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Los libros de Ramón López Velarde

y algunas opiniones sobre su obra

René Michel

A Silvia Quezada y Ernesto Lumbreras

Fieles a los festejos anuales —a manera de fetiche o mal incurable—, sea para conmemorar el natalicio o la desaparición física de algún personaje histórico, o bien, de una figura del ámbito intelectual o literario, en este 2021, que está por fenecer el mes de diciembre que corre, los mexicanos hemos llevado a cabo todo tipo de actos (políticos, culturales y literarios) con el propósito de celebrar (con toda justicia, hay que decirlo), el centenario de la muerte del poeta Ramón López Velarde, acaecida el día 19 de junio de 1921, seis días después de que hubiese celebrado su onomástico número treinta y tres.

Entre las acciones institucionales emprendidas destacan los honores que le rindió el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, en Jerez, Zacatecas, a donde se trasladó el 19 de junio de 2021, para, en acto solemne, reconocer, desde su tierra, al jerezano, y señalar que “en su breve paso por el servicio público, López Velarde no alteró su estricta austeridad. Murió pobre, vivió con humildad, pero fue libre siempre y consecuente”. Palabras que nos recuerdan el sino trágico de los poetas que nacen y mueren en condiciones precarias sin que el valor y la calidad de su obra sea suficiente para que vivan decorosamente, sin carencias ni apremios.

Al igual que el primer mandatario de la nación, varios estudiosos, entre críticos y escritores, se sumaron a rememorar la vida del bardo zacatecano, e hicieron memoria de la grandeza de su obra, de la importancia de sus versos, para las generaciones que le precedieron y ya entrados en festejos hasta le dieron lectura en voz alta a su verso íntimo que desnuda, sin velos ni falso pudor, sus propias contradicciones humanas y su visión, sin ambages, de la patria a la que calificó de mansa, en su emblemático poema “La suave patria”, texto que se llegó a considerar como un segundo himno nacional.

Sin embargo, considero que muchos educadores, a pesar de que sabemos de la importancia de la promoción y difusión del libro y la lectura, aún tenemos una deuda con Ramón López Velarde, al que hemos dado muy poco a leer a nuestros pupilos quienes, lamentablemente, se han perdido del contacto directo con sus fervientes versos. Tómese, por tanto, esta nota de carácter bibliográfico como una forma de saldar, aunque sea parcialmente, tal compromiso ético, que deberá ser cumplido sin tregua por los docentes del área de lengua y literatura de todos los niveles educativos de nuestro país. Sus versos, sabemos los que nos hemos asomado a sus poemas, son oro molido para recuperar la palabra del amor prohibido y del sentimiento que se debate entre los apremios de la carne y los dictados severos del espíritu.

En este espacio deseo compartir una síntesis crítica y puntual del contenido de su obra, tanto la que se publicó en vida y que consta de dos pequeños libros de poesía, La sangre devota y Zozobra, como de la obra póstuma que alberga los versos inéditos que se reunieron bajo el título de El son del corazón, así como la que contiene sus prosas poéticas y periodísticas, reunidas en dos volúmenes, El minutero y Don de febrero, años después de su desaparición física. Va al final de cada reseña un botón de muestra de un poema, o alguna prosa, de su portentosa producción literaria.

La intención particular que alienta este trabajo de análisis e investigación, es la de propiciar que los potenciales lectores jóvenes, o quienes incluso aún no se hayan acercado a la excepcional obra literaria de López Velarde, reconozcan, por medio de estas líneas, algunos aspectos generales que caracteriza a cada uno de los cinco volúmenes que publicó, o se le publicaron de manera póstuma. Vale la pena tener presente que la labor de haber aglutinado todos sus textos en un solo libro, como ya es sabido, se lo debemos al entrañable crítico José Luis Martínez, quien los integró bajo el título de Obras que editó el Fondo de Cultura Económica en un tiraje de 3,000 ejemplares impresos en México el 4 de junio de 1971, según consta en el colofón del libro aludido.


