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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo III

Al terminar el show, Loren, la jefa de las ferromozas, tomó el micrófono y anunció:

—¡Atención, atención! Todavía no se levanten. Les tengo dos buenas noticias; la primera va dirigida exclusivamente a los recién casados. Tres de mis compañeras y yo hemos decidido cederles por dos días y dos noches nuestros camarotes, con el propósito de otorgarles un paradisiaco viaje de bodas.

Al oír eso, las cuatro parejas saltaron de gusto y exclamaron casi al unísono: “O che bello! Tante grazie! Tante grazie!” (¡Oh, qué hermoso! ¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias!)

La reacción de los matrimonios con bastantes tramos galopados fue distinta: mientras unos se limitaban a exclamar “¡Ohhh…!”, a un españolete se le ocurrió combinar tauromaquia y coito al expresarse de esta manera: “¡Epa!, esa maja tiene mucho trapío. Sin temor a equivocarme, antes de que la lidia llegue al último tercio el espada es pájaro muerto… ¡Olé, guapa!”; los que estaban cerca de él festejaron su graciosa pulla con un “¡hmmm!” y aplaudieron. Otros fueron más discretos en sus comentarios, sólo se limitaron a suspirar con nostalgia y decirse al oído: “¿Te acuerdas de aquella luna de…?”

—La otra novedad —continuó Loren— será inolvidable. Al filo de la cuarta noche, a eso de las veintiuna horas, verán lo que ningún ojo humano ha visto. El recorrido es único e irrepetible. El que se duerma se lo pierde, así que manténganse despiertos.

Las palabras de Loren, sin proponérselo, convirtieron al refectorio en un mariposario: aleteaban decenas de preguntas de distintos colores, pero ninguna tenía respuesta. Lo único que podía percibirse era el velo del silencio que lo reduce todo a una expectación inducida. Por eso todos deseaban que el tiempo acortara los minutos para que se rompiera el suspense.

Llegó la noche prometida. El tren bajó su velocidad y los pasajeros se agolparon en las ventanillas de los vagones. Dos edecanes, Bellucci y Pavlova, ahora en su modalidad de guías turísticas, provistas de un control remoto y una diadema de audio, enviaron una señal sincronizada hacia el lado izquierdo de la vía; entonces la tierra preñada dio a luz una gigantesca pirámide de la que caían en cascada multitud de piedrecillas… “—Son las almas de los cien mil esclavos que ayudaron a construirla; hoy todavía se postran ante el faraón Keops”, indicaron en sincronía.

—¡Cuidado! —vocearon las edecanes— ¡Ahí viene la Esfinge; no la miren ni traten de tocarla, no sea que caiga su maldición sobre ustedes y sus hijos!

Algunos pasajeros, movidos por el instinto de conservación, se taparon los ojos.

—¡Está temblando! —gritó uno de ellos.

—¡Es trepidatorio! —agregó otro. Cuando volvieron a asomarse ya no estaban ni la pirámide ni la Esfinge; sólo dejaron ese ruido encadenado que trae consigo una réplica sísmica que va apagándose conforme se aleja.

—¿Ya se repusieron del susto? —preguntaron con cierta picardía las guías turísticas—. Lo que viene a continuación es maravilloso.

Enviaron otra señal y aparecieron en escena seis terrazas superpuestas pletóricas de exóticas flores.

—¡Mírenlo! ¿Alcanzan a ver…? Es el poderoso Nabucodonosor, rey de Babilonia, y su esposa Amytis, que se pasean en sus jardines colgantes.

—¡Eeeh… Nabuco…! Queremos reservar una habitación en la última terraza, ¿cuánto cuesta?” —gritó una pareja de enamorados. Un solterón que tenían al lado los corrigió con un comentario mitad explicación y mitad ironía:

—Óyeme, no es un hotel. Además, no creo que el rey te escuche, pero si insistes envíale un recado con aquella concubina que va entrando al palacio.

Mientras los jardines se alejaban y se hacían más pequeños a la vista, otro pasajero, que quizá tenía hambre, se expresó con el estómago:

—Nabu, dile a tu mago egipcio que convierta esas terrazas en un rico emparedado con mucho queso, filetitos de cordero, lechuga y chile morrón; ordénale que transforme a una de las fuentes en un cántaro de leche de burra. Con eso calmaré mi naciente bulimia y me daré por satisfecho.

Ante el inesperado rebuzno el célibe volvió a intervenir, ahora con frases duras:

—¡Dios mío! ¿Qué hago yo con este par de asnos? No traigo pastura… No cabe duda que el número de incultos es infinito, y para colmo también se dan en maceta…


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