Prólogo al libro La historia como suceso cotidiano,
de Luis Rico Chávez, de próxima aparición
“La lengua es como una naturaleza que se desliza enteramente a través de la palabra del escritor, sin darle, sin embargo, forma alguna, incluso sin alimentarla: es como un círculo abstracto de verdades, fuera del cual, solamente comienza a depositarse la densidad de un verbo solitario”: así empieza Roland Barthes su célebre ensayo El grado cero de la escritura (1980: 17). Muestra, en relación con la escritura, que la lengua viene a ser como el horizonte: un horizonte, sin embargo, que establece no solo los límites entre lo permitido y lo prohibido: un horizonte, a saber, que instala el mismo sistema de signos bajo el mismo cielo; sino que, gracias a las tradiciones textuales en que se han realizado históricamente en ese horizonte, las magnitudes de sus posibilidades hermenéuticas como la lectura de su universo simbólico, su escritura y, en general, su hábitat entero, bajo el presupuesto de que una lengua es solo la institucionalización de la experiencia aceptable por los miembros de una comunidad. La lengua de un pueblo es la que construye las historias que cuentan, las cosas que se creen, se celebran o se lamentan. Un libro que estudia cómo un autor, Jorge Ibargüengoitia, a través de una novela, Los pasos de López, desentrañó los hilos de nuestra historia y creó su lenguaje, nuestro lenguaje, para hacer historia.
Es que, en su calidad de horizonte y de barrera, la lengua pone de manifiesto un trasfondo importante de lenguaje que se encuentra más allá de las lenguas y que funciona a pesar de ellas. Subyaciendo a las lenguas funciona, en efecto, un lenguaje universal que se ocupa de aquellos tópicos de comunicación centrado en el ser humano: de ese lenguaje universal, por ejemplo, forma parte la poesía y, en general, nuestros mitos, y todas aquellas experiencias humanas que, frutos del espíritu, nacen de lo numinoso. O, como dice Barthes, la lengua es para el escritor “como una línea cuya transgresión quizá designe una sobrenaturaleza del lenguaje: es el área de una acción, la definición y la espera de un posible” (ib.)
Con placer asumo el alto honor que me hace Luis Rico Chávez al invitarme a escribir este prólogo a su libro La historia como suceso cotidiano. Los pasos de López de Jorge Ibargüengoitia y la desmitificación de los héroes nacionales a través del humor. El libro que tienes en tus manos, lector, es el resultado de una amplia y creativa investigación en la que, teniendo como objetivo el análisis de Los pasos de López de Jorge Ibargüengoitia, Luis hurgó por todos los rincones, tópicos y posibilidades que el análisis literario contemporáneo ha puesto a circular en los medios académicos. Pero ha hecho mucho más que simplemente dar cumplimiento a un ritual: por un lado, tras desenterrar a un Ibargüengoitia no siempre bien visto en los serios ámbitos académicos, el autor explora sólidamente las discusiones vigentes sobre las problemáticas relaciones entre historia y literatura, la muy original aportación de Ibargüengoitia a la necesaria desmitologización de una historia nacional muy sacralizada, llena de santos, de mitos y de símbolos. Esta desmitologización emprendida por Ibargüengoitia por medio del humor es estudiada cuidadosamente por el autor de La historia como suceso cotidiano.
El libro que aquí prologamos, en efecto, es un libro muy rico en todo, impulsado por sus abundantes temas de actualidad, en los aspectos que presenta en su novedosa semblanza de Jorge Ibargüengoitia, en las ya referidas relaciones entre historia y literatura, en el despliegue de las distintas maneras de escribir historia que tienen como horizonte la historia de bronce que este país tan dado, como decía, a crear santos y héroes, cultiva, desarrolla y enseña constantemente. Ibargüengoitia plantea un vasto, intenso y original programa de desmitificación a través del humor que este libro expone excepcionalmente. La aportación es muy importante tanto en el ámbito de nuestra historia literaria, como en el de la historia de la cultura mexicana.
Para ver la riqueza de La historia como suceso cotidiano, basta con recorrer despacio sus páginas, en sus seis capítulos, para irse topando con Ibargüengoitia y su obra desglosada al detalle en donde el autor dejará caer el asunto del humor, el tema y, a la vez, el mecanismo hermenéutico más importante y más novedoso del libro. El lector se topa tan pronto con Ibargüengoitia y su obra en la introducción, como con el primer capítulo y la propuesta de “Aproximación crítica a Los pasos de López”. La segunda parte del libro explora, en sus tres capítulos, las muchas relaciones entre la ficción y la historia. La tercera parte está dedicada enterita al asunto hermenéutico del humor como elemento desmitologizador usado por Ibargüengoitia. El autor explica aquí en detalle cómo Ibargüengoitia construye la ficción y cómo la literatura simboliza las verdades de la historia. En concreto, lo que Ibargüengoitia plantea y este libro explora es el calibre de las verdades históricas en confrontación con las más completas, sólidas e integrales verdades a que es posible tener acceso mediante la literatura.