La obra literaria de Ramón López Velarde

Primeros poemas

Están reunidos en Obras de José Luis Martínez, volumen que contiene toda lo escrito por el bardo nacido en Jerez. Se trata de veinticuatro poemas, consignados con la fecha y lugar de publicación, que va de 1905 a 1912. De ellos, nos dice Juan José Arreola, en una entrevista con La Jornada: “En sus primeros poemas encontramos la devoción, el apasionamiento y hasta la cursilería. Y ese es otro de los grandes méritos de Ramón: no le tenía miedo a ser cursi. Habla por ahí de que ‘sueñan las damitas’, que es soberanamente cursi. Pero cuando un hombre es gran poeta, le vale gorro y le entra a la cursilería y la dice con toda la satisfacción del mundo”.

De esos primeros poemas, Octavio Paz señala: “Poco se sabe para mí de lo que se escribió antes de 1915”. Aunque, como hemos visto, dos importantes estudiosos de Ramón López Velarde dan testimonio de la existencia de esta opera prima y, sobre todo, de su valía para comprender la génesis de la creación de tan importante poeta.


El piano de Genoveva

Piano llorón de Genoveva, doliente piano
que en tus teclas resumes de la vida el arcano;
piano llorón, tus teclas son blancas y son negras,
como mis días negros, como mis blancas horas;
piano de Genoveva que en la alta noche lloras,
que hace muchos inviernos crueles que no te alegras,
tu música es historia de poéticos males:
habla de encantamientos y de princesas reales,
de los pequeños novios que por robar los nidos
una tarde nublada se quedaron perdidos
en el bosque; y nos cuenta de la niña agraciada
que recibió regalos de sus once madrinas,
que no invitó a la otra a sus bodas divinas
y que sufrió por ello los enojos del hada.

Me pareces, oh piano, por tu voz lastimera,
una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd
que recibí en mi casa en plena juventud.
Piano de Genoveva, te amo por indiscreto;
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por uno, todos tus desengaños.

Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle
se nos ha vuelto triste por que tiene treinta años
y no hay por todo el pueblo quien ronde por su calle.

Genoveva, regálame tu amor crepuscular:
esos dulces treinta años yo los puedo adorar.
¡Ruégala tú que al menos, pobre piano llorón,
con sus plantas minúsculas me pise el corazón!

La sangre devota

Dedicado a los espíritus de los poetas decimonónicos, Manuel Gutiérrez Nájera y Manuel José Othón, este fue el primer libro que publicó Ramón López Velarde. En la crítica literaria se lee que, por los temas de muchas de las composiciones aparecidas en La sangre devota, el libro causó grata impresión, entre otras razones porque se ajustaba a la nueva apreciación de la vida y con los gustos provincianos que trajo consigo la Revolución. Una muestra de que a través de sus poemas se retrata el ambiente, unas veces religioso, otras familiar, muchas veces de erotismo todavía inocente, que permite elevar a la provincia dentro del marco nacional, a la categoría de tema literario, puede muy bien apreciarse en poemas como “Los domingos de provincia”, “Mi prima Águeda”, “A la gracia primitiva de las aldeanas”, “Del pueblo natal” y “A la patona de mi pueblo”.

Es con La sangre devota, al decir de la crítica literaria, que la poesía moderna que se había iniciado en México, dentro de una ciudad provinciana con aspiraciones cosmopolitas, se volvió expresión de la provincia ciudadana y nacional. Y además, esta misma crítica nos recuerda que, con esta primera obra, López Velarde inaugura también su propio mito romántico, que es el de su desdichado amor por su musa primera, a quien críticos como Ernesto Lumbreras nos ha recordado que llevó como nombre de pila el de Josefa de los Ríos, la famosa Fuensanta a la que tantos poemas hacen referencia en esta obra inicial, musa por cierto que encantara al escritor Juan José Arreola, quien incluso bautizara a una de sus hijas con este singular nombre poético.

Hermana, hazme llorar

Fuensanta:
dame todas las lágrimas del mar.
Mis ojos están secos y yo sufro
unas inmensas ganas de llorar.

Yo no sé si estoy triste por el alma
de mis fieles difuntos
o porque nuestros mustios corazones
nunca estarán sobre la tierra juntos.

Hazme llorar, hermana,
y la piedad cristiana
de tu manto inconsútil
enjúgueme los llantos con que llore.
el tiempo amargo de mi vida inútil.

