Rolando Revagliatti
Argentina
Robert Menasse
Austria
Adriano de San Martín
Costa Rica
Margarita Hernández Adelfa Martín Ramón Valle Muñoz Julio Ruiz Luis Rico Chávez Andrés Guzmán Juan López Andrea Avelar Liz Carbajal

Cosas de niños

Cuento

Robert Menasse

Austria

(Versión del alemán de Gonzalo Vélez)

Sin contar los funerales, nuestra familia sólo se reunía entera, con la totalidad de sus integrantes, para la noche de Año Nuevo. Lo que para otros, la “gente normal”, como decía tía Sigrid no sin cierto resentimiento, era la Navidad, refiriéndose a la congregación de toda la familia en torno de una mesa ornamentada para la ocasión, nosotros lo celebrábamos la última noche del año: básicamente, mi familia era un propósito de año nuevo que con toda regularidad nunca se cumple. Vamos a dejar de fumar. Vamos a ser más conscientes de nuestra alimentación. Vamos a vivir de manera más saludable. Nos reuniremos más seguido. Seremos una familia.

Tras la muerte de mi padre, mi madre se puso sentimental, pues ella siempre había querido fundar una familia y ahora no podía resignarse a ser el único sustento de la casa, a tener que vivir, a final de cuentas, como viuda. Los orígenes de los que se había fugado tiempo atrás se le figuraban ahora como un Paraíso en donde ella había renegado de su destino, y con desesperación buscaba ahora alguna puerta trasera de ese Jardín del Edén en el cual, en realidad, nunca había estado.

La Navidad, de eso ni duda cabía, no representaba nada para nuestra familia. El hermano menor de mi madre, Ferdinand, se había casado con una judía, hija “de una dinastía de mercaderes de pieles”. Dinastías era siempre algo que sólo tenían otros. A nadie de nuestra familia, quinta generación de viticultores, se le ocurriría describirnos como dinastía de viñateros. De tía Ruth se decía que “había traído dinero”. Siendo niño, me figuraba que se había mudado con tío Ferdinand con algunas maletas grandes llenas de dinero –y así como otros, la “gente normal”, tenían libros en los estantes y copas de cristal emplomado en la vitrina, ellos tendrían dinero por todos lados, al cual habrían contemplado cada noche al tomarse una copa de vino. La única manera, por mucho, en que de niño podía figurarme la vida de los adultos era ésta: uno está sentado ahí, toma vino, y aprecia, en el mobiliario y los objetos de valor de la habitación, qué tan lejos se ha llegado en la vida. La estima de tía Sigrid por tía Ruth era tan abstracta como una suma de dinero; concretamente, su desconfianza era similar a la que se tiene frente a una moneda extranjera cuando no está muy claro cuál es el tipo de cambio. “Distinta” era una palabra que tía Sigrid empleaba a menudo para referirse a tía Ruth: “distinta”, y lo decía con esa expresión en el rostro denotando tristeza y forzada resignación que las personas mayores adoptan siempre que hablan del destino –son cosas que no se pueden cambiar. En realidad, lo “distinta” de Ruth consistía únicamente en que no sentía ninguna necesidad de sentarse en Navidad con la familia de su esposo ante un árbol para cantar canciones cristianas. Y sus dos hijas, mis primas, sabían menos de las tradiciones judías que yo, católico bautizado.

Mi prima Bárbara se casó después en Viena con un estudiante de medicina egipcio de nombre Mustafá. “¿Se casa con él?”, dijo con su mirada de fatalidad tía Sigrid. “¿Significa que a mi avanzada edad tendré que ir ahora todavía a una mezquita?”

Se casaron por lo civil. Sin música y sin discursos. Sigrid llegó diez minutos tarde, y el evento ya había concluido. Ella es “mala para caminar”, y demasiado tacaña para un taxi.

La hija de Bárbara y Mustafá se llama Alina. En 1999 tenía cinco años. Con un grito suyo, un milenio concluyó.

