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El manjar de Narciso

Rolando Revagliatti Argentina


El manjar de Narciso

Ese treinta y uno, mujeres del año lo llamaron para saludarlo. ¿Dónde lo pasaría? También su madre lo había llamado y, como a todas, aseguró que ya tenía un compromiso. Pensó en la veinteañera que él habría de aguardar (“era hermosa estilo ave del paraíso”) a los categóricos e inclaudicables efectos de encamarse con ella por primera vez: “...voy a visitar a una prima de mi mamá. Es en Aldo Bonzi. Estoy con ella un rato y me voy a tu casa antes de las doce. Por las dudas, porque ellos no tienen teléfono, si hasta las once, once y cuarto no llegué ni te llamé, no me esperes, querrá decir que no pude...”

Desacostumbradamente, se vio un film de cowboy por televisión. John Wayne. El Paroramic, encendido, mientras arreglaba unos libros desvencijados (Marqués de Sade, Poldy Bird, Carlos Gorostiza, “La Historia de los Medios de Locomoción”, un cancionero de los Beatles). Planchó, barrió, ordenó el armario de la cocina. Hizo acople en dúo con Argentino Ledesma en una milonga, luego de pasarse ocho minutos cepillándose la dentadura tras masticar la pastilla revelante de placas y hacerse un par de buches. Había diferido tres semanas el inicio de ese plomizo tratamiento para su obstinada paradentosis. No era un jovencito. Se entretuvo con el cepillo empenachado en los intersticios. El hilo dental, importado. Estimular, estimular esas encías sangrantes con los palillos prescriptos.

Y arribamos a las ocho y cincuenta y cinco de esa noche, diez y veinte, once menos diez. Levantar el tubo: sí, hay tono. Asomarse a la ventana. Cuarto piso de la calle French. Y le constaba que funcionaba el portero eléctrico. Once y dieciséis y la alucinaba. “Ese reputo timbre que no suena”. Primero ponerse cómodos, después la sidra. Estaba ansioso... ¿como qué? Pero muy ansioso. No iba a comer, trataría de recobrar la línea. Hacía calor, lloviznaba, bebía agua con limón. Se abalanza hacia la mesita de luz y resulta número equivocado. Con el humor requiete in pache (requiescat in pace!) alienta la alternativa de que ella se presente ya primero de enero y cero treinta. Explosiones. La llovizna cesó. Bocinazos. El corazón zangoloteante. ¿Qué se espera ya en los setenta minutos de año nuevo? Cumplidos los noventa, transfigurado, instala un rito. Se quita la remera, la dobla, la guarda. Coloca las zapatillas debajo de la cama. Desajusta el cinturón y con lentitud abre el cierre del jeans (Cristian Dior), se lo saca, le busca una percha, lo ubica en percha y en placard. Se mira en el largo espejo interior, erradica el calzoncillo. Primero a dos manos masajea, chiches y golpecitos sabios con tímida yema, la izquierda estirando la piel desde el escroto. Cambio de técnica con la derecha, correr y descorrer el prepucio. Fija la mirada en el espejo, descenso rabioso a la ignominia. Y al baño y al inodoro tan enhiesto, tan vertical el soliviantado, el manjar de Narciso (“para el egoísmo ilimitado del niño todo obstáculo es un crimen de lesa majestad”), y allí derrama mientras oye a la demorada que grita: “¡Soy Norma, abrime!”, y golpea juguetona la puerta del departamento y toca el timbre, añadiendo: “¡Por fin, ya llegué! ¡Se me hizo tarde!” y, así las cosas, Norma espera que la puerta se abra.

Nota: “Para el egoísmo ilimitado del niño, todo obstáculo es un crimen de lesa majestad”: Sigmund Freud.


Roger Vadim

Hace un año que no la llaman de ningún canal. Llama ella a algún ejecutivo, la citan, intima, pero no la incluyen en programas. No entiendo lo que pasa. Ahora estudia canto. Algunas empezaron como ella y llegaron a ser figuras. O impactaron con un aviso filmado. Intervino en varios, pero no resultaron un boom. Y en dos largometrajes. En el dramático, la desnudaban varias mujeres presidiarias y la gozaban. En el otro, se desvestía con morosidad en la pieza de un albergue transitorio suntuoso mientras un actor de reparto, ridículo, la esperaba en la cama cubierto con una toallita. Además, posó para la tapa de un long play y para fotonovelas. No es estúpida. “Sé que la mayoría se queda en el camino”, me dijo. Pero no encuentra en sí las fuerzas suficientes para torcer el rumbo. Tendría que partir de cero. De otro modo. Tal vez, el canto.