Fuensanta:
¿tú conoces el mar?
Dicen que es menos grande y menos hondo
que el pesar.
Yo no sé ni por qué quiero llorar:
será tal vez por el pesar que escondo,
tal vez por mi infinita sed de amar.

Hermana:
dame todas las lágrimas del mar...


Zozobra

El gran poeta, ensayista y crítico literario José Emilio Pacheco señala que este segundo libro de poesía de López Velarde contiene cuarenta poemas escritos de 1916 a 1919, desde los 27 a los 31 años del poeta, y está ordenado en forma cronológica, además de que se inicia con la alegoría de su musa, Fuensanta, aunque su centro se halla en los poemas de Margarita, la segunda de sus musas, y a quien consagró en poemas como “Transmútase mi alma”, “Que sea para bien”, “La mancha de púrpura”. El libro cierra con el poema “Humildemente”: texto del regreso a Jerez, patria chica del poeta.

Zozobra, según la crítica especializada, los fanáticos y hasta los lectores más indiferentes, según las palabras de Pacheco, es el mejor libro de toda la producción literaria de Ramón López Velarde. A propósito nos dicen sus estudiosos que los grandes temas que florecieron en su poesía como el amor, la muerte, la ilusión y desilusión del placer, junto con la conciencia del pecado, el gozo, la nostalgia y lo que José Luis Martínez llama “el sentimiento de lo frustrado”, aparecen impecables, deliciosos en todos los textos poéticos que configuran este libro, “en donde la zozobra ya no está prefigurada sino presente siempre”.

Se ha dicho que en Zozobra hay cierta vuelta a lo bíblico y lo anhelado, pero como se constata al leerlo, en él también se habla de los placeres realizados, ya no de anuncios y deseos, como si se hubiera llegado a un lugar esperado, pero dueño de una auténtica tristeza que desde antes de salir lo acompañaba.

Por último, es en este singular poemario donde aparecen sus poemas “más fuertes, tanto en composición como en lenguaje y temática”. Entre ellos se hallan “La mancha de púrpura”, Mi corazón se amerita”, “Te honro en el espanto” de ascendencia baudelariana, “Las desterradas” y la increíble composición “Hormigas”, que le escuché leer, en varias ocasiones, a Juan José Arreola, y que “es uno de sus textos más memorables, donde hace una alegoría entre el deseo erótico apoderándose de un cuerpo y un encono de hormigas en mis venas voraces”.

Hormigas

A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.

Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.

Mas luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido bagazo;
y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno,
en una turbia fecha de cierzo gemebundo
en que ronde la luna porque robarte quiera,
ha de oler a sudario y a hierba machacada,
a droga y a responso, a pabilo y a cera.

Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.

Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.

El son del corazón

Este poemario, que se editó de forma póstuma, contiene diecinueve poemas: el último de ellos, recordemos, es su único poema cívico, dicho, en palabras del poeta, “en épica sordina”.

Al leerlo constatamos que en casi todos los poemas reunidos en este libro se encuentran los elementos de la poesía tradicional, principalmente la rima. Como pude constatar al leerlo, es aquí donde se encuentran algunos de sus poemas más enigmáticos como “El sueño de los guantes negros” y “La salta pared” y, a decir de la crítica, algunos de sus poemas más al estilo de Baudelaire como “En mi pecho feliz” y “Si soltera agonizas”.

En la mayoría de estos poemas predomina la confesión de quien no tiene miedo de morir, porque, dice, “probé de todo un poco”.

La constante de su poesía anterior es la amada, ausente o presente, de quien en este tercer libro póstumo (escrito entre 1919 y 1921, y aparecido en 1932) confirma su valor e importancia al afirmar categórico: “Dios que me ve que sin mujer no atino / en lo pequeño ni en lo grande, diome / de ángel guardián, un ángel femenino”.

De este libro considero de esencial lectura los poemas, “El perro de san Roque” y el mencionado “La suave patria”.

El minutero

En las Obras señala José Luis Martínez que el 19 de junio de 1923, segundo aniversario de la muerte de Ramón López Velarde, aparece la colección de prosas El minutero, en la imprenta de Murguía, al cuidado de Enrique Fernández Ledesma, uno de los amigos más cercanos del poeta.

