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Maître Flamel

Apología a Helvetius

Jorge Antonio Medina Trujillo

La noche de diciembre en que los mellizos nacieron, después de que mi mujer luchara entre la vida y la muerte, supe que mi profesión de sepulturero no sería suficiente para sostenernos, así que mientras la matrona me decía no sé qué agravios, tomé mi abrigo remendado y salí al frío de la noche. Mi cuerpo, sin avisar, comenzó a abandonarme para dar lugar a remembranzas de mi juventud, ya tan lejana, que con insistencia retrataban en mi mente la fachada de la casa con el número 51 de la Rue de Montmorency; el hogar del maestro Flamel y su esposa Perenelle, los más místicos y diáfanos personajes que el corazón de París albergó desde tiempos inmemoriales. Modifiqué mi rumbo, no así mis recuerdos, y me dispuse a visitar aquella casa, donde quizás hallaría la solución a mis infortunios. Me asistía una vaga luminaria de esperanza e ilusión. Desde aquella noche no dejé pasar un solo día por aquella fachada, con la idea de atreverme a tocar la puerta, no sin antes discutir en mi interior y conciliar mis propias ideas, hasta que, no sé si por mi constancia o por un bendito designio, una tarde Maître Flamel en persona, al verme por la ventana, me invitó a pasar a una habitación en la que me indicó que esperara en compañía de los otros aspirantes. Yo era el séptimo y el último, pues después de mi llegada, la puerta sólo se abrió para dejar salir a los candidatos rechazados, quienes salían tan cabizbajos que sus mentones casi tocaban sus pechos.

Del lado opuesto de la entrada de la casa, había otra puerta que parecía más vieja que la casa misma, y que se abría cada vez que Flamel llamaba al siguiente postulante y despedía al anterior. Cuando el cuarto aspirante fue llamado, los dos restantes comenzaron a hablar entre ellos; yo me acomodé en mi asiento y mientras los escuchaba, dirigí mi mirada a cualquier otro punto para disimular mi atención. Mi vista estuvo dispersa hasta que me quedé viendo una pintura que era una viva réplica de la Tabla Esmeralda, escrita por el mismo Hermes Trismegisto, el padre de la alquimia.

—Te equivocas, Richard.

—Claro que no, Gustave; mi conclusión es correcta.

Retomé el hilo de su conversación que ahora era una pelea conceptual.

—No puedes usar ennegrecido para explicar que es más negro el mercurio primitivo que el mercurio segundo. Tampoco estoy de acuerdo con negrísimo porque no está claro hasta qué grado de negrura llega dicha etiqueta y, por último, no puede ser negrillo ya que esa palabra representa más una disminución que un aumento.

Toda su plática se basó en cuál era el adjetivo que debían de darle a la materia prima, pero no llegaron a un acuerdo pues, según Gustave Delacour, quien se jactaba de haber estudiado en la Real Academia Parisina, negruzco era para los sólidos, negrilino para los líquidos, negral para las fusiones, negricente para las mezclas y negrinoso para los gases. Por su parte, Richard Chanfray, autonombrado como el más ávido lector autodidacta de los tratados herméticos, aseguraba que la palabra más apropiada era nigérrimo.

Yo no sabía si sólo estaban fanfarroneando o si en verdad eran unos eruditos en el tema, de cualquier manera comencé a ponerme un poco incómodo: ¿por qué Flamel me elegiría a mí entre los demás aspirantes? ¿Acaso había una recóndita posibilidad de que escogiera a alguien que venía para cuestionarlo y no para decirle cuánto lo admiraba? Supe la respuesta de inmediato, así que me puse de pie, y después de sacudir el polvo de mi abrigo, me dirigí a la puerta que ahora me parecía más pequeña que cuando entré. En el momento en que mi mano estaba lo suficientemente cerca como para sentir el escozor que causaba el óxido del picaporte, una puerta detrás de mí se abrió.

—¿Se va tan pronto? Usted es el siguiente —dijo Flamel.

De inmediato me di la vuelta y comprobé que Richard y Gustave estaban tan sorprendidos como yo; Flamel los había saltado para indicarme a mí que pasara.

Sin demorar, los dos comenzaron a decir cuáles eran las razones por las que cada uno de ellos merecía ser escogido. Los dos hablaban tan rápido y al mismo tiempo, que se atropellaban con sus propias palabras. Flamel no dijo nada, simplemente apuntó con su mano izquierda hacia la puerta. Así fue como el cuarto aspirante salió acompañado del quinto y del sexto.