Para los anhelos de mi madre por la familia y sus empeños por unirla, como usando soldadura, para fundirse en ella, debido a la parentela judía y musulmana en la familia la Navidad era, como puede entenderse, inadecuada. Pero la noche de Año Nuevo, la celebración de pasar juntos al siguiente año del calendario, se le volvió una idea fija. Qué sensatez: en ningún otro día se tenía un evento capaz de conjuntarlos a todos, independientemente de ritos y tradiciones de la religión, para hablar sobre las cosas que pasaron y dirigir, al mismo tiempo, la mirada hacia el futuro. Con perseverancia, y con dosis adecuadas de terror psicológico, ella logró establecer esa fecha como día de la reunión familiar. Nadie se divierte las horas previas al Año Nuevo. Al mismo tiempo nadie puede comportarse como si fuera una noche igual a cualquier otra. Cada quien buscaba cada año cualquier lugar, cualquier entorno, donde poder franquear con vino espumoso el rato hasta que por fin se puede brindar y las campanas repican y retumba el Vals del Danubio en millones de televisores y aparatos de radio mientras estallan petardos por doquier. Donde fuera y del modo que fuera que se celebrara, al día siguiente los dolores de cabeza eran inevitables. O sea que del mismo modo se podía acudir a casa de mi madre, dejarse alimentar amorosamente por ella, beber el “vino de la casa”, no suscitar, de ser posible, sus lágrimas, y contribuir a crear todas las condiciones necesarias para un escándalo, el cual, al final, con unificadas fuerzas, se conseguía evitar, o por lo menos minimizar. Esto funcionó dos o tres veces, luego ya fue tradición. Voy a dejar de fumar. Pero a partir de mañana. Somos una familia. Pero sólo hoy.

Me pesqué a mí mismo empezando a sentir, con creciente sentimentalismo, mucho aprecio por estas fiestas de Año Nuevo con mi madre. En esas fechas tenía yo propensión hacia gente a la que rehuía, y sentía cariño por personas que detesto. Cómo envejecían. Cómo sus manías se iban volviendo cada vez más agudas. Cómo después de un litro de vino me invadía un sentimiento hogareño con el olor a bolitas de naftalina del tío Franz. Cómo la muerte miraba desde sus ojos. Como si le hubiera pintado a sus ojos un contorno de color lila. Pero al año siguiente estaba ahí otra vez. Por favor no vayas a decir ahora mismo: ¡Mala hierba nunca muere! Pero efectivamente ya lo dijo: “¡Mala hierba nunca muere!”, y se echó a reír hasta que le dio tos.

Año Nuevo de 1999. La pequeña Alina quería experimentar por primera vez lo que es no tener que irse a dormir. Quería quedarse despierta, igual que los mayores, “hasta el día de mañana”. El año anterior aún se había quedado dormida en la cama de mi madre a las diez, pero en esta ocasión quería lograrlo. Excitada, se puso a brincar por todos lados y a poner de nervios a los mayores, jalando las mangas de Mamá, tíos, tías, y al hacerlo interrumpía conversaciones preguntando: ¿Ya es mañana? ¿Ya es mañana? ¿Ya es mañana?

Cada vez se iba cansando más, apenas y podía mantener los ojos abiertos, caminaba tambaleándose entre los adultos, jalándoles de la manga para preguntar: ¿Ya es mañana?

Hasta que tía Sigrid la prendió de un antebrazo y punzantemente le dijo: “¡Escucha, pequeña! ¡Basta ya! ¡Entiéndelo de una vez! Hoy es siempre hoy. ¡Y mañana es siempre mañana!”

La niña la miró con los ojos abiertos de espanto y comenzó a gritar. Yo nunca había oído un grito como ese. Un tremendo grito penetrante e interminable, sin pausas para respirar. No había en el mundo ruido más estridente que ese grito.

Entonces Bárbara empezó a vociferar. Abrazó a Alina y le gritó a tía Sigrid: “¡Tú no le vuelves a decir bastarda a mi hija! ¡Pero qué te has creído! ¡Bastarda! ¿Pero cómo se te ocurre llamarla bastarda?”

Sigrid gritó: “¡Basta ya! Yo dije: ¡Basta ya! ¡Basta ya!”

“¡Ella dijo basta ya!”

“¡Ella dijo bastarda!”

“¡Yo lo que oí fue bastarda!”

“¡Basta ya! ¡Detengan esto! ¡Lo que ella dijo fue sólo basta ya!”

Mi madre: “Ella dijo: ¡Hoy es siempre hoy y mañana es siempre mañana!” Eso fue lo peor. Pero en ese momento todavía nadie se había percatado.

En el cielo nocturno que se veía por la ventana bailaban ya los fuegos artificiales.

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