Si hojeáramos esta primera antología de su prosa reunida verificaríamos que se compone de veintiocho prosas y un colofón escrito por Rafael López. Entre ellas resaltan, por su perfección formal y su precisión poética “Obra maestra”, “Novedad de la patria”, “La flor punitiva”, “Ureta”, “La sonrisa de la piedra”, “Un bailarín” y “José de Arimatea”.

Ninguna de sus prosas es banal y, lo que es más, en todas ellas existe una exigencia literaria de escritura rigurosa y el despliegue de un pensamiento analítico y crítico tanto de la realidad social como de aquellos temas personales que fueron motivo poético de sus preocupaciones a partir de asuntos que lo marcaron como individuo. La impronta de su tiempo y de los condicionantes de su vida íntima también se hallan abordados en su prosa literaria.

Obra maestra

El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio.

El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.

Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas.

Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias pretensiones. ¿Quién enmendará la plana de la fecundidad? Al tomar el lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio, por más que mis conclusiones se derivan, precisamente, de lo que en mí pueda haber de clemencia, de justicia, de vocación al ideal y hasta de cobardía.

Espero que mi humildad no sea ficticia, como no lo es mi miedo al dar a la vida un solo calificativo: el de formidable.

En acatamiento a la bondad que lucha con el mal, quisiera ponerme de rodillas para seguir trazando estos renglones temerarios. Dentro de mi temperamento, echar a rodar nuevos corazones, sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo.

Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino.

Quizá mientras me recreo con tamaña potestad, reflexiona en mí la mujer destinada a darme el hijo que valga más que yo. A las señoritas les es concedido de lo Alto repetir, sin irreverencia, las palabras de la Señora Única: “He aquí la esclava…” Y mi voluntad, en definitiva, capitula a un golpe de pestaña.

Pero mi hijo negativo lleva tiempo de existir. Existe en la gloria trascendental de que ni sus hombros ni su frente se agobien con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco. Aunque es inferior a los vertebrados en cuanto que carece de la dignidad del sufrimiento, vive dentro del mío como el ángel absoluto, prójimo de la especie humana. Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.

Don de febrero

A este libro lo forman el material recopilado por una investigadora, de quien Juan José Arreola nos dice: “Es bueno mencionar ahora el nombre de Elena Molina de Ortega, profesora, hija de profesores españoles, que vino a Guadalajara, San Luis Potosí, Aguascalientes, y no se diga a Zacatecas, a hurgonear, como decimos en Zapotlán, los archivos. Me decía ella después: ‘Yo no tengo ningún mérito, lo único que hice fue ponerme a trabajar. Pero talento no lo tengo y no puedo con López Velarde, supera todas mis capacidades’ ”. Pues ella, continúa Arreola, “con esa capacidad de hormiga trabajadora, fue reuniendo y localizando aquí y allá, en casas de amigos y amigas de Ramón, originales cosas publicadas pero perdidas”.

Los textos literarios reunidos bajo el título Don de febrero se halla compuesto por prosas, crónicas, ensayos, artículos periodísticos y dos cuentos. Se trata por lo tanto de una obra que alberga composiciones de diversos géneros que fueron cultivados por López Velarde como parte de su hacer literario, los cuales se encuentran en las Obras de José Luis Martínez con casi todo lo conocido de López Velarde hasta 1971.

La escuela de Angelita

Mal se ve en Guanajuato, en Michoacán y en Querétaro, que los niños de calidad vayan a estudiar las primeras letras a una escuela de hombres. Eso se queda para los párvulos plebeyos. Los niños principales concurren a una escuela de mujeres. En tal costumbre hay, quizá, un gentil acierto de la sociedad provinciana. Se gradúa todo un camino que arranca de los brazos maternales y concluye en la áspera cátedra de un áspero maestro de instrucción cívica. No deja de ser brusco arrancar de la familia a un personaje de seis años para soltarlo, de golpe y porrazo, frente a un dómine pedante, frecuentemente de melena y generalmente de folletín. Una maestra y unas condiscípulas equivalen, en cambio, a un suave y lucido factor de educación. ¿Sabemos, acaso, lo que Anatole France, nuestro fetiche, debe a las enseñanzas de Mademoiselle Lefort? Mademoiselle Lefort, sin duda, regó la tierra que había de nutrir los laureles del frágil y formidable poeta de El libro de mi amigo y de El crimen de Silvestre Bonnard. En realidad, las mujeres deberían estar siempre aleccionándonos.

