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El soundtrack de mi adolescencia

Toncho Pilatos, pilar del rock tapatío

Julio Alberto Valtierra juliovaltierra@hotmail.com


El álbum Toncho Pilatos, conocido también, aunque no de manera oficial, como Kukulkán, fue el primer LP del grupo tapatío del mismo nombre, que con su rara mezcla de rock, blues y música autóctona mexicana crea una armonía musical única. Fue lanzado en abril de 1971 por la disquera Polydor y es considerado como un disco fundamental en la historia del rock mexicano. Asimismo, este álbum es parte fundamental del soundtrack de una de las mejores etapas de mi vida: mi adolescencia en las calles del barrio de Talpita.

La portada muestra a los cinco integrantes vestidos con túnicas similares a las que usaban Jesús y sus apóstoles (haciendo alusión a Pilatos), parados sobre un montículo de piedras que semeja una pirámide prehispánica.

Las canciones que contiene el álbum son “Wait” (“Espera”), “Kukulkán”, “Drunk again” (“Borracho otra vez”), “Blind man” (“Hombre ciego”), “Déjenla en paz” (“Let her be”), “Tommy Lyz”, “La última danza” (“The last dance”) y “Dulce Monserrat” (“Sweet Monserrat”). Todas de Alfonso Guerrero Sánchez.

Los músicos que participaron en el álbum fueron Alfonso “Toncho” Guerrero, voz, armónica, flauta, violín y guitarra; Rigoberto “Rigo” Guerrero, guitarra; Miguel “El Pastel” Robledo, bajo; Raúl “El Güero” Briseño, batería; Alberto “Beto” López, teclados.


Historia de grupo para entender el disco

Toncho Pilatos es un grupo de rock mexicano formado en 1969 en el barrio de Analco de Guadalajara y que destacó en la década de los 70, tanto a nivel nacional como internacional. Fue uno los antecesores más representativos de la época under del rock mexicano. Desarrollada en los llamados “hoyos fonquis”, su música trascendió, más que con publicidad, con sus actuaciones en vivo.

A finales de los años sesenta, después de haber formado parte de los grupos Los Gatos, La Noche, Renacimiento y Frankie, Alfredo y París, Alfonso “Toncho” Guerrero se unió a su hermano Rigoberto “Rigo” Guerrero para formar Toncho Pilatos. Completaron la primera alineación del grupo Miguel “El Pastel” Robledo, Raúl “El Güero” Briseño y Alberto “Beto” López.

Ídolos del barrio de Analco, Toncho Pilatos fue el prototipo del grupo popular que se distinguió porque era el que le daba la pelea a los otros grupos considerados como de la high society del rock tapatío (Los Spiders, La Fachada de Piedra, La Revolución de Emiliano Zapata y 39.4), que vivían de la calzada Independencia hacia el poniente de la ciudad, es decir, de la calzada pa’llá, ya que los que vivían de la calzada pa’cá eran considerados los “mugrosos”.

Toncho Pilatos era el mejor grupo en su estilo, denominado “rock prehispánico”, dado que para interpretar su música mezclaban instrumentos autóctonos con los convencionales de una banda de rock.

Para mí, Toncho Pilatos fue el grupo más propositivo de los años setenta, ya que con su aire mexicanista fue de los primeros en demostrar que se podía tener algo de identidad propia y no copiarla vilmente de las propuestas anglosajonas. Toncho Pilatos se adelantó a su época y ha sido una gran influencia para muchos grupos, aunque esto no se haya valorado ni reconocido como se debe.

En alguna ocasión Alfonso “Toncho” Guerrero comentó acerca de su sonido y estilo: “Ese sonido mexicanista es algo que traigo de herencia, no sé de quién o de cuál de mis antepasados. No fue algo conceptual, eso es algo que ya traes, algo auténtico. Estas combinaciones mexicanistas, como la de los danzantes, de los teponaztles y del mariachi, es algo muy de nosotros. Y esa fusión fue adrede, porque es algo que te nace. Ahora bien, para que ese sonido mexicanista se oiga como tú quieres, lo logras por medio de la transmisión del color a tus compañeros musicales para que a su vez se transmita al público”.

