi abrazo wey, despidiéndome de La Pirámide. Vuelvo a cerrar la casa ya más bien apresurado, me subo al auto y enfilo hacia cualquier parte con el miedo bajo control, hmm, qué risa le daría al Caimán.

VII
Los ojos en el retrovisor

Doblé en Simón Bolívar, di vuelta en Calzada, tomé Gonzalitos, me devolví no sé dónde. Mi cerebro tiraba aceite. En un momento dado tomé de nuevo Simón Bolívar hasta dar con Ruiz Cortines. Ai venía. ¿Pos pues, por dónde agarro los cuernos de este toro con cara de cocodrilo? Ándale, me decía yo mismo viéndome en el retrovisor, hazle la faena de tu vida. ¿A poco?, pensaba momentos después, ¿a poco borrón y cuenta nueva? En esa órbita la pregunta. De hecho apareció desde que estuve girando en las entrañas de La Pirámide. Si me aparezco —sopesaba— meto en una red de riesgos a todos los que quiero. Mejor uno, yo nomás. La policía ni por aquí me pasó wey, y qué bueno porque me hubiera puesto de pechito, me cae, tú sabes, con esos nunca se sabe, quién sabe en la que me meto si acudo a esa ley o quién sabe en la que me meten, más bien, esos torcidos. ¿Y si esto es nomás porque soy tamaño egoísta?, me preguntaba luego, acusándome y me respondía enseguida: Lo averiguas después, bórrate. Manejaba como en piloto automático, o sea no sé cómo. ¿Dejo de existir y vuelvo a nacer? Me pinto borrándome. Te voy a extrañar Aurora. Un tiempo, luego te hablo. No. ¿Seré capaz? Qué dudas cabrón, qué duda te cabe. Me detuve de pronto a un costado de la avenida. Me bajé, mi celular vibraba y su lucecita centellaba en la bolsa del saco, lo saqué y sin ver quién me llamaba lo destrocé con mi tacón en el asfalto.

Y me vine wey, como te digo nomás dándole vueltas al mismo rollo, de hecho —te digo— desde que lo encontré en La Pirámide. El dineral, digo, el dineral… dejarlo o llevármelo (digo, traérmelo) tal era el dilema. Convertirme en parte del tal Ramiro, ser uno de los suyos o ignorarlo, sacármelo de encima, salir como entré de La Pirámide y olvidar todo eso como un episodio pasajero, un mal viaje o una mala película, salir del cine, lamentar el tiempo perdido y el mal momento y seguir caminando. ¡Ah, pero no!, ¡qué va!, ahí estaba mi nuevo yo, un daño colateral: ¿un delincuente consciente? No hay manera de negarlo, de justificarlo, ha sido una elección asumida. ¿Tú qué harías? ¿Eh?, ¿en serio? Pos pues: por eso me la pasé tirando aceite, ahí estaba mi otro yo, patine y patine.

Y la mirada en el espejo: Ya desapareciste, dale gas, sigue nomás, ya encontrarás la puerta. Pero volver pos no, ya, decidido. Y así avancé cada vez más cerca de este lado, cada vez más de este lado, más del lado de la muerte porque pues no hay de otra ¿o a dónde crees que mandaron a todos los que desaparecieron? Y ahora me pregunto: ¿otra identidad? Una opción, extrema sin duda, pero opción. Otra vida wey, otra película. Y le doy otra vuelta, otra vez la misma pinche vuelta, me pregunto de nuevo, una vez más ¿cuántos tienen una oportunidad como esta? ¿Se puede “matar” al pasado? ¿Valen la pena once pinches millones de dólares? Se puede, me repito. Sí se puede, me convenzo, recordando el celular destrozado en el pavimento. Como si eso.

A estas alturas uno termina viendo el pasado con la intención de recobrarlo, pero pos ya se fue. La actualidad es otra cosa, la realidad de hoy provoca que nos evitemos, la familia, los amigos, todos se dispersan sin remedio. La vida sigue y seguirá estés o no desaparecido —me digo. Sé otro. Fíjate en la ironía de las cosas, fíjate cómo son las cosas, planeábamos vivir en Monterrey. Rentar casa en Monterrey parecía tan a la mano, comprar una después… en estos tiempos las hallas a muy buenos precios, tantos regios siguen cambiándose a Texas.