En la escuela de Angelita, nos aleccionaban ella y sus hermanas Petrita y Lola. Angelita representaba la modernización; Petrita, justificando su nombre, ejercía el mando con dureza y nos pellizcaba y nos tiraba de las orejas, para arriba, para arriba, obligándonos a pararnos sobre la punta de los zapatos; Lola gobernaba sin dictadura y sin amabilidad, por lo cual no la envolvía la opinión pública ni en cariño ni en rencores. En la escuela de Angelita, la minoría de los hombres (perdón por lo pretensioso de la palabra) nos codeábamos con las muchachas más bellas de la capital de aquel Estado.

Al lado de Sofía Elizondo, y en su mismo libro segundo de Mantilla, leíamos a una voz la historia de Voltamad y su caballo, la de los niños perdidos en el bosque, ciertos versos de don Manuel Carpio y aquellos otros, de no sé quién, que acababan así: “¿Por qué lloré?, pero no llores”. ¿Se acuerda usted, Sofía?

María González, ya muerta, y de la que tal vez no quedará ni polvo, nos invitaba a estudiar con ella la Historia Sagrada. Y sus vehementes ojos negros se iban posando en las láminas murales: Caín y su víctima, Noé saliendo del Arca, la Torre de Babel, Rebeca entre los camellos... Afuera el sol doraba las guijas del arroyo, el reloj de la parroquia sonaba las once y las mariposas viajaban, como ilusiones trémulas de un pintor.

¿Y Lupe Azcona? Lupe Azcona llegaba todas las tardes, a las cuatro, a estudiar piano. Estudiaba una hora y regresaba a su casa. Lupe era la alumna de más edad, y muy alta, y muy garrida y con una cintura que quería romperse. Como sabíamos que tenía novio, los hombres la mirábamos con un terror curioso y las niñas que no habían acabado de quebrar el cascarón la envidiaban como a una paloma presumida y pulcra, que diría Ruiz Cabañas.

Lo que era para mí el acabóse, entre todos aquellos hechizos, era Natalia Pezo repasando su lección de geografía. ¡Qué arte gastaba Natalia Pezo frente al mapa de América, con el texto en la mano izquierda, y en la derecha un puntero de papel de periódico! Natalia estudiaba en voz alta: “Archipiélago de las Lucayas...” Y el puntero rascaba las ondas azules, inmóviles entre los meridianos y los paralelos, que aprisionaban el mar en una red negra. “Isla de Cuba...” Y el puntero resbalaba sobre un pez que iba a ser tragado por el golfo vecino. Todavía suenan en mis oídos las palabras de Natalia Pezo, sirena que cantaba las glorias del Atlántico.

Otras alumnas no despertaban nuestra fantasía, sino nuestros instintos rapaces. ¡Los hurtos de comestibles en los cajones abastados de las Anayas y las Preciados! Por fortuna, ellas me han absuelto de aquellos hurtos de pan y confituras.

Pero las blandas mujeres que nos besan cuando estamos en la cuna y nos prestan sus libros en la escuela temen, a poco, parecer deshonestas si nos miran, sin interrupción, medio minuto.


Valoración de la obra de López Velarde por diversos autores

Con el simple propósito de resaltar la importancia que la obra de López Velarde tuvo, tanto entre sus contemporáneos como entre quienes le precedieron, transcribo breves citas, a manera de voces, de algunos destacados autores de la literatura mexicana con el ánimo de picar la curiosidad del lector hacia la vida pero sobre todo hacia la lectura de los textos escritos en diversos géneros literarios, que unos en verso y otros en prosa, nos legara la pluma y el don poético del poeta más íntimo y personal que ha dado la literatura mexicana durante el siglo XX. Sea, de alguna manera, su lectura y discernimiento sopesado, un estímulo para confirmar por sí mismos lo que hay de cierto en estas opiniones seleccionadas.


