La autoridad (deriva de la raíz aug, que significa auge, estimular realización, crecimiento) no es propiedad de nadie, como tampoco lo son la libertad y la verdad. La autoridad se tiene sólo mientras se ejerce. Cuando se asume, quien la ejerce y quien la reconoce se enriquecen: se edifican; por el contrario, cuando se usurpa para beneficiarse de manera egoísta, se realiza un acto perverso que pervierte a los que participan en la relación. La autoridad es un don delicado que puede usarse para beneficiar o para perjudicar. Estos son los extremos de un continuo que admite niveles parciales de beneficio-perjuicio.
En todo tiempo la autoridad ha seducido por su poder para la búsqueda de privilegios. Con frecuencia se usa para dominar y controlar en beneficio propio. Pero eso degrada a unos y a otros. El uso de la autoridad ha de estar al servicio del desarrollo humano; de gobernados y de gobernantes; debe promover la autonomía y el desarrollo.
En el tiempo que vivió Cristo, la autoridad era motivada por razones que no difieren mucho de las motivaciones actuales. El Señor les dijo a sus discípulos:
“Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. (Mateo 20:25-28)
“Los dirigentes oprimen a los débiles con su poder, que no sea así entre ustedes”, son expresiones importantes respecto de la forma como Jesús ve a quienes detentan autoridad, poder. La cita hace alusión a los jefes de las naciones pero, hilando fino, todos compartimos en algún momento relaciones de autoridad. Para un niño, sus mayores son autoridad, aun los hermanos más grandes que él y los imita para llegar a ser como ellos.
Una vez escuché que los mejores maestros, los de más vocación, debieran educar en el jardín de niños y no en los grados superiores como se acostumbra. La primera vez que analicé la idea me pareció paradójica, pero cuanto más la estudiaba, más concordaba con ella. He llegado a ser testigo de tratos desafortunados hacia los niños a pesar de tener las mejores intenciones. Padres que dañan a sus pequeños cuando no cabe duda de que los aman. No basta sentir amor por los niños, es necesario saber amarlos: protegerlos con ternura, respetarlos con escrúpulo. En sus estados de desesperación, en una rabieta por ejemplo, el modo en que los mayores atiendan esa circunstancia es la forma en que ha de proceder. Esa conducta queda establecida como parte de su relación interior y como forma de administrar sus emociones. Los ejemplos que desempeñen los adultos frente a esas circunstancias moldea un proceder que el niño incorporará en lo sucesivo. El mayor, con su comportamiento, propicia el desarrollo potencial del niño o lo malogra.
Cuando hay conciencia de la responsabilidad del ejercicio de la autoridad, pocos desean asumirla y cuando lo hacen, realizan su labor con cautela y escrúpulo. Son pocos o nulos los casos en que una persona con plena conciencia de la responsabilidad que implica gobernar, tenga pasión por ejercer la autoridad. Cristo alerta respecto del anhelo desmedido por ejercer el poder, pues quien lo experimenta suele estar más sometido por su interés de destacar, figurar, sentirse importante, que por desempeñar el papel inspirador para la realización del otro. Sus pasiones le estorban para desempeñarse como corresponde frente a sus gobernados. Al respecto enseña: “No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor”. Alguien con pasión por gobernar debiera someterse a la actitud inversa: ser servidor de todos. La persona más respetada de una comunidad quizá sea la menos interesada en asumir cargos de autoridad, pero, paradójicamente sería la más recomendable.