*

La frontera aparece tras cruzar Nuevo Laredo, la mera orilla de nuestro noreste. A través del puente la fila de autos se acorta de manera paulatina. Avanzas a vuelta de rueda, en cámara lenta, hasta el momento en que dices: “Nada que declarar”. Entonces observas al aduanal asomándose al interior… “solo traigo ropa”, te escuchas repetir ante el oficial que todo lo examina. Te ves en el retrovisor, nervioso. ¿Cómo me veo Pinche Pirámide?, mírame cabrona, atarántamelo mamacita. “Sí”. “No”. Yo creo que hay algo en mí que no lo convence. Observo que tres carriles más allá dos agentes guían sendos perros policías. Ay wey, te apuesto que si vienen con los perros van a oler el dinero. “Ropa nada más”. Creo que no me cree. Tantas maletas, claro. “Sí”. “No”. “Sí, está bien”. Al final me ordena que me estacione en la zona de revisión. Avanzo sabiendo que ya valí madre. Para colmo en ese momento recuerdo la pistola en mi saco, chin, pero qué menso. Menso de a madre, ya ni cómo, no, ya ni cómo deshacerme de ella. Ya qué, ya valí. Otro oficial me indica donde debo estacionarme. Avanzo despacito. De pronto los perros ladran y enseguida todo se altera. Taca taca taca. Desde diferentes autos en diferentes carriles disparan ráfagas contra los desperdigados oficiales que corren a protegerse y a devolver el ataque. Plaf plaf plaf. Las balas dan en los vehículos, traspasan sus ventanas, desinflan sus llantas. Los perros están muertos, los agentes que los conducían están muertos, tendidos en el piso al lado de los perros. Taca taca taca. El agente que me indicaba con amabilidad donde estacionarme de repente puso cara de alerta y el rostro le fue cambiando de tan nítida manera que como un espejo me indicó que por encima de mi auto estaba viendo el peligro, acaso la muerte. Su hastío pasó de la alerta al miedo y enseguida a la decisión de quien se dispone a encarar a la muerte y sin embargo segundos después dudaba si pasarse al odio o volver al miedo o adquirir valor de nuevo. El puro desconcierto. Me apuntó con su pistola, viéndome como una amenaza, su reacción ante el peligro fue apuntar a todos los que le rodeábamos. Pronto me hizo señas que me moviera hacia donde debía estacionarme. Ahora sí a este mi cara lo habrá convencido de que no soy de armas tomar. En medio del caos y los balazos y los gritos entendí que le estorbaba. Plac plac plac. Seguí avanzando, con cautela pese a todo, con miedo, sin duda, pero avanzando. Zum zum.

*

La mirada en el retrovisor interior. El auto avanza y en mi rostro va apareciendo una sensación que puede explicarse con el asombro lo mismo que con la satisfacción lo mismo que con la incredulidad. Miro por encima del volante. Sonrío con la cara, si puedes entender cómo te digo, no con la boca sino con las cejas, con los cachetes, con las fosas nasales, con la lengua y el paladar, con los ojos, sonrío de una manera suelta, incontenible, que solo los nervios o el miedo o la audacia: lo inverosímil. Con los labios apretados detengo la sonrisa y esta se me sale por la mirada. Meto el acelerador, suave, de a poco. El motor va quemando aceite. Plac plac plac, se escucha el golpeteo de las balas con un sonido medio apagado, como si estuviera demasiado lejos. El auto deja una estela de humo que sale por el mofle. Taca taca taca, se oye impreciso el sonido de la balacera. El auto se desplaza más allá del último estacionamiento, ingresa propiamente a la primera calle de Laredo Texas, la avenida que pronto será la Autopista 35. Todo alrededor parece suspendido y sin volumen y al mismo tiempo el ruido se amplifica y la confusión se incrementa. Se escuchan diferentes sirenas desde diferentes ángulos, sirenas que aúllan entre el pánico y la desazón. Sirenas que cantan para los indecisos. Sirenas que ríen con una risa estruendosa que apacigua y disipa desasosiegos, y sin embargo con sus inflexiones propician otros estadios llenos de inquietud. En medio de todo mi corazón comanda un torrente tempestuoso, electrifica mis ideas, mis sienes a punto de estallar, mi sangre inflamada. Afuera del auto todo sucede en un instante que de inmediato parece lejano. Siento el pedal del acelerador obedeciéndome, avanzo. Los ojos en el retrovisor interior, miro hacia atrás, todo es distinto.


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