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El sueño de Emilio

Héctor Montes García


Libre al fin, después de una semana de ardua contabilidad en un despacho y de un ir y venir por las calles de Guadalajara, Emilio regresaba a casa. Pero antes paró en el barrio de Santa Tere y compró un delicioso pastel de elote, el preferido de su mamá. Esa noche cenó temprano y ligero, se dio un baño tibio y estrenó piyama, regalo de su cumpleaños número veinte. En el buró de su cama lo esperaba la Divina Comedia de Dante Alighieri; como ya había leído El infierno y El purgatorio, seguía la cereza del pastel: El paraíso. Dejaría abierta la ventana, con aire fresco aventajaría más en la lectura. Aunque trabajaba con los números, le agradaban más las letras, pues mucho leía e incluso escribía: Un ángel en bicicleta (flaco libro de cuentos y relatos), único logro de su pluma novata y ocurrente. Luego del beso de buenas noches, a propósito de la obra de Dante, su mamá le dijo: “Me da gusto, hijo, que ya estés en El paraíso, me preocupaba que no salieras del infierno”.

Emilio se entregó a la lectura, leyó, leyó y siguió leyendo hasta la medianoche. Somnoliento y emocionado, el iluso joven se preguntó: “¿Y si, al igual que Dante, se me concediera la gracia de peregrinar por el paraíso? Aprovecharía la ocasión para presentar mi libro ante las cortes celestiales, deseosas de una fresca y humorística obra en lengua romance; el título, por sí mismo, me daría la visa. A diferencia del poeta, ¡je, je!, suprimiré de la bitácora el infierno y sus chamucos”. En fin, rumiando esa extravagante ocurrencia se durmió. Pronto la película del sueño empezaría a correr.

En cierto momento, Emilio se sintió ligero como un papalote y fue atraído por una suerte de torbellino que lo llevó a una luz deslumbrante. Cuando el vértigo pasó y la claridad amainó, se encontró entre fragantes limoneros y naranjos y el murmullo de un riachuelo saltando unas rocas con una estela de plateados vapores. El firmamento era un encaje fino de luceros: acá, una media luna hermosa, allá, la cauda luminosa de un gran cometa y, por doquier, nitidez y el esplendor de estrellas. “¡Ah!, la suave fragancia del cielo; en cualquier momento, un ángel aparecerá tocando la lira”, se decía Emilio. En efecto, en ese momento se acercaba un personaje de rostro sereno con blanca e inmaculada vestidura, pero sin lira ni alas.

—¿Estoy en el cielo? —preguntó Emilio con sobresalto.

—Estamos en la antesala. Para llegar a la presencia del Sumo Bien, habrá que completar a pie el ascenso —le contestó con amable expresión.

—¡El Señor lo bendiga por guiar mi camino!

Por suave pendiente, entre campos de flores, bajo la tierna claridad de la noche, Emilio siguió los pasos tranquilos del guía en dirección del cometa. El noble ser, advirtiendo su deseo de apresurar el paso, le dijo:

—No es la prisa ni el afán de curiosidad lo que determinará el momento de llegar al paraíso, basta tu fe y el anhelo de alabar al Señor. Disfruta lo que tus sentidos te ofrecen, pero no pases por alto símbolos ni alegorías.

El personaje concluyó con una sonrisa, la expresión de quien adivinaba los designios del invitado. Emilio, por su parte, notó que su fisonomía le era familiar. “¿Pero quién es?”, se preguntaba.

En la medida que avanzaban, se percibió un sublime canto; hermoso preludio de lo que vendría por delante:

Señor, mi Dios, al contemplar los cielos,
el firmamento y las estrellas mil…

Luego, un destello como de una gran estrella lo envolvió todo con un indescriptible resplandor; un sueño luminoso que poco a poco dejó entrever el umbral de una entrada; no un portón de fino ébano y áureo aldabón, sino el azul de un bellísimo velo de luz, cada vez más cercano, como si el mismo cielo viniera a encontrarlos.

—Adelántate, Emilio, que un amable custodio te recibirá —le dijo su cordial asistente.