Enrique González Martínez, poeta jalisciense

Tenía que morir joven, antes que la madurez impositiva y segura precisara las líneas de esbozo genial. Es imposible asomarse a la obra del poeta con los ojos llenos de lágrimas. Ya iremos descubriendo poco a poco lo que adivinaron sus pupilas y no logró ver la ceguedad; ya iremos oyendo a pausas su mensaje lírico que los oídos torpes no escucharon.


Enrique Anderson Imbert, crítico literario

López Velarde, como otros, quiso inventarse un lenguaje que sorprendiera con imágenes desacostumbradas.


Carlos González Peña, escritor y periodista

Una evolución de la poesía mexicana la inicia Ramón López Velarde. Aunque cultivó con sello originalísimo la prosa, como de ello da fe su obra póstuma El minutero.


José Dolores Frías, poeta y corresponsal de guerra

Así, López Velarde, desconocido, incomprendido por la mayoría, escribió los mejores poemas de nuestra literatura. Mejores por sugestión.


Antonio Castro Leal, escritor y exrector de la UNAM

Por una parte [López Velarde] es un poeta nacionalista que incorpora a la poesía un México pintoresco: delicadas emociones de la vida provinciana, brillantes toques de color local y aún luces y sombras de feria… Pero el mejor poeta es sin duda el otro: aquel que con cierta novedad barroca cantaba los conflictos del espíritu y de la carne. Un constante derroche de metáforas, no siempre felices, pero siempre nuevas en poesía.


Bernardo Ortiz de Montellano, poeta de la generación de los Contemporáneos

Orientábase a la interpretación lírica del complejo espíritu mexicano cuando lo dibujó la muerte. Sensibilidad erótica y católica, su sobresalto de niño sorprendido en el pecado, consciente y temeroso entre el juicio prometido y el juicio final, pagano y creyente… Creador de imágenes y de conflictos para explicar su Yo profundo.


Carlos Monsiváis, escritor y crítico literario

Curiosamente, fuera de “La suave patria”, la obra de López Velarde es poco leída. Quizá porque a las glorias de México se les venera mas no se les frecuenta, se le reconoce pero a una prudente, responsable distancia… Su aportación extraordinaria no es la resurrección del clima de misa tempranera y devoción pagana, ni las descripciones del desolado viaje sensual por las calles de México, aunque eso importa mucho. Lo radicalmente valioso en López Velarde es su lucha con el lenguaje.


Emmanuel Palacios, ensayista y poeta

Que al fin y al cabo lo mejor de él, dentro de sus limitaciones personales y temporales, está en su poesía, en su acendrado concepto de México, expresado con amorosa, puntual visión, a través del máximo poema lírico, “La suave patria”.


Salvador Elizondo, escritor, traductor y crítico literario

Supo elevar lo que de más particular había en la vida mexicana a la universalidad de la existencia poética.


Andrés Henestrosa, poeta, narrador, ensayista y orador

Ramón López Velarde, que era un niño grande, cuya arma mayor era su inteligente ingenuidad, caminaba por las anochecidas calles de México en un perenne evocar la provincia que había abandonado pero que cargaba consigo mismo. Fuensanta era como una síntesis de la sencilla mujer mexicana, olorosa a campo, a lucero y a palabra inocentemente dicha.


Marco Antonio Campos, poeta y ensayista

Al leer este poema [“La suave patria”] uno piensa en la vuelta de esa patria leve, modesta, la de los pequeños hechos y las cosas sencillas, la de la vida diaria sencilla en sus costumbres que une la capital y la provincia, el México antiguo y el México moderno, lo católico y lo pagano, en esa voz de la nacionalidad que desde hace mucho ha olvidado llamarnos, esa patria, en fin, como el íntimo y mejor refugio ante tanto horror.


Pablo Neruda, poeta

Pocos poetas con tan breves palabras nos han dicho tanto, y tan enteramente, de su propia tierra.