Es, por tanto, la mal planteada pregunta neopositivista de si dice la historia puras verdades en tanto que la literatura dice puras mentiras,1 lo que este libro disecciona: la preocupación, a saber, que desde hace ya mucho tiempo deambula por nuestros pasillos académicos, en nuestras mesas de discusión universitarias y en reuniones académicas convocadas, todas ellas, por estos dos sistemas textuales, tan poderosos, la historia y la literatura. Esto es lo que subyace al programa de desmitologización planteado por Ibargüengoitia no solo en Los pasos de López sino en el resto de su obra literaria y aún periodística, de la cual este libro da puntualmente cuenta (cfr. UNAM, 2000). Parece subyacer a esta discusión una preocupación enfermiza por la objetividad de la palabra que, desde hace ya un par de siglos, vaga por los santuarios del saber de signo tanto humanístico como científico en una pugna a veces no libre de encono. Ese problema había sido planteado ya, desde luego, cuando en 1883 Wilhelm Dilthey asentaba en el segundo capítulo del primer volumen de su magna obra Las ciencias del espíritu: “Las ciencias del espíritu constituyen un todo autónomo frente a las ciencias de la naturaleza” (1978: 13 y ss.). Hay, en efecto, quiénes se dedican a disciplinas como la historia y la literatura bajo los mismos postulados positivistas que tienen como idea la “ciencia” y el “conocimiento científico” a causa de la técnica que les han inculcado y que va en busca de una supuesta y utópica “objetividad”. Tales, dice Dilthey, carecen de verdadero sustento humanístico y trabajan tan solo con una “formación estrictamente técnica” (id., p. 11).
Cuando nace la hermenéutica filosófica contemporánea, el lingüista danés Luis Hjelmslev se plantea en serio el problema de cómo formular los estudios literarios con una solidez y seriedad análogas a las de las ciencias físicas. Hjelmslev descubre el postulado del que se valdrán más tarde las humanidades: “debajo de cada proceso hay un sistema subyacente”. Lo utilizan hoy con éxito la semiótica de la cultura, la poética, la hermenéutica y, desde luego, la lingüística. Son famosas las tareas que Ferdinand de Saussure, entonces profesor de gramática comparada en la École des Hauts Études de París, dejaba a sus alumnos: componer una gramática a partir de un trozo de texto. El método era el mismo que enseñaría Hjelmslev. Ibargüengoitia, como nos muestra aquí La historia como suceso cotidiano, muestra las muchas caras que se hace tomar a la historia según las funciones y servicios que se le quieran asignar socialmente.
Y, sin embargo, el quehacer del historiador ha estado siempre colocado en una perspectiva humanística: trabaja con el lenguaje. El historiador, en efecto, traduce los llamados “hechos de la realidad objetiva” a palabras: el trabajo del historiador siempre organiza sus datos a partir del sistema de categorías que gira en torno al lenguaje. Por eso la labor del historiador siempre ha sido considerada dentro del altísimo y prestigioso nivel de otras actividades del espíritu. Tras los triunfos resonantes de las llamadas “ciencias duras” como la física de principios del siglo XX2 parece que ha germinado en las humanidades, incluidas la historia y la literatura, un nuevo brote de positivismo que aquí en México había sido confrontado no solo por los cultivadores de disciplinas como la filosofía conservadora sino, sobre todo, por miembros del Ateneo de la Juventud, creadores de la literatura mexicana contemporánea a principios del siglo XX.3 A esto se enfoca la obra desmitologizadora de Ibargüengoitia como muestra La historia como suceso cotidiano. La lectura que aquí proponemos es, por tanto, que hay muchas formas de conocimiento entre los humanos y muchos tipos de lenguajes que se concretan según una serie de metodologías propias de las diferentes disciplinas: cada disciplina, como decía, tiene un objeto de estudio y una técnica para hacerlo y de acuerdo con ellos se obtiene un determinado conocimiento que es confrontado siempre por la tradición del conocimiento en cuestión, representado por las instituciones y grupos de investigadores de esa disciplina. No es la disciplina la que garantiza que un conocimiento sea válido, sino el cultivo que el individuo hace de ella en ciertas condiciones.
Ya desde el título, el autor de La historia como suceso cotidiano traza sus veredas: desmitologiza la historia mexicana mediante una novedosa manera de hacer crítica literaria de una novela mexicana, de muchos planos, como Los pasos de López: el humor. Son tres, pues, los temas originales que sirven como veredas al autor: un replanteamiento de lo que es la historia, una novedosa forma de hacer crítica literaria en Los pasos de López y el gran mecanismo de desmitologización a través del humor. Todo ello en tres partes, seis capítulos y alrededor de trescientas páginas.
