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El matrimonio

El humano no nace persona, tiene que hacerse

Juan Castañeda Jiménez

Exceptuando el hombre, las especies nacen siendo lo que son, ya que su comportamiento está determinado por la herencia. Cuanto más primitiva es una especie, más subordinada está a su carga genética. El ser humano nace también con herencia, pero en él es tan flexible que puede alterarse por estímulos del medio. Esta plasticidad posibilita que sea capaz de recrearse una y otra vez. La hominización es el proceso mediante el cual se hizo hombre. En este proceso lo que destaca es la interacción con su medio, cuya influencia predominante es la vinculación con sus congéneres. Esos intercambios, a lo largo de su evolución, dieron origen al lenguaje articulado y, con él, a todos los productos culturales entre los cuales se cuenta el matrimonio.

La cultura puede atribuirse al potencial creativo que el hombre ha heredado. La libertad genética para crear su presente, su futuro y en última instancia su ser, también le ha excluido de la naturaleza —la creación de Dios— debido a que la ha transgredido al hacer lo que ella no ha dictado. El hombre ha construido su identidad al caminar por el tiempo y marcar su rumbo sin tener del todo claro hacia dónde va. Fromm (1989) habla del miedo a la libertad que acompaña al hombre en su devenir solitario. El uso de la libertad lo ha llevado al misterio de lo desconocido, que también genera angustia existencial. Esto es lo que denomina separatidad. Ante esta situación, el hombre ha construido diversos comportamientos que, según Fromm, evaden su realidad. La alternativa capaz de superar su condición y devolverle integridad es el amor maduro. Fromm parte de que el amor es un arte y, como tal, se puede aprender como también se aprende la carpintería. Si bien cualquiera que se aplique al arte de amar logra progresos, es cierto que sin esfuerzo ningún avance puede ocurrir y ese estancamiento mantiene niveles de convivencia precarios e incapaces de ofrecerle felicidad.

Ya que el ser humano emerge de interacciones, es el único capaz de establecer lazos matrimoniales. Sin vínculos, no puede alcanzar ni siquiera el estatus de hombre. La frase del Génesis (2:18) “no es bueno que el hombre esté solo” hace alusión a esta característica. Existen experiencias que apoyan la hipótesis de que el hombre en aislamiento no alcanza su identidad plenamente humana (el caso Genie, Víctor de Aveyron, por nombrar dos ejemplos). El hombre, por definición, es un ser en relación.

El disfrute del amor conyugal se logra por quien es capaz de reconocer al otro como un otro y no como una proyección de sí mismo. Solo en el reconocimiento mutuo se puede verificar una auténtica relación; de otra forma, lo que ocurre es una fusión o simbiosis en la que el otro no es reconocido como tal. La alteridad es el rasgo característico del amor que Erich Fromm llama maduro:

“El amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos” (1990: 30).

Fromm refiere que el estado de separatidad o exclusión (respecto de las otras especies y de la propia naturaleza instintiva) que el hombre experimenta, se puede superar con el amor maduro. La armonía perdida en el jardín del Edén ocurrió en el momento en que rompió con Dios; en el momento en que transgredió las leyes de la naturaleza. La unidad constituida por el hombre y la mujer tuvo el propósito de acompañarse para combatir y superar la soledad:

“A nadie le gusta estar solo; con los demás saciamos nuestras necesidades, desde la de seguridad, que es tan fundamental, hasta aquellas más elevadas de crecimiento y de realización personales. Es decir, la necesidad de compañía es inherente al ser humano” (Abundis Rosales y Ortega Solís, 2010: 13).

Pero, como se ha dicho, no basta la presencia del otro para experimentar compañía, hace falta ser capaz de reconocerlo como ser distinto a uno mismo. Ese es el sentido que Kipp y Wolf dan a su definición de matrimonio: “La unión de un hombre y de una mujer dirigida al establecimiento de una plena comunidad de vida” que incluye la relación íntima pero no se limita a ella (ib., p. 15). Concebir el matrimonio de esta forma, implica una capacidad madura para amar en ambos miembros o, por lo menos, contar con apertura a su desarrollo.

Sin desarrollo de la capacidad de amar, los hombres son presa de apegos que esclavizan su voluntad. Las personas con limitaciones amorosas se fusionan con su compañero, sin alcanzar una auténtica relación. Pero los contrayentes no lo saben conscientemente. La motivación que unió esa pareja contiene la pista para comprender la calidad de su vinculación. La unión pudo ocurrir por complementariedad, por afinidad, por conservar “vínculos patológicos, en los que esta repetición puede surgir para remediar las fallas y tristezas de la infancia, como una tentativa de elaboración de estas fallas y sufrimientos infantiles” (Lucariello, Vicente Castro, y Fajardo Caldera, 2012: 30-31). En esta condición la persona proyecta sobre su compañero aspectos no resueltos de su historia, con la expectativa inconsciente de superarlos. Los contrayentes se entrelazan como si fueran pedazos sin autonomía propia adheridos entre sí, ignorando las particularidades propias de sí y de sus congéneres.

