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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo V

Concluido el receso, la edecán rusa volvió a narrar otro pasaje de la muestra itinerante:

—Camaradas, esta es la tercera llamada, tercera llamada; todos a sus puestos —expresó, y sin decir “¡agua va!” se los soltó en frío—: ¿Qué opinan sobre este coloso? No sé si estén de acuerdo conmigo, pero es imponente. Es el dios Helios. Se cuenta que el rey Seleuco Nicátor ordenó que se erigiera una estatua de dimensiones gigantescas a la entrada del puerto de Rodas para celebrar la derrota que los rodios infligieron a Demetrio I Poliorcetes, rey de Macedonia. La gran estatua, de 37 metros de altura, que descansaba sobre un pedestal de 15, sólo duró 66 años, pues un terremoto fracturó los meniscos de hierro de sus rodillas, y se desplomó. Para nosotros ese gigante aún tiene vida. Basta con que le digamos “Levántate, Helios” y se incorporará. Miren cómo el coloso de bronce se reconstruye y cómo los barcos, al entrar al puerto, pasan por debajo de su arco del triunfo. Véanlo, viene hacia acá. No les extrañe que quiera coger el tren como si fuera un juguete.

Al oír eso, una mujer gritó histérica:

—¡Aquí está! ¡Maten a ese mastodonte! ¡Nos va a despanzurrar! ¡Mátenlo!

—¡No, no lo hagan! —exclamó una joven—. Mírenlo qué guapo es. Yo lo quiero. Soy toda tuya, Rodo; llévame al puerto y hazme un hijo… dame la mano —y en ese momento Helios se esfumó. Los demás no dijeron nada; se quedaron mudos, estupefactos, como botargas infladas de miedo.

Aún no se reponían de tal impresión cuando Bellucci los introdujo a un escenario donde la interpretación, la decoración y el vestuario de un centinela con su ojo resplandeciente se fundían en una alquimia triunfal: mandó una señal a una antena y de inmediato emergió de la tierra un faro de forma octagonal, tan alto, que casi flameaba con su antorcha la arracada nácar de la Luna.

—Este es un patrimonio cultural que debemos agradecer a Tolomeo II, rey de Egipto —recalcó Bellucci, y añadió—: Tolomeo lo mandó construir en la isla de Pharos para orientar a los tripulantes de los buques; así, durante la noche no perderían el rumbo y además podrían identificar la ciudad de Alejandría. Durante 1500 años fue vigía en el Mediterráneo, pero un fuerte sismo lo destruyó. Sin embargo, nuestros tecnólogos han reconstruido ese faro a escala. ¿Quién se anima a subir hasta la cúspide?

—¡Yo mero! —dijo un señor regordete, de piernas cortas, en cuyo pelo y barba habían crecido bastantes inviernos.

—¿Cuál es su profesión?

—Geólogo, también practico la astronomía.

—Bien —repuso Bellucci—. Venga —y lo condujo al área de fumadores.

—¿Alcanza a ver el faro? —le preguntó.

—Sí —respondió alegremente meneando sus lingotes de grasa.

—Se lo vamos a acercar, y a la cuenta de tres usted salta a la plataforma, busca la entrada, sube por la escalera de caracol y cuando haya llegado al piso 43 coloca por fuera esta guirnalda de narcisos en honor a esa torre rutilante que ha maravillado al mundo, ¿entendido?

—Entendido.

—¿Está listo?

—¡Listísimo!

—Prepárese. Sus compañeros y yo vamos a contar: ¡uno, dos, tres!

El hombre, pujando, trepó sobre el barandal, y a la cuenta de tres se lanzó, pero en el viaje, sin saber cómo, dio un giro de muflón, de tal modo que en la caída fue a clavarse de cabeza en un charco. Medio aturdido, gritó:

—¿Dónde está el maldito faro?

—¿Cuál faro? —contestaron sus amigos desde las ventanillas.

Él, furioso, daba manotazos al agua nauseabunda mientras decía en voz alta:

—¡Aquí, aquí lo vi, juro que lo vi! ¿Se escondió? No creo…

Al ver que el tren seguía su marcha se levantó, corrió a la velocidad que le permitían el compás de sus zancadas y el zangoloteo de sus lonjas, y jadeante sorbía, con boca y nariz, la mayor cantidad de aire para que no se le acabara el combustible. Por fin logró asirse al tren, trepó por el barandal y entró al vagón vociferando:

—¿Dónde está la italiana? ¡Me engañó! ¡Voy a estrangularla! ¡Voy a arrancarle la lengua por mentirosa!

Sus compañeros, al verlo tan decidido y furibundo, le dijeron:

—¡Cálmate, enano, Nerón! ¡No hagas eso! Tú eres buen amigo. Ella no tiene la culpa de que te hayas caído como un pecarí de engorda.

Otros, de plano, se mofaron de él, y dándole palmaditas en la espalda le decían:

—¡Bravo, insigne astrónomo! ¡Eres genial! Platícanos cuántas estrellitas lograste identificar… ¿También hay galaxias en el suelo?

Enseguida Pavlova, totalmente vestida de negro y con una solemnidad que no estaba prevista, dijo:

—En este museo latente de la antigüedad no podría faltar el Mausoleo de Halicarnaso. Se dice —continuó— que en el año 356 a. C. murió Mausolo, rey de Caría; y su esposa, Artemisa II, sumamente acongojada, contrató a los más notables arquitectos de ese tiempo (Praxíteles, Escopas y Leocares), para que le construyeran al monarca difunto un monumento funerario digno de su nombre y que perdurara por siglos. Díganme, ¿a quién no le gustaría reposar en una tumba como esta que aquí les mostramos, de cuatro plantas y con bellísimas esculturas? Dicen que desde entonces la Tierra se ha poblado de sepulcros suntuosos llamados mausoleos. Es el triunfo de la muerte; ella también impera sobre reyes y ricos en todos los confines del globo terráqueo. Amigos, el viaje de la vida siempre termina en una tumba. Nadie escapa a ese final. ¡Gracias! Esperamos que el periplo de esta noche sobre ruedas les haya sacudido la memoria.


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