La música que interpretaba Toncho Pilatos era original en letra e instrumentación, a pesar de la marcada influencia stoniana, sobre todo. Su sonido llamó tanto la atención que la compañía disquera Polydor, la más importante de esa época en México, les grabó su primer álbum, de funda doble, dentro de la serie “Rock Power”, algo que solamente habían logrado, hasta entonces, grupos norteamericanos, ingleses y canadienses, pero ninguno mexicano: Toncho Pilatos fue el primero. El disco tuvo tanto éxito que incluso fue editado en Alemania. El disco en cuestión es el que hoy comparto, es decir Toncho Pilatos o Kukulkán.

Para respaldar el lanzamiento del disco se enlazaron aquel lejano 20 de abril de 1971 nada menos que 345 radiodifusoras de todo el país, las cuales durante una hora se dedicaron a programar dicho álbum y a comentar su contenido. En 1997, Discos Manicomio reeditó este disco como CD.

La preferencia por parte de Discos Polydor hacia Toncho Pilatos causó una gran revolución, misma que terminó hasta que el disco fue lanzado con bombo y platillo y los resultados, aunque no fueron los que se esperaban, sirvieron para que el mismísimo Bob Dylan considerara que esa era la música que podía revolucionar el rock del mundo. Igualmente el guitarrista inglés Jeff Beck consideró el primer álbum de Toncho Pilatos como una influencia en su carrera musical.

Finalmente las críticas se dividieron, pero lo mejor se logró: proyectar a este grupo tapatío a nivel nacional, e incluso internacionalmente, pues lo reclamaban las más importantes ciudades para ver y escuchar su espectáculo en vivo, que era la mejor manera de captar en todo su esplendor la onda de Toncho Pilatos, en la que a veces se incluían mariachis o grupos de danzantes y músicos prehispánicos.

Los violines del Mariachi Nuevo Tecalitlán le dieron también un sello muy especial a la música del grupo y en las grandes presentaciones solían acompañarlos. Con el tiempo, Toncho Pilatos incorporó al grupo al violinista Richard Nassau, proveniente de Chicago.

Sin embargo, y a pesar del éxito obtenido, no fue sino hasta 1980 cuando Toncho Pilatos volvió a grabar, reapareciendo con Segunda vez.1 En gran parte, esta tardanza se debió a que el rock mexicano había entrado en un gran hoyo negro debido a la represión e intolerancia que surgió tras el Festival de Avándaro.

A finales de los años ochenta Toncho Pilatos desapareció de la escena tapatía. Después de varios cambios de formación, el grupo estuvo en Los Ángeles bajo el nombre de Toncho Indian Braves, donde por cierto no les fue muy bien.

En 1991 grabó su tercer y último disco, Soy mexicano.2 Alfonso “Toncho” Guerrero, cantante y líder de la banda, murió el sábado 4 de julio de 1992, a la edad de 42 años, pocos meses después de haber lanzado el disco, y pocas semanas después de haber hecho su última aparición en un programa televisivo transmitido por el Canal 4 de Guadalajara, en el cual, por cierto, no fue muy bien recibido, ya que dicho programa estaba dirigido principalmente a las amas de casa.

Después de la muerte de Toncho, el disco se reeditó con el nombre de Es… tu última danza.

Pero el legado de Toncho Pilatos ahí queda: con su sonido mexicanista y sus letras en español este legendario grupo tapatío sembró las semillas del verdadero rock mexicano. Además, sus tres discos hoy son considerados de culto.

Actualmente llamada Pastel Pilatos, la banda sigue activa, conformada por algunos de sus miembros originales, y se presenta con cierta regularidad en diferentes foros de la ciudad de Guadalajara.


¿Pero por qué este disco me sabe a barrio y está entre mis favoritos?
Los sesenta tardíos en Guadalajara

En los últimos años de la década de los sesenta y los primeros de la década de los setenta el rol del rocanrol hecho en Guadalajara fue uno de los más destacados para el resto de México; además, hubo hechos de cierta trascendencia, como la actuación de dos bandas tapatías en el celebérrimo Festival de Avándaro.

