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Elegías de labrador

Adriano de San Martín Costa Rica


Fue en una cancha de futbol
hace cerca de cuarenta años.
Vestía un bluyín desteñido
y una blusa blanca. Era alta,
imponente como los amaneceres.

Los balones dejaron de golpetear.
El azul violáceo de la tarde fue más
intenso. Elevaba el cuello, entre
confusa y tímida, oteando la amplitud
vacía de las tribunas. Su cabello
alborotaba cual bandera libertaria.

Un ángel tutelar cruzaba el rectángulo
dorado bajo la mirada atónita del grupo
de niños y el particular embobamiento
del profe. Hace cerca de cuarenta años
y todavía su imagen se desplaza, altiva,
aleteante, por el zacate mustio
del rectángulo cárdeno. Y las gradas
rugen en el estadio interno de mi dolor.


*

Luego nuestros cuerpos se trenzaron
como dos soles en el poniente al ritmo
de las manzanas de los amantes. Ardimos
cual galaxias en el fragor de todos
los cosmos. Como animales enemigos
que, sin embargo, se entregan porque
la vida es fecunda y acecha. Vibramos
con el tono del planeta al mediodía
de las hamacas cuando las naranjas
son rojas y el sudor de la tarde resbala
por las extremidades. Nos devoramos
y alcanzamos el nivel del mar o de la piedra
mientras aullamos, escupimos, golpeamos,
sangramos, hasta el platear de cuerdas de la luna
que apacigua las fieras cuando se van al descanso.


*

Envidio la luz que penetra
por la ventana y enciende su cuerpo.
El vaso de zumo de naranja que viaja
hasta los labios. La taza de café espumante
que humea en la mesa va y viene hasta su boca.

Envidio las manos que hacen posible
la vida mientras moldean el barro.
Los colores que movilizan las figuras
dramáticas y sensuales en su nacimiento.
Las herramientas que reposan en cajas
y armarios a la espera de ser operadas
por la maestría y fortaleza de esos brazos.

Envidio la casa por donde trasiega
con los pájaros, los fantasmas, la brisa.


*

Alguna noche escribiré un poema tan largo
como sus piernas. Tan breve como el hai kai
de su ombligo. Rebosante como las suculentas
frutas de sus pechos. Angular como la cascada
de su espalda. Alborozado como el azabache
estrellado de su cabello. Alguna noche treparé
por nuestro balcón para reposar en la ventana
por donde contemplamos la Reina Blanca
a través de la cual terminaba de despertarnos
—ya sin sábanas— el Dador de la vida. Tal vez
un poema ya libre de andamios y paredes
que rodeen, entretejan y sostengan el recuerdo.
Quizás alguna noche, un día, un instante acaso,
dé con el verso que logre capturar su aroma.


*

He navegado su larga
y oscura cabellera. He
cabalgado esa auténtica
selva negra desde
el nacimiento hasta
el final de espalda.
Me he balanceado
en sus encrespadas
olas nocturnas. He
bajado y subido
escarpadas corrientes
deteniéndome
en manantiales,
amplios meandros,
por la desinencia
de sus desmesuradas
colinas. Me embriagué
con enervantes licores,
con la hierba que se mece
en la aurora y suaviza
el ángelus con aroma
de coco, guayaba, naranjo,
brea y resaca marina. Ahora,
colgado de la atezada melena,
herido y ultrajado, espero, acaso,
el aliento de una señal, un pase,
acerca del amor recobrado.

Poemas de la primera parte (DALE) del libro Elegías de labrador (BBB Producciones, 2024).


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