Has roto en tu espejo
los escasos rostros
que confirmaban
para ti mi presencia.
Una bruma densa
cubre de moho
tus pertenencias.
Mientras el gallo canta,
repetidas veces,
niegas tu soledad
y tu soledad te mira
con indeclinable
fidelidad en su mirada.
Sencillamente no comprendo
no estoy sobrio
y sin embargo te comprendo.
Enfundada en pantalón vaquero
y blusa de manta blanca,
una muchacha camina alegre
por calles ruinosas.
Su pelo obedece libremente
al viento
—sol—
Su cuerpo recorta con limpidez
la luz de mediatarde.
Sapientísima muchacha
que sin alardes filosóficos
pones en su sitio
al obispo Berkeley:
buen teólogo y ardoroso polemista,
pero también un maestro
en el ars masturbatorio.
Hora extraña. No es
el fin del mundo
sino el atardecer.
La realidad,
torre de pisa,
da la hora
a punto de caer.
Gabriel Zaid
Un caracol urbano se arrastra
adormecido junto a la musgosa
pared ajena al sol de cada día.
Ana dio a luz a otra asombrada
huésped del hastío insondable.
Espléndido desenlace de la tarde.
Como si fuese
complicado animal
me asomo a la ventana.
Bajo el dominio luminoso del verano
la sombra de un árbol
late indecisa igual que nunca.
Heráclito solo tenía razón en parte:
todo fluye y esta sombra y este árbol y yo
no seremos los mismos
cuando la luna muestre sus obscenos dientes,
pero de un modo que rebasa explicaciones
alguien me reconoce y saluda
y pronuncia mi nombre
como si todo fuera en efecto natural.
El mundo transcurre
no el tiempo
y son seres múltiples
los múltiples seres
que agotan prodigios
en la tarde impredecible.
Y bajo la luz demencial
del sol que ya declina
van a todas partes
y a ninguna.