La libertad para ser es el atributo por excelencia para construir el amor maduro. Sin ella, se aleja la posibilidad de alcanzar individualidad, condición necesaria para establecer una auténtica relación. Sin individualidad tampoco existe posibilidad de reconocerse a uno mismo. La vida en pareja requiere de madurez suficiente para considerarse seres autónomos unidos por un proyecto común:

“La mutua y recíproca donación sincera entre un hombre y una mujer que se da en el matrimonio se realiza siempre en una relación interpersonal que implica reconocer al otro como un ser personal y un ser reconocido por el otro como persona. […] La unión conyugal indisolublemente fiel y abierta a la fecundidad es, ante todo, una realidad natural: la esencia y la estructura básica del matrimonio deriva de la misma naturaleza del hombre. El sistema matrimonial regula esa realidad preexistente, no la crea” (Alzate Monroy, 1996: 38).

La naturaleza vinculante de la humanidad ya preexistía al matrimonio. A través de la evolución, la tendencia de la humanidad ha transitado de la poligamia hacia la monogamia. Las razones para ello pueden ser diversas, sin embargo la tendencia sugiere ir de la poligamia a la monogamia. Si bien puede haber excepciones, la regla ha sido esa.

La interacción ocurre entre personas que se reconocen en su individualidad. Desde el punto de vista de la especie, Fromm afirma que la sociedad humana posibilitó la individualidad en los tiempos de la Reforma. Desde ese momento histórico, cada hombre particular puede alcanzar esa individualidad. Sin embargo, eso no ocurre sin su acción. Cuando el matrimonio sucede entre personas capaces de interactuar, la probabilidad de alcanzar bienestar es alta. Según investigaciones de Guttman —que también han sido confirmadas por Colman y Jarve— se sabe que “un indicador de la satisfacción en la relación es el estilo relacional que la pareja emplea, especialmente en el manejo del conflicto, concluyendo que los matrimonios duraderos resultan de la habilidad de la pareja para resolver los conflictos que son inevitables en cualquier relación. Para este autor, las parejas armoniosas se diferencian de las conflictivas no en la cantidad de discusiones que mantienen, sino en cómo interaccionan en estas discusiones”.

Glenn y Weaver han reportado que numerosos estudios transversales, longitudinales y retrospectivos “han mostrado una mayor prevalencia e incidencia de muchos desórdenes tanto físicos como psicológicos, así como una menor esperanza de vida entre las personas sin pareja”. También James Lynch afirma que “las personas no casadas siempre tienen índices de mortalidad más elevados, a veces hasta cinco veces superiores a los de los individuos casados”. Estos datos fortalecen la idea de que, independientemente del nivel de madurez de los individuos, vivir acompañado es mejor que vivir solo.

“Numerosos autores afirman que, desde el punto de vista interpersonal, el ser humano tiene dos grandes tendencias: la de ejercer un control social de los demás y la de conseguir la unión, la intimidad y el placer en las relaciones con los demás. Esta última se pone de manifiesto en tres grandes necesidades primarias, de establecer vínculo afectivo (apego), de disponer de una red de relaciones sociales y de búsqueda de un contacto físico placentero (actividad sexual). Si el individuo no satisface adecuadamente estas necesidades, aparte de otras consecuencias objetivas, sentirá soledad emocional, social y frustración sexual” (Lucariello et al., 2012: 29).

Estas necesidades probablemente dieron lugar a lo que hoy conocemos como matrimonio. Primero apareció la necesidad de vivir en comunidad y luego se formalizó como matrimonio. Antes de ser un contrato legal, el matrimonio fue una convención social que disminuyó los enfrentamientos entre varones debido a rivalidades generadas por luchas para acceder sexualmente a las mujeres (Freud, 1986).

Bibliografía

Abundis Rosales, M. A., y Ortega Solís, M. Á. (2010). Matrimonio y divorcio: antecedentes históricos y evolución legislativa. Puerto Vallarta: Centro Universitario de la Costa - Universidad de Guadalajara.

Alzate Monroy, P. (1996). “El vínculo conyugal como relación familiar”. En Revista de Derecho (6), 38-47.

Biblia de Jerusalén (1998). Barcelona: Desclée de Brouwer Bilbao.

Freud, S. (1986). Tótem y tabú y otras obras (1913-1914) (Vol. 13). Buenos Aires: Amorrortu Editores. (Traducción J. L. Etcheverry).

Fromm, E. (1989). El miedo a la libertad. México: Paidós.

Fromm, E. (1990). El arte de amar. Una investigación sobre la naturaleza del amor. México: Paidós. (Traducción N. Rosenblatt).

Lucariello, E., Vicente Castro, F., y Fajardo Caldera, M. I. (2012). Los tipos de amor y las dimensiones de apego en las mujeres víctimas del maltrato. Recuperado de http://dialnet.unirioja.es/servlet/exttes?codigo=25336


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