Octavio Paz, poeta y ensayista

El erotismo, la muerte y el amor ocupan el centro de su poesía porque López Velarde asume, en su vida y en su obra, una tradición espiritual que, desde su origen, se ha inclinado sobre el misterio de las relaciones entre esas tres palabras. Las otras definiciones —poeta de la provincia y poeta del amor sentimental— pecan por el extremo contrario: lo reducen a una particularidad pintoresca o lo convierten en un espíritu ñoño. Provinciano, sentimental, erótico, fúnebre, López Velarde es un poeta del amor, en el sentido casi religioso de la expresión: la pasión del amor.


José Luis Martínez, crítico literario

Año con año, desde el de su muerte, se han sucedido los homenajes, los estudios, las ediciones, y, lo que es más importante, cada año su obra deja de pertenecer en exclusiva a las minorías letradas para ser también del pueblo. Pocos como él han tenido ese privilegio y ellos son, a fin de cuentas, los que surcarán con credenciales mejores el río de los tiempos.


José Gorostiza, poeta de la generación de los Contemporáneos

López Velarde nos enseñó otra cosa: tenemos tierra y cielos propios, es decir, paisaje; tenemos maneras de expresarnos, es decir, idioma, y, por último, costumbres o vida regular e inconfundible. Los tres elementos, paisaje, idioma y costumbres, son la mejor base para un mexicanismo de adentro hacia afuera.


Gonzalo Celorio, escritor y crítico literario

Por lo que toca al vocabulario, la audacia de Ramón López Velarde consistió en disponer de la brillantez, el lujo, la sonoridad, la riqueza, la elegancia léxica modernista para liberar a la provincia mexicana de los lugares comunes que la habían reducido al tamaño de las tarjetas postales.


Juan Villoro, escritor, crítico literario y ensayista

López Velarde tuvo cuatro patrias, la más importante fue Zacatecas, su natal Jerez, en donde vivió. Pero también vivió en San Luis Potosí y Aguascalientes, así que ese triángulo de ciudades que tienen mucha similitud, que están relacionadas entre sí, fueron decisivas para su obra. Luego la Ciudad de México, que describió como ojerosa y pintada, que quizá lo marcó menos en su poesía.


Juan José Arreola, escritor y lector en voz alta

¿Nace el poeta cuando el político muere, o muere el poeta cuando el político nace? Yo no puedo responder esa pregunta, pero creo que pudo hacerlo Víctor Hugo. Lo cierto es que Ramón fue político y poeta durante su vida breve. Puede decirse que hay en él dos hombres juntos: el que luchó y el que supo que ya no vale la pena luchar. Porque la batalla estaba perdida desde antes.


Silvia Quezada Camberos, escritora y crítica literaria

Superior a La sangre devota es Zozobra, obra plena de madurez estética y estilística que publicó en 1919, es un universo de olores y sabores, donde el color del paisaje, el verso amoroso y sensual, el toque mortuorio e irónico cohabitan; un universo íntimo que se comparte fresco a cada lectura, y del que hemos de separarnos al cerrar la última página.


Luis Vicente de Aguinaga, poeta, ensayista y traductor

La patria íntima de López Velarde —y, con ella, la tesitura política de un importantísimo sector de la poesía mexicana moderna— resulta, por así decirlo, de la exposición de sus tejidos internos hacia el exterior. Cuando el poeta se dirige a su novia de antaño, que ha padecido un desdén inexplicable de su parte, le ruega que no lo condene. Al hacerlo, adapta el noli me condemnare (Job, 10:2) del Antiguo Testamento: “¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes”.


Ernesto Lumbreras, poeta y ensayista

A partir de la primavera de 1912, Ramón López Velarde toma como suya la ciudad de México. La habrá de recorrer en tranvía, en auto o caminando, de norte a sur, de este a oeste, bajo el sereno fantasmal de la madrugada o el rayo más pirómano del mediodía, durante las mañanas de perfume de naranja y de gardenia de las secretarias que viajan al centro o en la noche cuando el grillo acopla su nota al susurro de plata de los álamos.


Emmanuel Carballo, crítico literario

Entre los aciertos básicos que tuvo López Velarde sobresale este poder taumaturgo de crear personalísimas imágenes y metáforas.