La segunda generación de rockeros tapatíos corresponde a finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando en Guadalajara surgieron grupos como Los Spiders, La Revolución de Emiliano Zapata, La Fachada de Piedra, Tinta Blanca, La Quinta Visión, Toncho Pilatos, 39.4, y otros más que duro al rol del rocanrol. Salvo Toncho Pilatos y Tinta Blanca, estos grupos tenían como prioridad componer y cantar en inglés.

A principios de los años sesenta el look de los rockeros correspondía al del rebelde sin causa: pantalones ajustados, chamarras de cuero y copetes envaselinados. Pero poco a poco la indumentaria, la imagen y la actitud de los chavos fueron cambiando. A finales de la década de los sesenta en Guadalajara se usaban los pantalones acampanados, a la cadera, de rayas verticales o de dos colores; los ropajes se llenaron de flores y de colores llamativos; el peace and love era un saludo tan común como el “simón”, el “nel pastel” o el “quiúbole”; y la greña se fue haciendo más larga.

Por esos años no había discotecas y menos aún antros, pero había tocadas en el Casino Francés, en el Club de Leones, en el Casino del Agua Azul, en los centros barriales de Jardines del Bosque, La Tuzanía, La Arboleda de Zapopan y en muchas partes más. Al principio estos grupos tocaban en las fiestas de sus colonias y luego su fama se fue extendiendo por toda la ciudad.

A finales de los sesenta, cuando el hippismo ya había llegado a México, se dio en el país un movimiento rocanrolero más o menos importante. Por esos años comenzaron a bajar del norte infinidad de grupos que buscaban fama y fortuna en el DF. En esta segunda etapa del rock mexicano apareció una oleada de músicos que, olvidándose de los covers, comenzó a hacer un rock original, aunque aún estaban evidentemente influenciados por los grandes grupos estadounidenses e ingleses. A partir de 1968 a este movimiento musical se le conoció como La Onda Chicana, y a partir de ella el rock mexicano ya fue otra onda.

Entre 1968 y 1971 emergió una nueva camada de rocanroleros mexicanos que buscaba forjar un rock más original, que fuera reconocido distintivamente como mexicano. Los mejores grupos de esos años intentaron desarrollar un rock que expresara sus propias ideas, aunque lo hicieron sobre las bases y patrones más básicos.

A partir de 1966 se dio una división entre los intérpretes del rock mexicano. Por un lado estaban los que continuaron con la costumbre de copiar canciones extranjeras adaptando las letras al español. Del otro lado se encontraban los que optaron por tocar sus propias composiciones, lo cual era bueno, pero desgraciadamente casi todos los grupos que formaron la segunda corriente cantaban en inglés. Los del primer grupo fueron muy numerosos, sin embargo, después de 1968 la fórmula de tener éxito interpretando covers dejó de funcionar, quedando el campo libre para los grupos que tocaban composiciones originales.

Para finales de 1969 los grupos que interpretaban música original comenzaron a tener el apoyo de las compañías disqueras. De esta forma el rock mexicano adquirió un perfil más maduro y se comenzó, por un lado, a componer material propio cantado en español y, por otro lado, las nuevas grabaciones comenzaron a mezclar elementos de la cultura mexicana con las influencias y sonidos extranjeros.

Este movimiento del rock nacional atrajo a un conjunto masivo de juventud urbana justo en el momento que Luis Echeverría se convertía en presidente de México. El hecho de que esta música alcanzara tanta popularidad fue un reto para la nueva administración, que venía arrastrando la sombra de los lamentables sucesos del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.

A principios de los setenta los rockeros mexicanos estaban en su mayoría influenciados por los grupos de rock progresivo (Pink Floyd) y por los pioneros del rock pesado (Led Zeppelin) y la gran mayoría prefería rehuir la cuestión de las letras componiendo en inglés o enfatizando la parte instrumental. Pero también hubo dos que tres que, renegando del idioma del hot dog comenzaron a componer en español. Uno de los pioneros en este rollo, pésele a quien le pesare, fueron Alejandro Lora y su Three Souls in my Mind, lo cual quedó demostrado durante su participación en el Festival de Avándaro. En Guadalajara uno de los primeros rockeros que se aventuró a componer en español fue precisamente Toncho Pilatos.

