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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo IX

Archi, en un gesto de amistad, vació la mitad de su copa en la de Smith. Los dos las chocaron diciendo: “¡Salud!”

—Soy de los que dicen “al mal tiempo buena cara” —expresó Archi mientras demostraba el arte de saborear un vino.

—Ya que tocas ese punto, ¿para ti qué es el tiempo? —preguntó Smith.

—No soy filósofo, pero podría definirlo como la duración de las cosas sujetas a mudanza. Yo percibo el tiempo en el almendro que florece y el fruto que madura, en la homocromía del camaleón y en el plumaje de las aves. La vida misma es así; está subordinada a un principio y un fin. Al nacer estamos predestinados a morir. Lo que fuimos ayer, ya no somos hoy. Déjame contarte lo que sucedió hace años. Fui invitado a una fiesta infantil. Los pequeños, al verme llegar con un racimo de globos, me rodearon y uno, con el candor de un angelito, preguntó: “Oye, Archi, ¿es cierto que el tiempo vuela? Quiero conocerlo. Enséñame sus alas”. “¿Cómo te llamas?” “Sergei”. “Claro que el tiempo vuela, Sergei. No puedes verlo porque es invisible, no tiene color… El viento es la mascota del tiempo. Por donde pasa, siempre deja huella. ¡Mira!”, y solté un globo. Todos saltaron queriéndolo atrapar. Ninguno pudo, pues la esfera rellena de helio subía más y más hasta perderse en el espacio. “Ándale, Archi, se te acaba el tiempo, ya nomás te quedan nueve voladoras”, dijo uno de ellos. “No se preocupen, chicos. El tiempo también corre. Quizá puedan alcanzarlo”, les dije, y puse un ejemplo: “El tiempo es un tren que cubre día y noche sin parar un trayecto a la redonda. Dicho ferrocarril arrastra veinticuatro vagones llamados horas, y en cada vagón viajan sesenta atletas de alto rendimiento denominados minutos”. Un niño muy avispado exclamó: “Eres un tramposo, Archi. Eres un anticuado. Eso que dices son las manecillas del reloj”. Ante su asalto verbal, yo le pedí al Sino que me convirtiera en ese momento en un avestruz, para enterrar mi cabeza de vergüenza. Créemelo, Smith, los niños de hoy, tan cibernéticos, nos exhiben. En esta era digital nos llevan un siglo adelante.

—¿Ahí le paraste?

—No, querían que les explicara qué tan veloces son las partes que componen un minuto. “Vengan”, les dije. Los llevé a una mesa de ping-pong que no tenía red. Sobre la mesa rectangular tracé una pista de carreras con doce carriles, luego saqué de mi chamarra de ferrocarrilero una docena de atletas de juguete y puse en cada carril un velocista. Enseguida, con voz alta, señalé: “¡Chicos, pónganse vivos! Esta es una competencia de atletismo. Fíjense bien en el número que porta cada corredor. Al que me diga cuál llegó primero a la meta, le regalo esta pequeña locomotora a escala que yo armé. ¿Están listos, mis pequeños jueces?” “¡Sí!”. Los liliputienses, al oír el petardazo de salva, salieron disparados hacia la meta… Todo fue tan rápido que ninguno de los niños logró identificar al ganador, pues se distrajeron buscando el número de cada atleta y se perdieron el gran final. La misma pregunta que les hice a ellos te la hago a ti, Smith: ¿Cuál de los doce velocistas hizo el mejor tiempo?

—¡Ah!, eso está de Pitágoras.

—¿Te das?

—Me doy.

—Fue un múltiple empate. Los doce liliputienses rompieron la cinta al mismo tiempo.

—¿Cómo?

—Sí, los doce atletas estaban cronometrados a la misma velocidad y con la misma zancada para cubrir la distancia predeterminada en cinco segundos; ninguno se adelantó ni se retrasó, por la sencilla razón de que un segundo no es más largo ni más corto que el otro, todos son iguales, son clones perfectos. Vivimos tan de prisa, Smith, que sólo vemos lo que está en primer plano y no observamos lo que hay más allá. Tenemos la manía de retar al tiempo cara a cara, pero al mirarnos en el espejo ¡qué pavor nos da envejecer!

Smith, con baba de adolescente, aplaudió silenciosamente la disertación de Archi sobre el tiempo. Luego chocó su copa con la del ruso y dijo: “¡Salud, mi general!, me gustó tu anécdota”.


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