Ver a la autoridad en su aspecto exterior puede llevar a pensar que excluye a la mayoría puesto que se pensaría que sólo los que se encuentran en el poder, los gobernantes, los jefes de empresas… la ejercen, pero no. Todos los seres humanos en uno u otro momento, ocupamos un lugar de autoridad frente a otros y frente a nosotros mismos ¿Cómo la hemos ejercido? ¿Hemos promovido libertad o su contraparte? ¿Hemos experimentado el deseo de controlar y determinar todo? La respuesta es pertinente porque así como nos posicionamos ante la responsabilidad que implica ejercer autoridad, así también debe ser la forma en que la esperamos cuando otro la asume sobre nosotros. Simplemente, cuando nos solicitan una opinión, ¿hemos limitado nuestra respuesta a lo que sabemos o nos ha ganado el deseo de dar buena impresión y hablamos como si supiéramos lo que en realidad ignoramos? Si tenemos hijos, ¿cómo los hemos educado? ¿Hemos ejercido la justicia y la equidad ante ellos o nos sentimos dueños de ellos y les imponemos cargas que no les benefician? Si pensamos la autoridad de una forma más amplia, tendríamos que aceptar que la cosa no es tan simple como criticar a los que la ejercen sin tino, sino que debiéramos también revisar la forma en que nosotros la hemos ejercido y dar pasos para modificarla.
La historia atestigua el uso de la autoridad tanto en lo macro como en lo micro. Miles de años muestran el apego de la humanidad por someter al mundo para experimentarse amo y señor de todos. La humanidad no ha sido capaz de superar esta irresistible tentación. Sólo contados hombres han trascendido esta difícil prueba; paradójicamente, algunos han padecido por quienes repiten sordamente la historia. La pertinaz conducta de servirse de los demás ha sido ruina de todos y no sólo de los oprimidos. He escuchado la frase: “¿Quién es más libre: el carcelero o el encarcelado?” Ambos están atrapados en un comportamiento que los limita. Y es que los actos pervierten a los que intervienen en ellos. Si bien la simplificación ayuda a comprender mejor, en realidad siempre hay matices y no existen actos puramente perversos o enteramente edificantes. No obstante, mucho se avanzaría si se actuara procurando evitar todo tipo de atropello. La historia nos dice que el avance ha sido pobre en este sentido. La innovación científica y tecnológica ha aportado poco pues, en general, se sigue utilizando para acumular poder y riqueza en unos cuantos e incluso para perfeccionar las formas de opresión existentes, agrandando la diferencia entre gobernados y gobernantes. El auge del poder y el dinero son la prueba irrefutable de que la autoridad es una función importante que a todos tienta pero que pocos ejercen con tino. ¿Cuál podría ser la función de la autoridad? Jesucristo parece referirse a esto en la siguiente parábola:
“En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”.
Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no comprendieron lo que les hablaba. Entonces Jesús les dijo de nuevo: “En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre” (Juan 10:1-18).
Cada uno puede pensar esta lección en la que el Señor pone en claro que no todos los que ejercen el rol de pastor lo son. Sólo quien “entra por la puerta” es auténtico pastor y la puerta es Él mismo. En otras palabras, el que hace uso de la autoridad como Jesucristo ese es el auténtico pastor. El pastor verdadero “da la vida por sus ovejas” porque la autoridad es un servicio a las ovejas. La autoridad no es de los que la ejercen, sino un don de Dios para servir. Es una alta responsabilidad que debe ejercerse en la forma que Cristo la usó. El Padre es el auténtico pastor de todos; Él ha querido que disfrutemos “del mejor pasto”. Es curioso que Cristo deje implícito que los pastores también son ovejas cuando dice: “entrará y saldrá y encontrará pasto”. Lo cual implica que en alguna circunstancia, las ovejas también son pastores y los pastores ovejas.
Eventualmente, todos tenemos ocasión de ejercer el papel de pastores frente otros: los que creen en nuestro punto de vista, los que piden nuestra orientación, los hijos, etc. Ante esos que han creído y confiado en nosotros, ¿cómo hemos ejercido ese papel? ¿Hemos entrado por la puerta o nos hemos saltado las trancas? La autoridad es modelo de trato hacia los demás y hacia uno mismo; en ella, los subordinados aprenden a ministrar y ministrarse como también consolida aprendizaje al ejercerla.
