La penumbra se agita suavemente con el susurro de los pasos. Rogelia, habituada a la más leve modificación de su entorno, pregunta sin dejar de acomodar unas latas: “¿Qué se le ofrece?” La respuesta poco habitual, un breve silencio, la sobresalta. Levanta la vista y descubre una figura desconocida, sombría. La imagen se recorta como el recuerdo de un sueño, resaltada por la tímida luz de la mañana que entra perezosa a través de la puerta.
Apenas iniciado el gesto de repetir la pregunta, la voz del hombre interrumpe: “Deme una Pacífico, por favor”. Algo en la amable demanda la obliga a dirigirse apresurada a la hielera, sacar la botella, destaparla y extenderla solícita pese a la advertencia: “Prohibido ingerir bebidas embriagantes en el interior de este local”. Algo en el gesto apurado, en la fruición del acto, hace pensar a Rogelia que el hombre está agobiado por una preocupación cuya intimidad no debe penetrar y, culpable, regresa a su faena interrumpida.
El hombre se planta en la puerta y dispersa la vista por la calle soleada y vacía. Vuelve a dar un largo trago y la sensación de soledad se hace más sólida. Un año lejos, sin ella. Sin ellas. ¿Dónde estarán? Hubiera esperado cualquier cosa, excepto no encontrarlas.
La hostilidad, las evasivas de la madre no lo sorprendieron. Aun cuando le negó el acceso a la casa pensó que todo encajaba en la normalidad del trato que se dispensaron durante los meses que, obligado por la escasez de trabajo, tuvieron que habitar un mismo espacio. Pero ante la insistencia de la negativa, y las imágenes que guardaba nítidas en su memoria de las interminables disputas con esa mujer amargada e intratable —a quien ni su hija consideraba persona grata—, lo convencieron de la inutilidad de sus ruegos.
Entonces tuvo la certeza de que aquel era el final. ¿Dónde estarán? Apenas si se enteró que la mujer, en un acto que le pareció inusitado, escribía sobre un papel y lo extendía apresurada antes de cerrar de un golpe la puerta. Todavía aguardó de pie un largo rato, y cuando por fin reaccionó observó el papel.
Un número telefónico, qué absurdo.
Recordó la advertencia: “Es lo único que tengo de ella. No sé si la encuentre; nunca le he llamado, y ella nunca me ha buscado”. Entonces el teléfono era para él. La imaginó desesperada, soportando la situación hasta que resultó insostenible, para finalmente abandonar a su madre y buscar refugio en cualquier parte. ¿Con una amiga? ¿Algún familiar? ¿O...? Sacudió la cabeza. No podría vivir con otro hombre, si no para qué le dejó ese número.
No, no era absurdo.
Miró detenidamente el papel. No le parecía familiar. ¿De quién será? Recordó cuando por primera vez intentó comunicarse: “El número que usted marcó está fuera de servicio...” ¿Para qué se nos abre una puerta si al único sitio que conduce es al abismo? La certeza de que éste ahora sí era el final le sacudió los nervios. Sintió un ardor repentino en los ojos, como si un viento cargado de polvo se le metiera por la piel y quisiera desbordarse por las cuencas. Cuántas semanas deambulando ya, insistiendo en ese teléfono que invariablemente daba la misma respuesta insensible y neutra. Cuántas semanas vagando como perro abandonado, rondando la zona a la que correspondía ese número, con escasas posibilidades de poder encontrarlas.
Da el último trago hasta que no queda ni la espuma y vuelve a la penumbra del local. Afuera la calle continúa vacía. Coloca, sin prisa, las manos en el mostrador. Deja pasar el tiempo largamente, y como si apenas regresara de recorrer una gran distancia, vuelve a solicitar: “Deme otra cerveza, por favor”.
Ahora Rogelia descubre que ha desaparecido la prisa. Antes de dar el primer trago, el hombre pasea la vista en torno, sin detenerse en ningún punto específico, abstraído en sus remotos recuerdos.
“Dispense la pregunta” (a Rogelia la sobresalta esa interpelación inesperada y repentina), “pero como ha de conocer a toda la gente de por aquí, tal vez podrá ayudarme”.
El hombre la mira con apenas una llamita de esperanza en los ojos.
“El año pasado tuve que irme a Estados Unidos... Perdone que le cuente esto, pero estoy muy desesperado, necesito que alguien me ayude... Me fui y dejé a mi esposa y a mi hija —de seis meses apenas— con mi suegra... ¿Por qué las dejé...?”
Guarda silencio y fija su atención en la botella, como si ahí quisiera concentrar la desesperación de las últimas semanas. Prosigue:
“Ahora que regresé, ni siquiera me dejó entrar. Que ya no vivían ahí, y no me dio señas para encontrarlas. Sólo tengo un teléfono, en el que nunca me responden... ¿De pura casualidad no sabe si últimamente se ha cambiado por aquí una mujer con una bebé de año y medio? Es la edad que debe tener ahora mi hija”.
A Rogelia le parece escuchar su propia historia. Está a punto de llorar. Con el pretexto de acomodar las latas, le da la espalda y, tensando todo el cuerpo, se bebe la amargura del recuerdo.
En un instante se sitúa en aquella madrugada en que fingió dormir para hacerle menos hiriente la despedida. Imaginó su sombra deslizarse en esas horas oscuras, cuidando los últimos detalles antes de acercarse a la cama y posar ligeramente la mano sobre su hombro desnudo: una llamarada que incendió breve e intensamente los momentos vividos en esos pocos años difíciles pero felices.
Las primeras semanas de incertidumbre, de agonía lenta y corrosiva.
Pensó en la mujer desconocida de este hombre desesperanzado. Una complicidad secreta y remota la enlazó con ella. La imaginó desamparada los primeros días. La búsqueda vana de un cuerpo extraviado. El encuentro siempre doloroso con los espacios habituales ahora deshabitados. La vigilia herida por una tibieza lejana. Y despertar y saberse viva y solitaria.
Pero el hombre está frente a ella; Rogelia no tuvo esa suerte.
Después de algunos meses, recibió las primeras cartas, esperanzadoras. Dos años después —cuántas privaciones, cuántas emociones contenidas—, mientras por fin preparaba sus maletas para reunirse con él, un familiar le envió la noticia: muerto en un accidente de trabajo. Lo que siguió carece de sentido: venir a sepultarse en esta tienda donde el favor de su hermana le permitió reposar su amargura, aguardar una muerte cada vez más cercana que para Rogelia es una esperanza.
Como puede se disculpa y explica que pasa el día encerrada, y que en su condición le cuesta trabajo observar a todos los que visitan el establecimiento, y más a esas personas mustias que sólo se ocupan de sus asuntos. Se interrumpe creyendo haber ofendido la desesperación de su interlocutor.
El hombre toma la botella y regresa a la entrada. El sol golpea con más energía la calle. Entre el reverbero del mediodía y el mutismo de las fachadas, una puerta se abre a la distancia. Rogelia percibe la tensión de la silueta. Ambos concentran la mirada en ese punto que destruye la monotonía del cuadro ordinario.
El hombre, sin apartar los ojos, regresa al mostrador. Interroga: “¿Ve a esa mujer? ¿La conoce?” Ante la negativa, solicita: “¿Me permite su teléfono?”
Pese a la urgencia, marca parsimonioso, aguardando de antemano la voz mecánica que ha escuchado en los últimos días. Tras una breve espera, del otro lado el teléfono comienza a sonar. Una, dos, tres veces. La mujer cierra suavemente la puerta y acude a contestar el teléfono.