Entró al mundo artístico a los diecisiete años y por la puerta grande de la televisión. Su madre había logrado un contacto con el productor del show de Toto Alcalá, y allí lució su primer bikini con lentejuelas. Al insinuársele Toto, ella le deslizaba con ingenuidad: “Me dejaron solita y usted no me inspira confianza”. Se hizo notar y en Radiolandia y en Antena le adjudicaron romances con un tenista, un locutor de radio Belgrano, un jugador de futbol, el hijo del propietario de un boliche de moda, y el más promocionado, con un cómico en pleno candelero. Hizo carrera (carrerita) sin esfuerzo. Supo imponerse. Tiene las formas y da el tipo que excita. Su estilo contorneado gusta siempre y a todos. No es tan tosca como otras chicas del ambiente. Incluso diría que no le falta sensibilidad. Conserva cierta frescura porque no ha renunciado a su familia. Y la estimulan. Es en el estudio del canto donde en la actualidad deposita sus ilusiones de perdurar, de trascender. Quisiera dedicarse a interpretar temas melódicos. Sueña con su propio ciclo. Posee mejores cualidades que muchas. Debe animarse a largar la voz, de por sí, entonada.

En algo estuvo en el último año. En su casa mintió que eran comerciales para Venezuela. Pero eran fotos. Para almanaques. Fotos pornográficas con maquillajes estrambóticos. Le costó desinhibirse, pero era buen cachet y le aseguraron que no se distribuirían en la Argentina. Le sirvió para sentirse activa y requerida mientras aguardaba una oportunidad.

Procura engrosar su vocabulario, no pronunciar palabras groseras o inadecuadas y refinar modales. “Pretendo que me respeten”, dice. La comprendo: una cosa es el espectáculo y otra muy distinta la cotidianeidad. Por eso es que estudia canto. “Me pulo”, dice. Bah, aprende. Si aparecieran bolos como actriz para tiras o una propuesta como secretaria de algún conductor de programas de entretenimientos, lo aceptaría. Más adelante, ya verá. Depende de ella. Y de la suerte, de las circunstancias. Le adelantaron sotto voce que tratarían de ubicarla para protagonizar un film de “sexo explícito”. Y que también se distribuiría fuera de nuestro país. Me da la impresión de que rechazará la cosa. “No quiero encasillarme”, me dijo. Por mi parte, le ofrecí un apoyo más comprometido. Ayudarla a crecer. Lo está pensando. No sería la primera que se afianza con base en mi experiencia, conexiones e iniciativas. Y ella lo sabe. Siempre tuve buen ojo: clínico. Desplegaría su potencial. Me necesita. Y me conmueve lo bastante. Sé dónde hay. Para mí, vivificante desafío. Pudiera (evoco a Jane Fonda y a Brigitte Bardot) constituirme en su Roger Vadim. Sería delicioso y apasionante. ¿Cuán maleable, plástica en mis manos, con mi perspicacia? Que lo piense…, que lo piense. Y le ofreceré aún más. Le ofreceré venirse a vivir conmigo: una relación estable. Para su familia, demás está puntualizarlo, inequívocamente, sólo seríamos amigas.


Teresa o de nuestras vidas para siempre

Estaba buena, mediana estatura, empilchaba. Urso celoso el marido, ella nos lo contaba a nosotros, sus compañeros en la empresa. Teresa (pagos), linda piel, bocucha. Yo andaba con mi alianza que me la dejo, que me la saco. Me entero por Anahí (secretaria técnica) que el vulgar espécimen apellidado Ormaechea (facturación), un muchacho, rebosaba tras haberse acostado con Teresa. ¿Ormaechea con Teresa? ¡¿Ese?!... Ella también lucía contenta. Vino a mi escritorio, me preguntó por mi curso de cesación de fumar, hizo así con los labios, sus manos depositaron planillas cuyos datos yo volcaría en libros rubricados.

Esa noche dormí pésimo. Horas después, a media mañana, compartiendo el mate cocido, le insinúo a Teresa que irnos a bailar por Ramos Mejía podría no ser una propuesta a ser desestimada. Asimila e inquiere sobre la ocasión.

Al día siguiente, a los ochenta minutos de levantarla (a un par de cuadras de la oficina) en mi Citröen, éramos la ardiente única pareja en ese night club consternado por el dramatismo de Olga Guillot. Y la llevé a su casa (por el barrio de San Cristóbal). Convinimos que, transcurrido el inminente fin de semana, nos lanzaríamos a un hotel.