Así pues, a finales de los sesenta hubo infinidad de grupos que le dieron duro y tupido al rol del rocanrol buscando consagrarse como las grandes figuras del rock en México. La lista es enorme, y entre los más destacados se encuentran Javier Bátiz y Soul Force, Los Dug Dug’s, Love Army, El Amor, Peace and Love, Bandido, La Tribu, La División del Norte, Tequila, El Epílogo, El Ritual, Los Yaki, Luz y Fuerza, La Verdad Desnuda, Antorcha, Cosa Nostra, Pipa de la Paz, Kaleidoscope, Renaissance, Love Syndicate, Lucrecia y Wingman (del hijo de Díaz Ordaz), Los Locos, Mr. Loco (estos dos últimos descendientes de los Locos del Ritmo), La Máquina del Sonido, Soul Masters, Iguana, Last Soul Division, Náhuatl, Medusa, Árbol, La Cruz, Pájaro Alberto (ex Tijuana Five y ex Love Army), Ciruela, Nuevo México, Hangar Ambulante, Enigma, Reforma Agraria, Decena Trágica, Tijuana Five, Three Souls in my Mind, Rock and Roll Band México City, Last Soul Division, Naftalina, Paco Gruexxo, El Ritual, La Tribu, Enigma, El Klan, La Inducción, Las Moscas, Chac-Mol, La Piel, Los Spiders, La Revolución de Emiliano Zapata, 39.4, La Fachada de Piedra, Tinta Blanca, Frankie, Alfredo y París, La Quinta Visión, Calle Hidalgo, Hongo, Fongus, La Solemnidad y Toncho Pilatos, siendo los doce últimos de Guadalajara.

Muchos de estos grupos tuvieron sus quince minutos de fama y encontraron su tumba en el Festival de Avándaro… pero esa es otra historia.


Lo que pasaba en Guadalajara

A principios de los años setenta en Guadalajara el rock se mantuvo vivo gracias a dos o tres estaciones de radio (Canal 58 —donde se programaban grupos locales—, Radio Internacional y Stereo Rock); a tiendas de discos como La Manzana Verde, Casas Warner, Musical Lemus, Polifonía y El Quinto Poder, y claro El Baratillo, donde podían conseguirse las novedades del género; y a las revistas México canta, Pop y La Piedra Rodante (la cual, debido a la censura, sólo publicó ocho números), que se editaban en la Ciudad de México.

Pero sobre todo, el rol del rocanrol continuó vigente en Guadalajara gracias a las tocadas que cada domingo se organizaban, básicamente con grupos locales, en los pocos espacios que había en ambos lados de la ciudad, teniendo siempre como frontera la calzada Independencia.

De la calzada pa’llá estaban la pista de hielo de la avenida México, La Legión Americana, Fellini’s, El Lucifer y dos que tres cafés cantantes ubicados en el centro de la ciudad o en la recién inaugurada Zona Rosa, allá por la avenida Chapultepec, anteriormente llamada Lafayette; de la calzada pa’cá estaban los casinos Arlequín, Modelo, Popular, Talpita, Venecia, el Fórum y el Club Colonia Hidalgo. Además, ocasionalmente en la Concha Acústica del Parque Agua Azul, en el Auditorio del Estado (hoy llamado Benito Juárez) y en la Plaza de Toros El Progreso (la vieja, que estaba en lo que ahora es la Plaza Tapatía) también se realizaron algunas tocadas de rock.

De todos los hoyos fonquis que había en Guadalajara recuerdo especialmente cinco: el Casino Modelo, que apareció a principios de los años ochenta y estaba a espaldas de la Penal de Oblatos; el Casino del Dulcero; el Arlequín, ubicado en la hermana república de San Pedro, Tlaquepaque, junto al Parián, y al cual era una verdadera odisea asistir, pues siempre tenía uno que salir por piernas a la hora de los guamazos; el Lucifer, que originalmente estaba en la calle Maestranza arriba del célebre bar Los Panchos y que luego cambiaron a la calle Independencia, junto al mercado Corona; y el Talpita, aquel jacalón que estaba en la calle 54 y Santa Clemencia, allá por el glorioso barrio de Talpita donde yo tenía mis terrenos.


