Acaban de comer. Él pasea su mirada por la habitación. Su flácida y pálida barriga asoma por los botones mal abrochados del pijama. Ella mira por la ventana. Entre ellos, una mesa camilla con restos de comida. Al fondo, la televisión encendida.
Ella sigue mirando a la calle. Su melena es bicolor; castaño oscuro y rubio platino. Su cara, sin lavar, muestra la opacidad de un maquillaje mal aplicado. Unos labios extremadamente rojos, pintados con un carmín barato. Colillas impregnadas de bermellón saliéndose de un cenicero de cristal.
Él se levanta de la silla y, antes de sentarse en el sofá, aparta unas revistas viejas. Gotas de sudor resbalan en su calva, deslizándose por pelos grasientos de la nuca. Con la manga del pijama se quita el sudor y coge el mando de la tele, pasando de un canal a otro. Mira hacia la pared, donde un reloj redondo, de fondo blanco, cuyas manillas y números son del color del metal, está parado a las cuatro. Le divierte imaginar que funciona. Todos los días se pone frente a él antes de la hora, y siente el minuto que transcurre desde las cuatro como el único real en su vida.
Ráfagas de un aire cálido mueven las cortinas. Ella retira platos y cubiertos con el antebrazo, y saca del bolsillo de la bata unas cartas desgastadas. Empieza su solitario. Él fija la vista en un ventilador que está en el suelo; las aspas metálicas giran lentamente.
El hombre le pregunta a la mujer por la llave. La mujer le contesta, con desgana, que la busque.
El hombre se levanta con pereza del sofá y se acerca a la mujer. Le vuelve a preguntar por la llave. Ella le dice que busque, y le canta: “¿Dónde está la llave matarile, rile, rile?”. Él: “Si no me dices dónde está…”. “¡Qué! ¡Qué vas a hacer! ¡Qué coño vas a hacer tú!” “Dime dónde está”, dice él. Ella se ríe, lo insulta. Él vuelve a preguntar. “Busca, buscaW, se oye. Las manos de él sobre sus hombros. “¿Qué pasa? ¿Acaso me vas a estrangular? ¡Anda, aprieta! ¡Aprieta, cobarde!” Unos dedos gordos agarran su cuello. “¿Me lo vas a decir?” Las manos presionan con fuerza. “¿Dónde está?” “Adivina”, dice ella con voz apagada. El hombre aprieta más fuerte. “¡Me lo vas a decir, hija de puta, me lo vas a decir!”
El cuerpo de la mujer cae al suelo, inerte. Él se sienta en el sofá. Imágenes en la pantalla. Mira el reloj. Espera a que sean las cuatro.