Por poco todo se va a la mierda: el lunes, apenas subiendo Teresa al Citröen, me avisa que ese Peugeot 404 que nos sigue, está siendo conducido por su esposo. Una maniobra espectacular, después de varias denodadas pero insuficientes, me permite despistar al chofer de ese más potente rodado. Con lo cual, a los siete minutos penetramos ufanos a una playa de estacionamiento cubierta, oscureli y colorinche de la avenida Segurola, y enseguida a una habitación del primer piso. Jamás había estado yo tan verborrágico como en esa briosa encamada. La vicisitud persecutoria nos había estimulado. No me habló de Ormaechea ni de otros. No le hablé de otras ni de mi mujer. Teresa, sabíamos, la ligaría al llegar.

Quedé confuso, preocupado. Ella no se presentó el martes ni el miércoles. Y el jueves retornó al yugo con los machuques empolvados. Con Teresa no volví a salir, eso es muy cierto. El cadete de la empresa fue su último affaire, antes de irse de nuestras vidas para siempre.


Musicales

“Y después pareció como si ella asumiera el control de repente: con las paredes del coño se convirtió en un exprime limones por dentro, extrayendo y apretando a voluntad, casi como si le hubiese crecido una mano invisible”. ¿De quién sería inevitable que me acordara cuando leí esto? (Henry Miller, Sexus, Seix Barral, pág. 183): de Fortuna.

Más en su departamento de dos ambientes que en el mío de tres y a pocas cuadras de distancia el uno del otro, más sin planearlo que determinándolo por anticipado, más comenzando en desmayadas trasnoches que en horarios “convencionales”, extensas encamadas.

Ambos, músicos: Fortuna, teclados; yo, cuerdas.

Me sorprendo ahora alucinando tu vibradora jugosa. Te invoco, incorregible Fortuna, al borde del suicidio o de la inercia, con tus mismos aires de siempre de princesa desasosegada.

Me casé con una cantante. No me quiere. Me hostiga, me acompleja. Inicióse en fase adúltera con un barítono, ornamentándome con tentaculitos, con cuernecillos de caracol. Hasta que otros conocí: de cabra de los Alpes, de búfalo, de jirafa, cuernos de gamo, de ciervo, de gamuza, de reno, protuberancias puntiagudas o imponentes de yak, de órix, de verraco del Pamir, de cabra del Tíbet, de toro de lidia, de rinoceronte: a cambio de sus trapisondas con exponentes líricos y pentagramáticos. Mientras, decido cómo concluir con mi esposa, próximo al límite de dificultad. Con la música a otra parte me iré, apenas logre seducir, desentrenado como estoy, a una bailarina.


La historia sigue

Jabrellas se hospedaba en una pensión de la calle Maza. Vestíbulo, cocina, baño, retrete, corredores, once habitaciones, algunas pequeñas, una de las cuales, en el tercer patio, él arrendaba. En ese último patio, en “la piecita del fondo”, que en realidad no era más que un sucucho —al lado de “la carbonera”, habitáculo donde no se guardaba carbón, sino trastos—, vivía Blanca, una copera a la que el hijo de la encargada, ciclotímico de ocho años, le alcanzaba el desayuno pasadas las dos de la tarde. En ese patio áspero había canteros, menta, hormigas y caracoles. “La piecita” no tenía ventana, pero sí la de Jabrellas, seborreico cuarentón tirando a gordo, empleado del subte, línea “A”. Calvo, con cara de luna abollada y el nacimiento de la barba muy marcado. Servicial, cuando no dormía sus diez horas sagradas. Jabrellas, anticipado del estéreo, en su día de franco nos inundaba de música clásica y Dajos Bela. La encargada solía encarecerle que le cambiara los cueritos de las canillas. La pareja de la pieza frente a la cocina, que les pasara alguno de sus tres discos, todos boleros, ya que ellos no disponían de combinado. Los paraguayos, otros pensionistas, en una oportunidad, que les saliera de testigo en un trámite ante un ministerio. Los de la habitación enorme que separaba los dos primeros patios, lo reclamaron, en más de un domingo, para jugar al truco. Las mellizas y el padre de las mellizas lo solicitaron por asuntos de electricidad. Otra vez, él se ofreció para entablillarle provisoriamente una pata a Mini, la quisquillosa perrita negra de Norma, la sufrida hija de la catamarqueña. También ayudó Jabrellas a correr muebles, a baldear, a podar la parra. En las paredes de su pequeño cuarto exponía fotografías enmarcadas de mujeres desnudas (pubis, aparte). Lindas fotografías: artísticas. Como del Playboy de los años cincuenta. En su ropero, dentro de sobres marrones, había muchas otras fotos con motivos similares. Cuando su madre y sus hermanas caían a visitarlo desde Baradero, provincia de Buenos Aires, escondía los cuadritos. Sólo con prostitutas mantenía escaramuzas eróticas a las que por periodos de no más de noventa minutos cada quince o veinte días Jabrellas se entregaba. Le gustaba pagarles y jamás pichuleaba. Parecía conforme con su régimen de veintidós, veintitrés o veinticuatro encamadas anuales. Del bello sexo comentó, en cierta expansiva oportunidad, que observando a unas adolescentes en Gath y Chaves se le había ocurrido la siguiente frase: “Todas las jovencitas son jóvenes”. Jabrellas tendía a sonreír, a mostrarse correcto y mesurado. Los de la sala, el cabo de la policía y su concubina, no lo saludaban. Abonaba el alquiler con puntualidad, usaba trajes, cepillaba con bríos su dentadura. En Baradero, ni mientras cursaba el secundario ni cuando trabajó en la forrajera tuvo novia. Y tampoco en la gran ciudad. Hasta que Blanca, su vecina de patio y canteritos, se lo encuentra detrás de una ventanilla de la estación Loria, se fija en él y algo conversan. El caso es que Jabrellas, así, desprevenido, se sorprende el diecinueve de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho, invitándola a Blanca a tomar café en un bar por Congreso, una hora después.