Entonces se escuchó una voz:

“Bendito el Señor del universo,
por cuya palabra
todo existe”.

—¡Así sea! —contestó Emilio en silencio.

En efecto, un joven de amigable semblante y alas recogidas, con espontánea familiaridad, le dijo:

—¡Bienvenido el autor de Un ángel en bicicleta!, obra que hemos leído y festejado con revuelo y gusto; pero falta aún lo mejor de tu pluma aventurera y no queremos que la maravillosa ensoñación del paraíso influya en tu humor y talento natural, por lo tanto, te aconsejamos regresar. Desde la esfera terrenal, la vista del cielo te seguirá inspirando.

—¡Pero yo..!

—Ten paciencia… Por ahora, es mamá quien te espera.

Finalmente, Emilio aceptó: “Me regresaré sin el deseado laurel de pasear por el paraíso, ¡cierto!, pero tuve la dicha de conocer su maravillosa antesala. Y, a diferencia de Dante, no pasé por el infierno ni sufrí el azote del miedo, ¡je, je!”, se jactó.

Su guía, quien lo escuchó, le dio instrucciones precisas:

—Bajarás por un camino distinto, pero evita distracciones; por nada te apartes del mismo.

En la tibieza del ascenso no tenía más anhelo que el de llegar al paraíso; ahora, en el gélido descenso, añoraba el calor de su cama y suspiraba por una ración de aquel riquísimo pan. Sin más compañía que sus deseos se apresuró, pero al llegar a un punto crucial se dio cuenta que, además de la suave pendiente que se le recomendó seguir, había dos alternativas más divertidas: bajar colgado de una kilométrica tirolesa o dejarse llevar por un increíble y empinado tobogán que, de no elegirlo, sus amigos se lo reprocharían. “Me decido por el tobogán, aunque me hubiera gustado lanzarme en paracaídas”, decidió, exagerando el alcance de su audacia.

De acuerdo con un instructivo que previamente leyó —y no entendió— con caracteres en latín, griego antiguo y hebreo, intuyó que el tobogán no era recomendable para “débiles y nerviosos” y que debería asumir una posición aerodinámica, acostado y con las manos pegadas al cuerpo. Luego de encomendarse al cielo, bajó como un campeón olímpico dando interminables y escalofriantes giros entre densas y oscuras nubes; tras desesperantes minutos, cayó sobre un colchón de hojarasca crujiente y sus pies se sumergieron en un lodo espeso y hediondo. Cuando se irguió, sus cabellos se le pusieron de punta al escuchar entre un aullar de viento una voz melosa: “No le hagas caso al de arriba, quédate con nosotros, que aquí apreciamos mejor tu talento”. Al disiparse una niebla sulfúrea vio la orilla de un lago negro y, parado sobre una góndola, a un oscuro personaje de candentes ojos que lo incitaba a abordar, alargándole el mango de un remo humeante, como si lo hubieran sacado de las brasas.

Unos pavorosos maullidos procedentes del jardín despertaron a Emilio con gran sobresalto: “¡Mamááá...!”, gritó despertando al vecindario y ahuyentando a los gatos. Y, ¿qué madre no ama a sus hijos?, ella acudió en su auxilio, colocándole un lienzo húmedo sobre su frente febril y sudorosa.

—Hijo, ¿acaso no te dejé en la exquisitez del paraíso?

—Sí, madre, pero mi pasión por la adrenalina me hizo regresar por el camino más veloz y divertido; una trampa que me hizo caer en la antesala del averno. Dejar el cielo por la ruta más rápida tiene sus consecuencias; bien se me advirtió que tuviera precaución y atendiera el significado de los símbolos. Luego, poniendo atención en la portada de la Divina comedia agregó:

—Ese perfil y esa nariz tan peculiar del poeta me recuerdan a alguien, ¿pero a quién?


Este texto forma parte de la segunda edición del libro ¡Un ángel! y otros cuentos y relatos, de Héctor Montes García, publicado por Editorial Olvido en enero del 2021.


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