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Serpentina, poemario de Elizabeth Hernández Sánchez

Los infinitos rostros de la muerte

María del Socorro Guzmán Muñoz



Este lluvioso verano, en la ciudad de Guadalajara, emergió del taller editorial La Casa del Mago el poemario Serpentina de Elizabeth Hernández Sánchez (1960-2020), a quien recordamos a un año de su partida.

Las obras literarias nunca llegan solas, salen al encuentro de sus lectores acompañadas de ciertos elementos que las presentan, que las complementan y, de cierta manera, las arropan y protegen. Serpentina no es la excepción, ya que le anteceden paratextos que responden a esta legendaria práctica en el mundo de las letras.

El prólogo o introducción, así como el epígrafe, no son únicamente umbrales que nos conducen, que nos acercan a la obra, sino que son, además, faros de luz que indican al lector el tono que impera a lo largo del libro que tiene en sus manos.

Es así que en Serpentina encontramos un texto introductorio titulado “Canto a dos voces”, que consta de dos partes: la primera, de la autoría de Efraín Franco; la segunda, de Antonio Ramírez. Después de leerlo, resulta evidente que su título va más allá de aludir al par de plumas que lo escribieron. Responde, principalmente, a que en las páginas del libro conviven, se acompañan y complementan, versos y líneas, palabras y formas, porque Serpentina ofrece a nuestros ojos no sólo poemas de Elizabeth Hernández, sino también grabados de José de Jesús Olivares. De tal manera que, como acertadamente apunta Antonio Ramírez, en este poemario hablan con igual intensidad “la obra gráfica del artista plástico y los textos del poeta”. Basta con ojearlo para darnos cuenta de ese diálogo. He aquí, a plenitud, un canto a dos voces.

Pero existe, además, otro canto más profundo e íntimo: aquel que entreteje la voz lírica entre la vida y la muerte, ya que como afirma Efraín Franco, en Serpentina “la muerte canta a dúo con la vida” en un eterno dualismo.

Finalmente, llegamos al último velo que existe entre el lector y los poemas: un epígrafe formado por seis versos de José Emilio Pacheco que poseen el mismo tono que prevalece a lo largo del poemario: “A vivir y a morir hemos venido. / Para eso estamos. / Nos iremos sin dejar huella. / El caracol es la excepción. / Qué milenaria paciencia / irguió su laberinto erizado”.

Lo anterior logra templar nuestro ánimo para adentrarnos de lleno en el poemario que incluye veintisiete composiciones de variada extensión e intensidad, pero con un hilo conductor que las une: la muerte. Cabe resaltar que si bien los poemas giran en torno a un tema, a ese tema, Serpentina no es un libro monótono ni repetitivo. Es, en cambio, una obra polifónica en donde la voz lírica se comunica con la muerte de diferente manera y con diversa intención. A veces le habla suavemente y conversan; otras, la desafía, como en el poema titulado “Alas rotas” al que pertenecen estos versos: “Rompe mis alas / muerte / si eso quieres / vuelve polvo la luz de luna / bosteza mientras miras / mis labios entreabiertos”.

En ocasiones la interpela, la interroga en búsqueda de respuestas, como en el caso de los feminicidios que no cesan. Y aquí reconocemos entre todas, la voz de la feminista, la poeta comprometida que clama y reclama por estos homicidios sin fin, porque para ella la muerte no es sólo la muerte individual, la que cada uno de nosotros en algún momento enfrentaremos, sino que es, también, aquella muerte que ha silenciado a las víctimas del poema titulado “Mujeres sangre”.

La pluma de Elizabeth Hernández la muestra como una poeta madura, dueña del oficio que tanto amó, que lejos de ofrecernos una imagen lúgubre y tétrica de la muerte, la convierte en una especie de Proteo que posee el don de cambiar de forma. Es así que en Serpentina la muerte es, o puede ser, “un abanico de palabras obscenas”, “el color y la nada” o un “arco iris de innumerables colores que se mezclan: son formas, círculos, cuadrados, esferas, líneas sin fin que conducen a la nada”.

Es, también, “quietud de espacios”, “multitud de sonrisas angeladas y absurdas”, “un afán de historias extraordinarias”, “flores de nombres extraños”, “pétalos de todas formas: corazones o espadas que llenan los ojos de soledad”, o puede ser, simple y bellamente, “un carruaje tirado por pavorreales que miran atentos con sus ojos mil”.

Estas son algunas de las imágenes con que la poeta nos presenta los diversos e infinitos rostros que posee la muerte.


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