La historia sigue con que ahora están los dos en la pieza frente a la cocina, son viejos, las fotos las vendió Blanca hace más de dos décadas al dueño de un boliche en Lanús, Jabrellas es jubilado, en “la piecita del fondo” Blanca pinta vírgenes de plástico y abonan el alquiler, tan módico, de la expensión, en la que, con varias habitaciones clausuradas, son sus únicos ocupantes.


Her-manos

Marcelo nació antes: quince minutos. Quince minutos más apurado que Dana. Ambos más bienvenidos por el padre que por la madre. Marcelo se apegó a la mamá linfática, a la permisiva y hasta indolente mamá. Dana se sentía muy respaldada por el papá. La suave Dana epilogaba sus juegos vespertinos oyendo casetes melódicos en inglés. Marcelo prefería la radio o la televisión. Era más lector que Dana. Dana se concentraba con mayor facilidad y sin esfuerzos salía del paso. Participaba en los actos patrióticos de la escuela recitando poemas de Baldomero Fernández Moreno o Conrado Nalé Roxlo que Marcelo le seleccionaba, o cantando, acompañándose con su guitarra, temas de Piero.

Mientras Marcelo orinaba en el baño del colegio fue descubierto en su precoz desarrollo genital por otros dos chicos, en ese momento, entre alborotados y estupefactos. Marcelo ya había advertido ese desfase a su favor sobre los exhibicionistas del grado. La noticia fue llegando a oídos hasta de algún maestro y de un respetable porcentaje del alumnado, incluida Dana, orgullosa.

Dana se atrevió a proponer a Marcelo en la primavera, en un pic-nic, alejados de la familia, con los pies en un arroyito y maliciosa dulzura, que se dejara mirar allí por ella, inmóviles durante un rato, para ver qué pasaba. Marcelo se negó y regresó a lugar seguro. Fue él quien días después, tras debatirse, retomó la escandalosa proposición: rogó a Dana, muy compuesto y gracioso, que por favor no volviera sobre aquella cuestión. No desplegó argumentos, no encontró ninguno digno de exponer, así razonó a la noche, tratando de calmarse. Rehusó, confuso, intentos de noviazgos procedentes de las permitidas compañeritas del colegio.

Aprovechando un atardecer en casa sin moros ni padres, Dana decidió obrar sobre el cuerpo de Marcelo recostado en un sofá: colocó de súbito, con naturalidad, su mano izquierda —era zurda— sobre la bragueta del pantalón a cuadritos de Marcelo, quien, con las cejas asustadas, disfrutaba ya del avance mudo, práctico. Marcelo recostado y Dana inclinada y por detrás de Marcelo. Ante los signos de tumescencia de la zona, Dana apretó. Reconocido y reconocedora observaron los dedos de Dana cuando abrió la cremallera y los introdujo en el slip de Marcelo. Y allí Marcelo expone lo que hay. Deslumbrada, Dana comparece ahora con su mano derecha y con las yemas de los dedos descorre el prepucio. Mano sobre mano, como guiando Marcelo, aguardan la oferta de la abundancia y la enajenación.


Jumb26

El agua inmóvil

Luis Rico Chávez


Jumb27

El alfil rojo

Ana Romano Argentina


Jumb28

Columpio astral

Rubén Cárdenas


Jumb29

O esperando tu olvido

Rubén Hernández


Jumb30

Los infinitos rostros de la muerte

Socorro Guzmán Muñoz


Jumb31

En el perchero del olvido

Gabriela Toruño Costa Rica


Jumb32

Roque Dalton y U2

Julio Alberto Valtierra


Jumb33

Al ritmo de este compás

Luis Rico Chávez


Jumb1

Pintura

Bertha Andrade