Yo, por mi parte, bajé las escaleras y me adentré en la habitación mística en la que cada aspirante era interrogado, y al tomar asiento cerré los ojos y pedí a los cielos que me dieran la claridad mental —hasta ese momento perdida— para responder a las preguntas del alquimista quien, a pesar de ya haber cerrado la puerta, no bajaba para reunirse conmigo. Quizá estaba poniendo a prueba mi paciencia. Para relajarme e ignorar las imágenes de mi mujer y los mellizos que se volcaban con insistencia en mi cabeza, comencé a observar el laboratorio de Flamel. Mi vista se detuvo en un extraño artefacto del que salían vapores de cuando en cuando.

—Eso que ves es una técnica de cocción y purificación inventada por la alquimista María Profetisa, mejor conocida como María la Judía —dijo Flamel con suficiencia—. Es por ello que tal prodigio lleva su nombre: Baño María. Es interesante que los chefs usen esta técnica ancestral para hacer diversos postres, aunque claro, sé que no viniste aquí para hablar de repostería.

—¿Es verdad que usted es…?

—Nicolas Flamel —se apresuró a decir.

—¿Es el mismo escribano que vivió hace…?

—Muchos años —volvió a completar mi frase.

—Verá, yo soy un…

—Un sepulturero, se nota en tu semblante.

¿Cómo lo había sabido sólo con verme? Quizá la leyenda que lo envuelve sea verdad.

—Recuerdo tu rostro. Fuiste tú, cuando eras joven, quien abrió mi tumba y la de mi esposa.

—Pero estaban vacías.

—Por supuesto que estaban vacías, de no estarlo, esta casa estaría deshabitada.

Su respuesta me hizo saber de inmediato que la leyenda era más real que ficticia. Arrobado por la emoción me atreví a preguntarle cuál era el secreto de la Piedra Filosofal. Cuán grande fue mi sorpresa cuando me respondió:

—El secreto es que no hay ningún secreto, tales proezas están al alcance de cualquiera.

Traté de disimular el agrado que tales palabras me causaron, pero mis intentos fueron vanos, pues sin pensarlo, le exigí a Flamel que me revelara sus verdades para obtener el dinero que necesitaba para ayudar a mi familia. Justo cuando el Maestro iba a proferir palabra, la puerta escaleras arriba se abrió de golpe y bajó con prisa su esposa Perenelle, quien llevaba un gato negro y tieso en sus brazos. La señora Flamel me vio con tristeza y me pidió que le diera santa sepultura al animal.

Yo me puse de pie para observar al felino: llevaba un cascabel de plomo en su collar. Instintivamente, volteé con Flamel y le dije:

—¿Por qué no lo revive con el Elíxir de la Vida?

—Su ciclo ha terminado; yo no soy nadie para contradecir lo que natura ha mandado.

—¿Pero, acaso no ve la tristeza de su mujer?

—Por supuesto, pero esa tristeza es su maestra. Algo le está enseñando, así como algo te está enseñando tu carencia. Yo no puedo ayudarte si lo que te mueve es el deseo de riquezas y la comodidad de una vida fácil y sin penurias.

—Pero he escuchado que usted puede revivir a los muertos.

—Esa aseveración no tiene fundamentos.

—¿Entonces, no puede?

—¿Y quién eres tú para venir aquí y cuestionar la habilidad de un viejo Maestro del Arte?

—En realidad no puede, ¿cierto?

Flamel se limitó a sonreír.

—¿Sabe?, dejaré de cuestionarlo cuando vea los alcances de sus poderes y prodigios. Convierta cualquier metal en oro.

—Aquí sólo hay madera, piedra y vidrio.

—¿Y el cascabel del animal?

—No consentiré vanas inquietudes. Uno debe de tener fe en el Arte por sí mismo, no por la materialización de las cosas. Hay que creer para ver.

Sin comprender cómo podía decir semejantes palabras, subí las escaleras, crucé la habitación y salí de la casa del ahora para mí confirmado charlatán francés. Lo más probable es que siempre rechazaba a los aspirantes porque ni él mismo sabía el secreto de la transmutación. ¡Vaya fraude, alimentado por la esperanza e ingenuidad!

Ya iba a cierta distancia de aquella casa cuando la sensación de que alguien me miraba me hizo voltear. Miré el jardín, luego la puerta y después la ventana por la que Flamel me había visto minutos atrás, pero no había nadie. Justo cuando iba a continuar mi camino, la vi. Desde la ventana de la planta alta de la casa, se asomaba Perenelle, quien llevaba al gato negro entre sus brazos. Era el animal el que me observaba atentamente con sus ojos amarillos que estaban más vivos que nunca y que resplandecían tanto como el cascabel de oro que llevaba al cuello.

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