Juan José Doñán, ensayista y columnista

Con el tiempo se vino a saber que, aparte de El Regional y de Pluma y Lápiz, Ramón López Velarde también había sido colaborador de otras publicaciones jaliscienses como la revista Kalendas, la cual se editaba en Lagos de Moreno, y Cultura, que se hacía en Guadalajara. Pero no menos relevante fue la estrecha relación afectiva e intelectual que el genio zacatecano mantuvo con insignes jalisquillos de la época como los poetas Amando J. de Alba, Antonio Moreno y Oviedo, Enrique González Martínez y Francisco González León (de cuya obra poética, por cierto, López Velarde se ocupó en más de una ocasión), así como con los escritores Carlos González Peña y Pedro de Alba. Prueba de esa relación fraternal es que López Velarde les dedicó a todos ellos poemas suyos, incluidos algunos de los más célebres. Paralelamente se encuentra otro filón no menos rico: el de los escritores de esta parte del mundo que, ya desde los días del poeta y a lo largo de muchas generaciones, se han venido ocupando de distintas facetas de la obra lopezvelardeana. Para 1952 daba cuenta de ello el propio Emmanuel Carballo, quien con cierto orgullo por la intelectualidad de su tierra destacaba a algunos escritores jaliscienses que lo habían antecedido en la tarea de poner en valor al gran poeta zacatecano, y entre otros menciona, si bien marcando su distancia de las apreciaciones hechas por más de uno de ellos, a Jesús S. Soto, a Antonio Gómez Robledo, a José Luis Martínez, al “heredotapatío” Alí Chumacero y al arandense Arturo Rivas Sainz, quien ya para esas alturas había publicado varios estudios de largo aliento sobre el legado de López Velarde, y dos de esos estudios aparecieron en sendos libritos: Concepto de la zozobra (1944) y La redondez de la creación (1951).


Epílogo

Ningún poeta, como se aprecia en las voces que he compartido, de autores nacidos en diferentes latitudes, ha sido indiferente a la lectura de cualquiera de sus textos, en verso o en prosa, y por ende, a su valoración crítica.

Impelido por los derroteros que marcaron la cruz de su existencia, en la época convulsa de la patria revolucionaria que lo llevo a escribir en “El retorno maléfico”: “Mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla”, Ramón López Velarde recurrió a la poesía íntima como si de una válvula de escape se tratara, con el afán de plasmar en imágenes y metáforas imperecederas las experiencias personales y colectivas que calaron muy hondo en su fina sensibilidad que muy bien pudo trasmutar en versos memorables que han sido y serán compartidos per secula seculorum entre los lectores de su obra que cada vez, con cada homenaje, parecen multiplicarse sin remedio.

Sirvan estas líneas como medio para divulgar entre los adolescentes la voz poética de autores que como el jerezano alimentan el espíritu y la sed natural de conocimiento de los jóvenes a los que hay que herir en su amor propio para mostrarles que no hay impedimento para acceder a la obra de un autor, por muy rebuscado que parezca, cuando se descubre que sus versos hablan de asuntos tan vitales como el amor, la muerte y la tierra que cotidianamente pisamos y que estamos obligados a explorar también con la imaginación.

Huentitán el Bajo, 5 de diciembre de 2021


Jumb20

Carlos Prospero

Nari Rico


Jumb21

Aleta dorsal

Ángel Ortuño


Jumb22

Poema de fin de año

Paulina García


Jumb23

Sólo para decirte…

Carlos Prospero


Jumb24

El compás perfecto

Luis Rico Chávez


Jumb25

Voces a contracorriente

Fernando Sánchez Bernal


Jumb26

Mi amigo Ángel Ortuño

Julio Alberto Valtierra


Jumb27

Los poemas de Paulina

Luis Rico Chávez


Jumb1

Edith Castro Alfaro Costa Rica

Pintura


Jumb2

Fósiles en Prepa 2

Fotografía


Jumb3

José Manuel Jiménez España

Dibujo


Jumb4

Juan Carlos Chavarría Costa Rica

Pintura


Jumb5

Alejandro Díaz de León

Ensamble


Jumb6

Armando Parvool Nuño

Fotografía