Los muchachos de ayer o cómo nos agarrábamos a madrazos

En aquellos años, las peleas entre barrios enemigos a la salida de las tocadas eran algo común y los domingos por la noche, los muchachos de ayer, nos peleábamos a mitad de la calle, deteniendo el tráfico. Todos queríamos ver sangre, pero las peleas no eran como las de ahora. No había pistolas ni cuernos de chivo; sólo puños, cadenas, las hebillas de los fajos y, de vez en cuando, una navaja. Lo que prendía la chispa era el aburrimiento, la tensión acumulada, la represión latente, el estigma de ser un “hijo de la clase proletaria” o el simple hecho de que alguien te viera feo.

En aquellas tocadas era frecuente y normal ver hileras de chavos en cuclillas recargados contra la pared entrándole duro al chemo, viajando cada uno en su propio avión. Otros morros bailaban con la mona de tonsol pegada a la nariz clavados en su cotorreo. Otros forjaban un flavio y a la voz de “toque y rol” te rolaban el gallo aun sin conocerte. En general las vibras eran buenas, pero no faltaban los pasados de lanza que por cualquier cosa comenzaban la bronca. Todo empezaba con unos empujones y el clásico “nos vemos a la salida”, como si fuéramos niños de primaria. Y como era un deber cívico lavar con sangre el honor mancillado al coro de “mexicanos al grito de guerra” nos lanzábamos a luchar contra un extraño enemigo.

Al final de la tocada marchábamos hacia la calle y atacábamos, aplicando la estrategia TEB (todos en bola), escenificando fenomenales batallas campales. Pero en ocasiones nos mostrábamos civilizados y pactábamos un enfrentamiento mano a mano para que se partieran la madre solamente los dos ofendidos. Entonces, entre todos formábamos un coliseo de carne y en el centro los dos fieros contendientes se agarraban a madrazos a mano limpia. Y a pesar de nuestro primitivo salvajismo había reglas para el duelo: si algún mono se metía toda la perrada de la pandilla contraria se le dejaba ir a patines; y, sobre todo, estaba prohibido golpear al caído. Pero eso de que se partían la jeta sólo los dos agraviados es nada más un decir, porque ganara quien ganara siempre saltaba al ruedo un chango que quería vengar a su compa vencido. A veces las broncas comenzaban en el interior de los casinos, a mitad de la tocada, y para que los cuicos no intervinieran la banda formaba un círculo alrededor de los contendientes para que ellos solitos se rompieran la madre.

Para nuestra desgracia y deshonra, en 1977, cuando asumió el cargo de gobernador del estado de Jalisco, el licenciado Flavio Romero de Velasco se propuso acabar con la delincuencia juvenil y el pandillerismo que asolaba a la ciudad, por lo que implementó los graciosos operativos de seguridad pública que conocimos con el nombre de razzias, los cuales fueron tan duros y represivos que acabaron con nuestras sanas y escasas opciones de esparcimiento.

Las razzias eran más o menos así: si las patrullas y demás vehículos que formaban el convoy del operativo veían a más de tres morros reunidos en cualquier esquina, llegaban cortando cartucho y amagando con pistolas y metralletas. A patadas en las espinillas y jalones de greña nos ponían contra la pared y nos basculeaban manoseándonos hasta donde te conté. Si los cuicos te encontraban algo de material prohibido te trepaban a la perrera para extorsionarte. Pero si no te encontraban nada, lo que hacían estos hijos de Satanás era lo siguiente: de las camionetas pick up, de los Grand Marquís negros y sin placas o de las patrullas en las que llegaban con las farolas encendidas (bueno, las prendían cuando nos apañaban, porque si no pura madre que nos quedábamos a esperarlos), sacaban unos palos un poco más gordos que los de las escobas y así como estábamos, muy quietecitos de manos contra la pared, nos arriaban unos palazos en las pantorrillas y en las nalgas dizque pa’ que no hiciera morete.

