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Cuestión de sobremesa

Rubén Hernández Hernández


Las visitas inoportunas me causan un profundo desasosiego. A quienes consideraba mis amigos se transformaban en villanos hostiles y merodeadores dignos de horca (¿y cuántos perros hay en la horca?, interrogaba uno de ellos) cuando sin mediar aviso alguno hacían acto de presencia en mi hogar. Al contrario de los sentimientos que abrigo ante estos imponderables de la vida social, mi esposa es una apasionada de las sorpresivas visitas.

—Mira, querido, aunque parecieran los mismos de siempre, son otros quienes nos visitan, y las revelaciones distintas de su ser nos enriquecen —así me ilustraba mi animosa mujercita.

El miércoles, ya bien entrada la noche, comparecieron en nuestra casa el señor Mazarit, exitoso industrial de una conocida empresa fabricante de dulces de huevo, y su cónyuge, Sandra o Sandy, como cariñosamente la llama mi mujer, siempre atenta a los detalles que estimulan la cordialidad.

Sandy es una joven de hermosa cabellera negra y ojos de un intenso verde; piel sonrosada y esbeltísima figura. Sin embargo, su belleza queda en entredicho debido a la recargada joyería que exorna su cuello, orejas, muñecas, dedos y tobillos.

Con reales o perfectamente fingidas reticencias, Sandy se pliega a los caprichos exhibicionistas de su esposo, a quien, no obstante su edad provecta, le encanta realizar striptease en fiestas y convivios. Después de varios tragos comienza su grotesco desnudo sin el menor escrúpulo.

Lograda cierta atención de la concurrencia, pide silencio y principia a despojarse una a una de sus prendas. Luego llama a su esposa y le pide que lo secunde en el lamentable acto. Ella se niega al principio, pero termina por aceptar resignada. Es innegable el enfermizo amor que le padece a su marido.

Desnudos ambos, el señor Mazarit conmina a su cónyuge a la ejecución de un sinnúmero de posturas corporales, de acuerdo con las ilustraciones y grabados extraídos de antiquísimos libros hindúes, que siempre lleva consigo. Proclama la revitalización de la doctrina del Kama Sutra, en una versión combinada con la perspectiva sexual del Marqués de Sade.

En lo personal atribuyo escaso valor estético a tan descomedidas acciones. Difieren de mi opinión algunos compinches de Mazarit que presumen de sofisticados y me consideran insensible al refinamiento que representan estas viñetas eróticas en vivo.

A últimas fechas aquellos arranques voyeuristas tenían una recepción algo más que desangelada y no atraían la atención de los primeros lances. Aunque a veces alguna joven pareja fácilmente sugestionable y de nulo control sobre sus instintos se deja llevar por la representación y desaparece como por ensalmo.

Aquel miércoles mi encantadora esposa saludó a la pareja, y la hizo pasar con frases de fina cortesía, extraídas del vastísimo léxico que la lectura de los clásicos latinos, en su lengua original, le ha proporcionado.

La estancia lucía, como siempre, impecablemente ordenada y acogedora. Su decoración minimalista, inspiración de mi mujer-cicerone, ha sido alabada por todos nuestros amigos, quienes jamás han dejado que la amistad influya para emitir complacientes juicios estéticos, lo digo con sustentación porque la mayoría son muy ilustrados, de maestría para arriba.

El señor Mazarit ocupó inmediatamente un sitio junto al hermoso encendido de la chimenea. Mi esposa, con esa diligencia que alguna vez le ha significado ser designada como la Anfitriona del Año por las damas de la Sociedad Pro-reivindicación del Árbol Genealógico, improvisó unos bocadillos que fueron repartidos, enseguida degustados y, debido a su sabor exquisitamente exótico y original, ensalzados por la pareja. Él ya había empezado a despojarse de los zapatos.

Rogué que me disculparan, pues a causa de mi úlcera agravada no podía ingerir alimento condimentado con especias de ninguna índole. Me abstuve de saborear el arte culinario de mi esposa, quien tampoco comió nada. Ni siquiera se justificó.

Simplemente argumentó que los invitados eran quienes debían comer hasta quedar ahítos; sus eructos halagarían los oídos y afanes de mi esposa.

Mi esposa es indudablemente una charlista excepcional y como el señor Mazarit no le va a la zaga, discutieron con erudición y amenidad acerca de cómo afectan los astros las decisiones de las personas que ejercen el poder político, económico, cultural y religioso en nuestro país, donde el elitismo rampante hace prescindible una carta astral y apenas requiere de un memorando. A estas alturas ya el hombre tenía los pies desnudos y se había quitado la camisa.

De repente nos percatamos de que la piel de la señora Mazarit había cobrado un color blanquísimo y sus pupilas se dilataban cada vez más. Esto acentuaba su natural belleza. Los músculos faciales se le iban tensando igual que los del cuello, adquiriendo una apariencia de cisne herido.

Al final intentó emitir un quejido, pero de su boca salió únicamente un sordo estertor de gallina agonizante.

El señor Mazarit reprendió severamente a su esposa por el alarde abusivo de sus facultades histriónicas en un lugar inapropiado. La dama fue incapaz de responder nada. El hombre apenado pidió disculpas por la tan ostentosa falta de urbanidad de Sandra.

—Es muy descuidada —dijo, y luego agregó—. Pero jamás pensé que llegara a ser tan vulgar para morirse en una casa ajena y frente a tan gentilísimos anfitriones.

—No se preocupe —interpeló mi esposa—. A cualquiera le puede pasar, ¿verdad, querido?

—Así es —contesté con leve desgano.

Mazarit se sirvió otro trago. No alcanzó a paladearlo con ese simulado aire de connaisseur, de catador cosmopolita que presumía identificar el bouquet de todas las cosechas de vino provenientes de Francia. Su mano fue incapaz de sostener la copa. Su cuerpo adquirió una prematura rigidez indudablemente cadavérica.

Mi esposa se levantó del sofá satisfecha, como autohomenajeándose. Comenzó a recoger la vajilla. Me regaló esa irresistible luminosa sonrisa que surge del ser humano después de que algún imperioso deber ha sido cumplido.

Como otras veces habría que horadar el jardincito y elaborar las coartadas. Para ser sinceros no me disgusta realizar estas labores que me significan un escape de la rutina enajenante de la oficina.

Con excepción de esos bocadillos fatalmente deliciosos, mi esposa superaría con creces a la señora Zarate, distinguida gastrónoma, quien aparece en televisión cocinando y promoviendo la cerveza como bebida de moderación que nadie modera. Imploro secretamente a mi idea de Dios porque el rostro de mi esposa nunca aparezca en ningún noticiero televisivo.


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