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Demasiados cracks

Manuel Almanza Avendaño


La ciudad se había detenido por el juego de México contra Portugal. Octavos de final del mundial de Australia 2050. A Luis no le podía importar menos. Además, siempre había sido torpe para el futbol. Bebía una botella de mezcal, tirado sobre un sofá con restos de ceniza, frituras y uñas de pies. Repasaba sus últimas derrotas mientras contemplaba el techo. Que su mamá lo corrió cuando se volvió a casar. Su papá no le contestaba el teléfono, intuyendo la posible petición de un préstamo. Esa beca que se le negaba cada año. Tantos libros leídos para trabajar en Wendy’s y apenas sacar para la renta. Y la que más le dolía, que Geo lo terminara.

En el departamento de al lado vivía Memo. Debe ser mala suerte que tu vecino sea todo lo que tus padres hubieran deseado como hijo. Quién sabe cómo le hacía para que siempre pareciera recién bañado, oliendo a jabones importados y aroma de maderas. Sonriendo de oreja a oreja, con sus dientes color de perla. ¿Acaso nunca se estresaba? ¿Jamás le daba un bajón? Con qué ligereza iba por el mundo sin considerar la miseria de los demás. Tenía la fortuna de haber nacido con un rostro hermoso y un cuerpo esculpido por la natación y el crossfit. Un verdadero dolor de huevos. Trabajaba en un banco y estudiaba la universidad. Economía. Con altas calificaciones. Y qué bueno que Luis no sabía que en un par de años obtendría una beca para irse a Berkeley. Le daría clases un premio Nobel y a su regreso lo esperaría un puesto en el Banco de México. Hijo de la chingada. Lo peor es que no era un mal tipo.

Vibró el celular sobre la panza peluda de Luis. Era un WhatsApp de un antiguo compañero del trabajo. Le sorprendió notar en su lista de contactos la cantidad de personas que ya no significaban nada para él. Una foto. Geo besándose con un hombre. Algunos lo llamarían maduro, pero sería ruco para los jóvenes. De esos que se ve que usan traje en el trabajo, que podrían supervisar un montón de Wendy’s. Luego un mensaje: “Lo siento wey, pensé que sería mejor que lo supieras”. ¿Qué carajos iba a saber? Ni conocía bien a Luis, era más frágil que una hostia.

Memo disfrutaba del juego con su novia. Una trigueña chulísima, podía ser presentadora de programa deportivo. También invitó a una pareja de amigos. Las cervezas y los tacos de canasta sabían más ricos después del gol de México. Un muchachito de Tepito, la reencarnación del mismísimo Cuauhtémoc Blanco, terminó un contragolpe entrando al área por la banda izquierda y anotando elegantemente con un sombrerito sobre el portero. Uno cero. Como cada cuatro años, se intensificaba el sueño, usualmente húmedo, del quinto partido.

A los tres cuartos de la botella, le marcó a Geo. No contestó. De nuevo, dos veces más. Lo bloqueó. Mejor le mandó mensaje. “No pensé que me ibas a botar por un sugar daddy”. Lo dejó en visto. Tuvo que intentarlo, por si las dudas. No era la primera vez que lo dejaba. Pero esta fue diferente. Sintió que algo se había acabado de deshilar, el olor de un foco fundido. Geo se había puesto a dieta de él. De repente, había dejado de ser el gansito que buscaba en el congelador, cuando se sentía sola de madrugada.

“Gol de Portugal. Faltaban sólo dos malditos minutos para avanzar a los cuartos de final. ¡No puede ser! ¡La selección ocupa una limpia! Llevamos 56 años sin pasar al quinto partido”, se quejó amargamente el cronista.

—Cómo no iba a ser de cabeza, los mexicanos están bien enanos —dijo la novia de Memo.

—Sólo tenían que hacer un poco más de tiempo, usar el colmillo —comentó su amigo.

—El ya merito, como siempre —añadió su pareja.

—No se caigan, ¡vamos México! —apoyó Memo, con su optimismo de mierda.

Luis había arrojado su celular contra la pared. Se recostó como un búfalo abatido sobre la alfombra, contemplando sobres vacíos de cátsup, pedazos de fotografías y cartas rotas, pañuelos con restos de esperma. Para entonces, ya casi se terminaba la botella de mezcal.

En el otro departamento, la atmósfera era nebulosa, eléctrica, punzante. “¡Chinga tu madre Rui Costa Junior!” “¡Pinche árbitro vendido! Tenía que haber acabado el partido”. No hubo tiros a gol en los tiempos extra, los dos equipos prefirieron defenderse. Se iban a penales. El fatalismo inundó la habitación, se presentía que a los tiradores les daría frío estar frente al portero, como en el mundial del 94 contra Bulgaria. O del 86, contra Alemania. Memo era el único que mantenía la fe. “Con huevos cabrones, ¡sí se puede!”

Mientras tanto, Luis había conseguido arrastrarse hasta su recámara. Traía los pies ensangrentados por pisar los vidrios de una botella que se le cayó en el baño. Del clóset sacó una caja de zapatos donde guardaba sus medicinas. Abrió una bolsita y se tomó unas pastillas con fentanilo. Se arrojó a la cama, como un oso negro a hibernar.

Cuatro a cuatro en la tanda de penales. El portero mexicano había atajado el quinto penal de Portugal. Casi todo el edificio gritaba de alegría. Era el momento de terminar la obra. Le tocaba al jovencito, el número diez, la reencarnación de Cuauhtémoc Blanco. Caminó, se detuvo, engañó al portero y pateó al lado contrario. ¡Gooooool de México! Después de haber esperado 56 años, al quinto partido. Todos lloraban y se abrazaban en el departamento de Memo. Minutos después, se fueron junto con miles de aficionados a festejar al Ángel de la Independencia.

Las celebraciones se prolongaron tanto, que tardarían varios días en oler el cadáver de Luis. En las noticias se filtró el rumor de que se suicidó porque la selección mexicana perdió en cuartos de final contra Argentina. Con un gol de último minuto, de un joven virtuoso, quitándose a todos los rivales desde la media cancha, a lo Messi, a lo Maradona, a lo crack.


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