1
Observo el tropiezo del segundero en el reloj.
Me observo en ese ciclo que siempre avanza
pero sólo para volver al mismo punto
y dar una vuelta más.
Cada tanto se vuelve uno en otro cuerpo
pero nunca ocupa el mismo lugar.
2
En ese espacio,
entre las dos manecillas que se encuentran entre sí,
únicamente por voluntad del tiempo
te recuerdo
y sólo entonces
abrazo el tropiezo.
Acumulo basura detrás de los ojos.
No la puedo ver,
pero lo sé porque no puedo pensar en otro lugar al que puedan ir
las lágrimas que obligué a ir en reversa,
o las pestañas que se volvieron su propio enemigo.
Los residuos del mundo se atiborraron detrás de mis ojos
hasta hacerme perder los límites de la pesadilla:
comencé a confundir
abrir los ojos
con volverlos hacia dentro
Lo que alguna vez vi
se ha disuelto en las olas.
Se oculta
disfraza
sombras
mi memoria.
Dicen que fue así
escupen cómo lo viví y no
encuentro no
me encuentro
en los dibujos de otros labios.
Pataleo
me disfrazo yo
oculto
en mis lagunas
antifaces,
en los harapos que
han cubierto mis ojos.
Salgo a la intemperie
tomo una bocanada de aire
y me dejo sumergir.
Mi historia permanece
donde la luz no toca.
En el eje de dos estaciones limítrofes
sin distinguir la dirección de mis pupilas
veo
la sangre subir
veo
las nubes escupir sus cenizas.
Las cifras me escalan por el esófago:
dos
veintiséis
diecinueve
siete
cinco
a veces, de tres en tres
pero siempre
contamos de mil en mil.
Vomito los números de mis lecciones matemáticas,
todo récord lo tiene el año en curso:
la suma de un día
nos resta diez
un año más
son treinta y cinco mil menos,
cinco menos uno
siguen llamándose un quinteto,
una familia menos tres
es restar el mundo entero.
Nos dividimos en tantas partes
que no sabemos hacia dónde
dirigir el puño.
Deletrearon nuestra historia con el manto del olvido
pero las consignas volverán a inundar las calles,
los violines tocarán para arrullar la semivigilia
nuestro abrazo
seguirá impulsando el latido
hasta
encontrarles.
Despertar
es vivir nuevamente
la pesadilla que nadie merece soñar.
A veces tengo la sensación de desaparecer.
Busco mi peso en el colchón y no encuentro el hueco,
como si intentara encajar en un contorno ajeno:
mis sueños se ajustan a mi cintura
pero los perros del vecindario le ladran a mi sombra
por no reconocerme
—o no saber hacerlo.
Cuando desaparezco
sé que puedo pararme en el pasto y no lastimarlo,
atrapar un ave y compartir plumaje.
Puedo saltar por la ventana y no caer,
puedo colgarme de los cables eléctricos
sin desplazar a los pájaros de su nido.
Cuando desaparezco, el tráfico no importa.
Nadie se da cuenta
de que voy más rápido que ellos
aunque no me mueva de lugar.
Cuando desaparezco
quiero dejarme una nota para cuando vuelva a tomar una forma material:
no eres un cuerpo.
Intento dejar prueba de que me fui al teléfono,
pero supongo que los fantasmas no pueden tener voz.
Nunca sé cómo volver.
A veces juego con los timbres de las tiendas,
que parecen ser los únicos en alegrarse de anunciar mi presencia.
Comienzo a buscar a alguien que me reconozca
pero no sé cuánto tiempo llevan sin verme.
Debe ser mi culpa por cambiar tanto de forma.
¿Necesito un cuerpo para hacer lo que vine a hacer?
la duda me suspende
en la primera persona del verbo.
Cuando desaparezco no me voy,
me quedo
dentro de mí
y
no
me
encuentro.