—¡Cómo que mandar a una mujer, y tan chica, al campo!
—Sí, la mandaban.
—Seguro no le gustaba.
—No, ¿cómo le iba a gustar?
—Era trabajo para hombres.
—Mi padre no lo entendía.
—¿Y los hombres?
—A ellos se los llevaba a la siembra.
—¿Y a ella a cuidar las vacas?
—Sí.
—Ese nombre es bonito, Carlota.
—Sí. También ella era bonita, yo me acuerdo.
—¿Era güera, como usted?
—Sí. Pero ella sí estaba bonita, bien delgadita, sus ojos muy verdozotes, su cabello largo, le caía hasta más de media espalda.
—¿Allá comía, en el campo?
—Sí, mi mamá le ponía su almuerzo para cuando fuera hora.
—¿Y ni siquiera alguien que la acompañara?
—No. Era la más grande de las mujeres. Las demás ayudábamos a mi mamá en la casa.
—Yo creo que sí le batallaba.
—Sí, porque no le gustaba ir.
—Pues cómo iba a gustarle.
—A lo mejor también cayó enferma por las amenazas de mi padre.
—¿Era duro él?
—Durísimo. Le decía que cuidado con que las vacas se metieran a otros terrenos. Que con él se las iba a ver.
—Mire.
—Sí, la amenazaba feo. Una vez sí vinieron a dar la queja a la casa.
—¿De?
—De que los animales se habían pasado a otro terreno y habían hecho destrozos.
—Pobre, ya me imagino la mortificación que pasó.
—La tunda que le dio mi padre. Le dejó la vara marcada por todos lados de los brazos y las piernas.
—Qué vida.
—A eso estaba acostumbrado uno. Esa vez mi padre había llegado borracho de la jornada.
—Quizá por eso la golpeó de más.
—No, así nos golpeaba siempre a todos.
—Y se tuvieron que pagar los destrozos.
—Sí, mi padre andaba todo molesto porque tenía que dar maíz cuando levantara la cosecha.
—¿En pago?
—Sí, porque ¿pues con qué más se podía pagar?
—¿Esa era Carlota?
—Carlota. Sí.
—¿Y la volvieron a mandar?
—Sí, y eran peores las amenazas. Imagínese cómo iba por el camino.
—Apenas puedo creer que la enviaban a cuidar vacas.
—Es muy difícil andar cuidando a esos animales. Se van para un lado, luego para otro y al rato ya andan hasta por allá, y en lo que usted va a regresarlas otras ya se le desperdigaron y no, es pesado.
—¿Y ella metida en esas?
—Una vez una vaca la tumbó. Se le echó encima porque le andaba pegando con un palo para que obedeciera.
—Sí, sé que a veces atacan.
—Atacan. Imagínese, chicos animalotes contra una chamaquita.
—Le fue mal.
—Mal. En la noche la untaron toda con pomada.
—La golpeó fuerte.
—Fuerte, le digo. Y al día siguiente otra vez al campo.
—¡Ay, Carlota! ¡Mira lo que me están platicando de ti!
—Pobrecita de mi hermana.
—¿Entonces la siguieron mandando al campo?
—Sí.
—Y cuando murió, ¿de qué fue?
—Pues yo creo que de todo eso, de todo eso junto.
—¿Pero no se enfermó?
—Pues se la pasaba triste, ya sin querer hacer nada, luego nomás acostada.
—¿La vio un médico?
—Ya ni me acuerdo. Creo que sí.
—¿No se recuperó?
—No. Pero dígame, tanto hombre en el campo, y ella solita y de chamaca, ¿usted cree que no le hicieron algo? ¿Qué es eso de que no quería hablar?
—Sí, le entiendo.
—Si a uno le hacían algo uno no decía nada. Siempre se quedaba callada porque le iba peor a una.
—¿Así era?
—Así era. De lo que tendría usted que enterarse.
—¿Le pongo a calentar de nuevo sus gorditas?
—No, señora. Así están bien.
—¿Cómo van a estar bien si ya se le enfriaron todas?
—Nomás envuélvamelas en un papel que me las voy a llevar.
—¿Está dura la vida, verdad?
—Sí. Señora, me gusta escribir y quiero pedirle permiso para escribir esta historia de Carlota.
—¿Le gusta escribir?
—Sí.
—Pues escríbala porque yo no pudiera. No sé leer ni escribir.
—La voy a escribir.
—Sí, le pone Carlota y las vacas.
Entonces dejé a la señora Enedina, y Carlota se me vino prendida al pensamiento hasta ahora que he relatado su historia, la cual tomará la forma de flores frescas cuando alguien la lea y Carlota sonría desde su tumba.