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Desamor de un sueldo mínimo *

Juan Antonio Cervantes


A esta calle

A esta calle la quiero, con toda mi niñez
y con todas las tardes de sus juegos
Ya a esta edad, en que los viejos muros han caído
dejando solo al sol en el espacio de sus puertas
La quiero por haberme enamorado
y por haberme dejado enamorar
bajo los balcones de su falda
donde siempre el arco de su leve luz
iluminaba el beso húmedo y callado
La quiero. Toda traqueteada la quiero
Toda tartamuda. Toda adornada
de viejos lazos de procesión y de viejos sentados
a la orilla de su puerta. La quiero con sus muertos,
con sus gritos, con sus silencios, con el murmullo
de donde han florecido los más bellos fantasmas
La quiero llovida, soleada o astillada por el alba
La quiero fiera. La quiero azulada por la luna
aunque sus muros luzcan como una triste mujer
en espera de nadie desde todas las ventanas
La quiero, a esta calle la quiero, ya a esta edad
en que los viejos muros han caído
dejando solo al sol en el espacio de sus puertas.


1

Los domingos

Los domingos me abstengo de cualquier actividad
El cielo lava el carro con la lluvia y el pasto
lo corta muy pequeño el otoño
con sus tijeritas de bronce

Las morusas de mi mesa, amablemente y en orden
se las llevan los pájaros, despegando de esta
temerariamente
como la plataforma de un viejo portaviones
—no sin antes escribir sobre el vidrio con su pico
un telegrama de regreso—

Las arañas el domingo ovillan el enfado
que zigzaguea entre las moscas de la tarde
en su vieja mecedora, y la luz propicia
se anda hinchada atrás de la cortina
como una bandera encendida el tiempo necesario

El domingo mi perro husmea el polvo
Una vecina canta una canción lejana
desde el patio de su casa
El aire barre mi pedazo de calle
con su escoba de pajas.


Yuridia

No, Yuridia
No me deberías de haber besado a los nueve años
No me deberías de haber dicho que tu boca
guardaba una dulce salamandra
para caminar sobre mi cuerpo

Aún te sueño

Hoy es noche que todavía no termino
de descifrar el misterio de tu vientre
Hoy es noche que todavía me sigue atardeciendo
con su lejano silencio y con tus manos

Dime, ¿era yo tu hijo, Yuridia?

¿Era necesario que me arrullaras en tu pecho
como a un niño herido por tus ojos
y que me dieras del tembloroso filo de tu voz
para no caerme de tu carne?

Aún te sueño, Yuridia


Primer poema de la creación

En un principio no había nada
sólo las paredes vacías de un departamento
la sombra y el vacío para ser poblados
sin embargo, el espíritu de Dios
se cernía sobre la cama
El primer día hubo luz
y la comisión federal
nos extendió un recibo verde de su mano
lleno de esperanza
El segundo día
abrimos las ventanas del departamento
para que entrara el aire
y claridad unánime del cielo
El tercer día
compramos una mesa
y una cama y un televisor
para situarlos al centro de la tierra
y de la habitación
y también de las mareas
El cuarto día
hubo un tambo con gas
como un soldado gris
y un sol encendido
perpetuamente en la cocina
El quinto día
hubo pájaros y flores y música y mucha luz
y ella era hacendosa y ascendía por el polvo
poblando los espacios de ella misma
esto: entre pájaros y flores y música
y mucha luz
El sexto día
nos reafirmamos sobre el barro
y ella volvió a nacer de mi costilla
entre el barro y la saliva
mientras desnudos
observamos también el firmamento
y vimos que la luna
y los astros y los besos
eran buenos

El día séptimo
descansamos todo el día
hasta la madrugada —uno sobre otro—
mientras unas formas extrañas en el televisor
y también sobre sus ojos
comenzaban a llamarnos
desde el limbo.


Te di todo

Te di todo; incluso
la noche en que vagaba
Te di mis palabras
mi silencio
Te di la otra parte de mí
que ni a mí
pertenecía
¿Qué más puedo yo darte?
¿Esto que soy?
¿Este hueco?
¿Esta nada?
Este tamaño de la ausencia.

Lernen Books, colección Litelecto. Publicado con permiso del editor

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