Aunque no soy un experto en literatura, simplemente un lector apasionado, y sin conocer la obra de Agustín Yáñez, La tierra pródiga, en la que se interna Rodolfo Quintero (Ciudad de México, 1954) para construir su relato, me atrevo a apuntar unos breves comentarios a propósito de Los escritores se alimentan de los muertos por la amistad que me une a su autor.
Lo primero que tengo que decir es respecto al tono cultural en el que se mueve la apuesta literaria con la que se inicia. Quizá una aventura que puede resultar apasionante, al menos para el autor que emprende estos primeros pasos. Me refiero al quehacer literario dentro del mundo americano, el cual descansa sobre un lenguaje común que nos une desde México hasta las Tierras de Fuego.
En este sentido, observo en el relato de Rodolfo Quintero un uso del lenguaje que remite a la sociedad latinoamericana actual, donde el componente indígena se alza con todo su poder de persuasión; contrario a lo que sucede con Europa, donde los ancestros clásicos —entiéndase, por ejemplo, la cultura griega— siguen teniendo influencia sobre nosotros, pero desde la distancia, como referencias temporales lejanas al contexto americano. El vínculo con la cultura indígena no actúa como una simple referencia, sino que constituye una razón de ser; hoy día, continúa identificando y dando sentido a determinados comportamientos sociales.
En efecto, en ese mundo literario americano, sentimos (nos hacen sentir) todo un cúmulo de pasiones reunidas en un mismo acto vital, como un equipaje sometido a un continuo e ininterrumpido arrastre histórico que expresa la fuerza de una cultura pretérita —por su origen, no porque haya pasado— cuya intensidad se acrecienta con el tiempo. Es la expresión y el proceder de lo “originario”, de lo “indígena”, en las diversas formas de vida lo que hoy día indica el sentido de una sociedad que no renuncia a sus ancestros, que cohabita y muere con ellos.
Podemos decir, tratando de especificar a la cultura europea con respecto a la latinoamericana, que pasamos de la “cultura clásica” europea como referencia lejana, al condicionante indígena —constantemente actualizado— en el mundo americano. De ahí que el lenguaje literario en ese mundo convulsionado por tantos sometimientos colonialistas se haya rebelado contra el patrón que, a duras penas, quiso imponerse desde el poder de la metrópoli. Si ese poder sí tuvo sus efectos en la explotación de la que fueron objeto —y lo siguen siendo— sus territorios, sus gentes, sus pueblos, ¿podemos decir lo mismo del lenguaje?
De la cultura indígena podemos afirmar que es callada, lo que no significa que esté dormida, ya que su existencia es real. Lo que resulta evidente es su sometimiento, y cuando este se da a entender, se expresa con toda su fuerza. Es en este decir “¡aquí estoy!” en el que la literatura ha ejercido como un vehículo que ha sabido encauzar sentimientos ocultos, tan intensos que han sacado a la luz lo que no ha desaparecido, lo que, sin un aparente vigor, estaba soportando, fundamentando; una realidad social a la que no le quedaba otra posibilidad que mostrarse desde sus componentes “mágicos”, consecuencia de su clandestinidad consuetudinaria.
Este es el lenguaje del que se agarra nuestro autor en un intento por hacernos comprender una realidad, la de Puerto Vallarta y su entrega a los brazos del turismo más depredador, que no hay manera de entenderla si no la imaginamos desde componentes que van más allá de ella: rozan sus entrañas más recónditas y tortuosas. El milagro se produce cuando el lenguaje se convierte en expresión de este misterio, única manera de presentarnos la realidad más cruel y violenta. Es en este sentido que el relato de Rodolfo Quintero es fiel a su tradición, aquella que reúne, bajo un mismo cobijo, todo un cúmulo de pasiones y sentimientos colectivos que no han dejado de expresarse a lo largo de la historia.
Una superposición pasional compleja reúne todo para darle sentido a la vida: pasiones, negocios, religión, traiciones, política, subversión del orden, poderes paralelos… La vida en esa parte del mundo no se ciñe a normas dictadas ni a supuestos “órdenes sociales” emanados de regímenes políticos concretos, sino a la costumbre más ancestral: al “indigenismo” que la invade, la encauza y la llena de sentido.
Por lo anterior, resulta imprescindible guiarse por un texto literario previo, La tierra pródiga, para conocer al Amarillo, al padre de Ricardo. Por la tradición en la que se inserta, Rodolfo Quintero tiene la necesidad de recurrir a la novela de Agustín Yáñez para construir su universo narrativo.
Se puede decir, entonces, que la novela Los escritores se alimentan de los muertos se concibió como un relato dentro de un relato. Es decir, se inmiscuye en una realidad ajena, construida por otros, para recrear a sus personajes y hacerles saber cómo han sido manipulados, cómo han decidido sobre sus vidas: Quintero mueve a sus personajes haciéndolos caminar por otras sendas narrativas, extrayéndolos, incluso, de su ambiente, enfrentándolos entre sí, extrapolándolos hacia los bordes de la narración de la que provienen y haciéndoles observar lo que no ven desde su interioridad.
De esta forma, los mismos personajes descubren su identidad desde la observación de sus acciones pretéritas. Son protagonistas de una visión privilegiada que les permite seguir sus pasos, aquellos a los que les ha empujado la narración de la que proceden, con la intención, quizá, de que el nuevo narrador les aporte sentido a sus vidas. Es como sacar a alguien de su entorno vital para subirlo a una atalaya desde donde puede contemplar lo que ha sido, y permitirle, con este milagro, recomponer lo que fue.
Siento no conocer la obra de Agustín Yáñez para comprender mejor este diálogo literario. A propósito, me parece un recurso digno de mención el que la comprensión de un relato te obligue a inmiscuirte en otro, a recorrer un mundo literario que te haga fluir por etéreos paisajes imaginarios, los únicos que pueden expresar la realidad que no reconocen los que desprecian el lenguaje que surge de lo popular, lo que, para la cultura latinoamericana, enraíza en su cultura indígena. Esta es una tarea que tengo por delante: introducirme en las páginas de La tierra pródiga, que es tanto como releer Los escritores se alimentan de los muertos.
Por último, si a lo ya dicho unimos la vocación de Rodolfo Quintero como estudioso de los fenómenos urbanos que han asistido a la ciudad de Guadalajara, Jalisco —lo que se ha concretado en un doctorado por la Universidad de Valladolid y que justifica el epílogo de su relato—, no podemos rematar estas aproximaciones a su obra sin destacar que en este relato sobre un relato la trama se conduce desde una posición disciplinar que denuncia la explotación territorial de Puerto Vallarta, la cual oculta —o simula— el exterminio de una cultura.