De todas las razzias que tuve el grandísimo placer de disfrutar recuerdo especialmente una: fue un viernes a las diez y cinco de la noche (me acuerdo de la hora exacta porque Pancho Abundis apenas estaba bajando la cortina de su tienda), después de que Zito, El Alemán, El Geo, El Tiánguilo, El Roco, El Chino, El Flaco, Tacho, Miguelillo, Andrés, Beto, Orlando y yo nos acabábamos de tomar unos Patos Pascual. En esa ocasión los cuicos llegaron haciéndola mucho de jamón, como siempre, pero como no nos encontraron nada de material prohibido se dispusieron a someternos a su terapia de madrazos en las patas y en la cola. Recuerdo que una vieja vestidita de azul dijo: “A mí déjenme a este” (se refería a Andrés, que por un problema congénito había nacido sin brazos), y la muy méndiga agarró su palito y le soltó cuatro o cinco madrazos en los muslos. Como Andrés estaba a menos de cincuenta centímetros a mi derecha pude escuchar perfectamente lo que la señorita policía le decía mientras lo golpeaba con saña: “No metas las manos, cabrón”. ¡Y aun así nuestras autoridades nos pedían a través de los medios que respetáramos a la policía!

En pocas palabras, durante los años setenta fue muy duro vivir el rol del rocanrol en Guadalajara ya que la policía era muy mala leche, pues aparte de las nefastas razzias que justificaban con la frase “más de tres ya es pandilla”, la tira nada más estaba esperando que saliéramos de las tocadas para apañarnos por el simple hecho de traer el pelo largo. Además, las autoridades eran muy intolerantes a la hora de otorgar permisos y ponían muchas trabas o simplemente los negaban.

Y en medio de todo esto, las canciones del primer álbum de Toncho Pilatos retumbaban en las bocinas de las grabadoras Sanyo en la esquina del barrio.

En YouTube puedes escuchar el disco de Toncho Pilatos

Notas

1 Segunda vez. Cronos, 1980, LP. Músicos: Alfonso “Toncho” Guerrero, voz, armónica y guitarra; Rigoberto “Rigo” Guerrero, guitarra; “Tino”, bajo; Federico Baena, batería; Beto Nájera, guitarra. Canciones: “Segunda vez”, “Dulce dama María Juana”, “El chipote saltarín”, “Do what ever you want it’s all right”, “Nada me gusta”, “Corriendo con ella”, “Déjaloa” (sic), “No te lamentes”, “Lalo el optimista” y “El último Guerrero”. Todas de Alfonso Guerrero, excepto la primera, de Jagger/Richards, y la sexta, de Rigoberto Guerrero y Alfonso Guerrero.

2 Soy mexicano. Cronos, 1991, caset. Estas grabaciones fueron preparadas y montadas en 1985, pero se grabaron hasta 1991. Posteriormente fueron editadas por Discos Denver en 1993 con el nombre de Es... tu última danza. Músicos: Alfonso Guerrero, voz; Beto López, teclados, secuenciador, bajo y bombo; Fernando “El Gordo” Galindo, bajo; Guillermo “El Wilo” Bricio, guitarra; Chuyín Barrera y Luoo, percusiones; Antonio Camacho, sax; Mirna Vargas y Yolanda Rodríguez, coros. Canciones: “Soy mexicano”, “Agua”, “Gallo”, “Hey”, “Piloto celeste”, “Frío interior”, “Todo mundo necesita amor” y “Mala mujer”. Todas de Alfonso Guerrero Sánchez, excepto la quinta, de Eric Burdon, y la octava, de Mick Jagger.


Estos rollos forman parte del texto El rol del rocanrol en Guadalajara, escrito por un servidor, y aparece en el libro Músicas y danzas urbanas, publicado por la Secretaría de Cultura de Jalisco en diciembre del 2008. Si te interesa leerlo completo, puedes descargarlo de manera gratuita en este vínculo


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