Novela por entregas
Archipenko nunca en su vida había sentido tan despresurizado su ánimo; era un frío que le calaba por dentro y por fuera, siendo que, cuando era oficial del ejército, él podía soportar como el más estoico de los esquimales las temperaturas más inclementes. Y ahora el miedo, el gélido miedo del remordimiento lo hacía temblar al venirle a la memoria la petición que una hora antes le hizo Smith de que bajara la velocidad del tren, porque los pasajeros deseaban ver los acantilados.
Con el susto entre las patas Archi entró al coche-restaurante donde se topó con Loren y el resto de la tripulación. La jefa de las ferromozas le preguntó:
—¡Eh, viejo! ¿A dónde vas? ¿No eres tú el conductor?
Archi no supo qué contestar, se limitó a levantar los hombros.
—¿Quién es él? —insistió Loren apuntando hacia la cabina de mando.
—No sé.
—¿Cómo que no sabes? ¡Ven, asómate! Quien conduce así, sabe de trenes.
Archi, sólo por complacer a Loren, pegó su rostro al vidrio de la ventanilla. Lo único que podían ver él y las edecanes eran imágenes descoyuntadas, propias de una cinta cinematográfica, que corrían a velocidad vertiginosa, cuyo sonido imitaba la sórdida galopada de caballos de hierro.
—Archi —volvió a intervenir Loren—, las chicas, los chefs y yo hemos entrado en pánico colectivo al percatarnos de que los vagones de turistas están vacíos; sólo permanecen, intactas, sus pertenencias en los estantes. Ellas y ellos se sienten culpables sin haber cometido nada malo. Se lamentan por no haber acudido en el momento en que los paseantes desaparecían. Pero ¿cómo nos íbamos a enterar si no escuchamos ni una queja ni un grito de auxilio?... Míralos, Archi, son el vivo retrato de la depresión; así los verás pegados a las ventanillas. Su estado psicológico es tal que amenazan lanzarse al abismo cuando pasemos por la garganta de Mefisto en Torrelavega. ¡Haz algo! ¡Detén este tren diabólico!
—¡No puedo!
—¿Cómo que no puedes? ¿Acaso no eres tú quien siempre solucionaba los problemas más difíciles en los ferrocarriles transiberianos?
—Déjame explicártelo, Loren —dijo Archipenko, cuya frente se perlaba de un sudor frío—. El acceso a la cabina de mando está bloqueado. Él se encerró con los dos pasadores de seguridad.
—¡Dinamítala! ¡Derríbala!
—Nada lograríamos. La puerta fue fabricada a prueba de balas. Los explosivos que pueden hacer ese trabajo están guardados en una caja que sólo puede abrirse mediante combinación de números clave… y esa caja se encuentra en la cabina ocupada.
—¡Maldición! ¡Estamos jodidos! —exclamó Loren mientras escupía palabras cada vez más ponzoñosas. Hizo una pausa, luego a través de señas le ordenó a uno de los chefs que le sirviera vino. El chef le descorchó una de Hennessy. En segundos, aquella señorita de vidrio, totalmente desnuda, de redondas caderas, con sólo una etiqueta en su ombligo y una pañoletita dorada en el cuello, apareció en la mesa e impregnó con su buqué el restaurante. Loren aventó al diablo los protocolos, cogió la botella y la empinó en su boca tal como lo hace una borrachita de taberna, dejando que el zumo bendecido por no sé cuántos años de añejamiento transitara por su garganta de mármol rosa.
Cuando sintió que ya le había llegado a la mitad, paró en seco, le devolvió el sobrante de la bebida al chef, se limpió sus todavía apetecibles labios con el dorso de la mano y reanudó la conversación con Archipenko.
—No te imaginas el pavor que me daría enfrentar a la policía y los periodistas cuando lleguemos. Créemelo, es más terrible que posar en cueros ante los paparazzi. No me digas que tú saldrías bien librado de esa emboscada, de esa turba de hambrientos reporteros.
Archi estaba a punto de externar su sentir cuando Bellucci, mostrando un celular, se acercó a ellos diciendo:
—¡Ya no discutan! Yo tengo la solución en este equipo digital. No es razonable que paguemos justos por pecadores. Aquí sólo hay un autor material de esta tragedia: Smith. Es el veterano de guerra quien se adueñó del timón y nos lleva de regreso para entregarnos, sin motivo alguno, a la justicia. Él es el autor intelectual de este extraño genocidio. Cuando pisemos tierra yo me encargaré de ponerlo ante los tribunales.
—Con sólo dos llamadas telefónicas —continuó Bellucci— nosotros saldremos inmunes: puesto que no hay crimen, tampoco habrá castigo que nos vincule. La primera llamada la haré antes de que el tren se detenga totalmente. Le enviaré un mensaje urgente a mi novio Pirlo para que venga a rescatarnos con su escuadrón de motociclistas. Cuando arribemos él nos hará una señal, entonces abandonaremos el convoy bajando por la parte trasera. La segunda irá dirigida a la policía, pero eso lo haré cuando ya estemos lejos de la periferia de la estación, así les dejaré la papa caliente a los peritos de Inteligencia, ellos sabrán cómo resolver el rompecabezas; luego destruiré el teléfono para borrar cualquier rastreo. Para entonces estaremos en otro país, donde nos otorgarán visas con nombres distintos.
Cuando Bellucci terminó de hablar, Loren, aún sacudida por la angustia y la desesperación, removió en su mente los escombros de palabras que minutos antes había sostenido con Archipenko. Luego le soltó tres preguntas, una tras otra:
—¿No me debes una respuesta, Archi? ¿Qué opinas sobre lo que dijo Bellucci? ¿Apoyarías su plan?
Archipenko, dando muestras de tacañería, no quiso gastar saliva: todo lo respondió asintiendo con la cabeza. Luego dijo: “Voy a orinar”.
Caminó hacia el vagón contiguo. Apenas había dado unos pasos cuando sintió un fuerte dolor en el pecho, acompañado de sudoración fría, náuseas, vómito y mareo. Una palidez como de guayaba se apoderó de él. Era evidente que tantas emociones crudas no las pudo digerir; todas se le atragantaron, y eso influyó para que cayera fulminado por un paro cardiaco.