Esa fue la forma en que interiorizamos la vida y su sentido. Las autoridades de nuestra vida nos mostraron como proceder con respecto a todas las cosas: bienes, acciones, pasiones, actitudes, etc. Quizá por eso también Cristo alertó que suele haber escándalos pero conviene no provocarlos deliberadamente: “Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lucas 17:1-2).
Si fuésemos conscientes del alcance que tienen nuestros actos en los demás e incluso en nosotros mismos, cuidaríamos con mayor escrúpulo lo que hacemos. Los pequeños, los subordinados, los que tienen fe en lo que hacemos, ellos aprenden de nosotros la tolerancia, la paciencia, la sencillez, la ternura, etc. Y es de esta forma como se enseña y aprende. Por eso suele decirse que el testimonio, ser testigo de Dios, es saberse responsable del mensaje que no se limita a lo que se dice con la boca.
Ni siquiera es necesario tener la intención de ser pastor para ejercer el rol. Basta que exista alguien que acredite para convertirse en pastor de esa persona. Si ejercimos la autoridad para otra cosa que no sea edificar, hemos sido ladrones y salteadores. Preguntémonos: ¿usamos la autoridad como lo haría Cristo? Es decir, ¿entramos por la puerta? Cuando hemos sido jefes, maestros, choferes, guías, consejeros, papás, etc., ¿usamos la autoridad para beneficiar a todos? ¿Hemos servido como corresponde a un ser consciente de su responsabilidad?
Existen familias en las que el padre o la madre se apropian del dinero y se concede privilegios que niega a los demás. Hay esposas que desconocen lo que gana su marido porque éste se lo oculta. Menos estará dispuesto a concederle a ella el derecho de tomar como propios los bienes que cree merecer sólo para sí.
Existen casos en donde las cosas se invierten y es el esposo quien queda excluido del liderazgo que le corresponde: ella lo difama frente a los hijos y lo anula. Este tipo de conductas, deterioran a todos.
En cambio, cuando el padre abiertamente puede mostrar todo cuanto posee a su esposa e hijos y los hace sentir copartícipes de todo cuanto tiene; incluso, les delega su propia autoridad a medida que van conquistando autonomía; aquél que promueve un ambiente amable donde existe auténtica responsabilidad y libertad en todos. Un padre o madre que se alegra de que los hijos crezcan y asuman lo que compete a su vida, sin abandonarlos; padres que animan y sostienen en los errores a sus hijos antes que anularlos o descalificarlos. Estos padres son consciente de que “sus hijos no son suyos”; comprenden que tienen la alta responsabilidad de reflejar al Padre providente en la forma de amarlos y llevarlos hacia los “mejores pastos”. En síntesis, la autoridad está pensada para desarrollar en todos, la capacidad de amar al modo del Señor Jesús, que es la forma que le agrada al Padre.
Amar, entonces, es diferente a controlar, dominar, someter: esclavizar. Quien crea que amar se limita a impedir que los que se encuentran bajo su autoridad disfruten de lo suyo se convierte en ladrón, en salteador que usufructúa del ejercicio de su autoridad. A ese no le importan las ovejas, sólo se sirve de ellas. Cuando viene el lobo huye porque jamás se comprometió, en realidad nunca las amó, sólo las usó. Era un mercenario, le importaba su salario, no las ovejas.
Hay que amar con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente a Dios para aprender de Él, que sabe amar mejor que los hombres. Sólo Él ofrece el modelo que dignifica. Nadie puede amar como Él: ni los padres, ni los hijos, ni los hermanos: nadie. Todos aprendemos a amar de la fuente verdadera: el Hijo, quien es verdadera comida y verdadera bebida y regalo del Padre. Cristo, como hombre, fue capaz de captar las actitudes amorosas de Dios. El que no sigue su ejemplo es impostor, es un ciego que cree conducir pero no sabe a dónde va; lo arrastran sus pasiones, es esclavo de sus vicios: ése no puede ser un genuino maestro y por tanto, auténtica autoridad.