Se suele definir el mito como un “relato popular o literario cuyos personajes son seres sobrehumanos que realizan una serie de acciones imaginarias a las que son trasladados acontecimientos históricos, reales o deseados, o en los que se proyectan ciertos complejos individuales o ciertas estructuras subyacentes de las relaciones familiares y sociales” (Larousse, 1993). Esta definición será contrastable, desde luego, con otras actitudes ante el mito y con otras definiciones. Tiene, sin embargo, la ventaja de contener una serie de rasgos en los cuales suelen estar de acuerdo los estudiosos del mito. En primer lugar, que el mito es una historia cuyos personajes son dioses o semidioses. En segundo, que el mito es un hecho textual y, desde el punto de vista formal, es un hecho literario: ya sea que se considere parte de la literatura folklórica, ya de la literatura a secas, los mitos se expresan textualmente en forma de relatos. En efecto, si los mitos son de naturaleza textual, si son productos textuales, hechos de lenguaje, y, en concreto, textos del género relato, están emparentados tanto con textos literarios como con textos del folklore. La gran desventaja, empero, de esta definición, al enfatizar la índole textual del mito, su carácter de relato, consiste en que se olvida de la función del mito. Se desmitologiza al mito cuando el mito pierde su función como resorte del obrar social y se lo convierte solo en un relato, un cuento fantástico, como de hecho llegan a ser los mitos desmitologizados. Como muy bien señala Malinowski, “el mito tal como se da en una comunidad primitiva, no es simplemente un relato que se cuenta, sino una realidad que se vive. No pertenece al ámbito de la ficción, como la novela que leemos, sino que es una realidad viva, algo que sucedió en los tiempos primordiales y que a partir de entonces influye sobre el mundo y los destinos humanos. Este mito es para los primitivos lo mismo que para el creyente cristiano el relato bíblico de la creación, de la caída del primer hombre o de la redención por el sacrificio de Cristo en la Cruz” (Malinowski, 1995: 26-27).4
Invito al lector a leer con mucha atención este libro. Este libro versa sobre una manera de leer y sobre un universo maravilloso construido a la par por una especie de fe popular y por la necesidad de construir nuestros propios mitos para detenernos en ellos. Versa también sobre la palabra, las palabras, los discursos rituales de un puñado de gente, sus argumentaciones. Versa también sobre los moradores de un mundo mágico mucho más rico que el mundo habitual: todas las tecnocracias que despliega el autor tienen como finalidad desentrañar esos ritos, esas palabras y esos discursos. Si, como ha dicho Borges, “las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida” (Borges, 1995: 37), este prólogo tiene el sentido de una invitación a la lectura para que las palabras y símbolos de La historia como suceso cotidiano encuentren acomodo dentro de la memoria compartida. Entre las muchas virtudes que se podrían exaltar de este libro quiero escoger una. Este libro podría ser un muy buen ejemplo de un habla y de un arte: del arte, a saber, de valorar las cosas pequeñas, las aparentemente insignificantes, y de encontrar en ellas la poesía de la que hablaba León Felipe: “sistema, poeta, sistema. / Empieza por contar las piedras, / luego contarás las estrellas”. Las palabras del grupo de informantes que lo alimentan lo atestiguan: la palabra del pueblo que andan por allí sin muchas pretensiones no es cosa que este país haya encumbrado. Hoy quisiéramos hacerlo aquí porque las cosas de que está hecho este libro son las mismas cosas de la vida cotidiana, solo que despojadas de su solemnidad. Son las palabras de la gente con su indumentaria de diario.
Jorge Luis Borges, en su “utopía de un hombre que está cansado” (ib., p. 69), narra la llegada de un caminante a un lugar del futuro, una especie de nueva civilización utópica. Allí es recibido por un extraño morador de una también extraña vivienda: el relato adopta entonces la forma de un interrogatorio, en latín, del recién llegado a su anfitrión, que permite a este ir describiendo a su huésped esa civilización del futuro en donde “a nadie le importan los hechos” sino como “meros puntos de partida para la invención y el razonamiento”, y en que libros como la Summa Theologica son apreciados solo como cuentos fantásticos, o cuyos moradores no solo han regresado al latín sino que han vuelto a la vieja escritura manual. En esa civilización del futuro no hay escuelas, pues las escuelas solo enseñan “el olvido de lo personal y local” y, por consiguiente, cada quien “debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita” (ib., p. 63 y ss.). Allí, por tanto, “no importa leer, sino releer”, ni importa la cantidad de libros, sino su calidad: la imprenta, por consiguiente, ha sido abolida como “uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios” e hizo que “las imágenes y la letra impresa” fueran “más reales que las cosas”. En esta utopía la textualidad no es más que una monótona y desgastada repetición de frases hechas y las lenguas simples sistemas de citas: “¿Se trata de una cita? —le pregunté— Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas” (id.).
Esta alegoría borgeana no solo es apropiada para que presida La historia como suceso cotidiano, sino que viene muy al caso: es un libro profundamente arraigado en la más preclara tradición humanística. Nos permite, en efecto, puntualizar un importante postulado humanístico: ningún libro puede escribirse si no hiende profundamente sus raíces en algún cauce hermenéutico del magno río de la tradición. Esto podría parecer que confirma aquel otro dicho de Borges cuando decía que “la certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma” (1985: 99). Al prologar La historia como suceso cotidiano creemos que el autor puede decir con Pascal:
“Que no se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de las materias es nueva. Cuando se juega a la palma, uno y otro juegan con la misma pelota, pero uno la coloca mejor. Me gustaría, por lo mismo, que me dijeran que me he servido de palabras antiguas. ¡Como si los mismos pensamientos no formasen otro cuerpo de discurso por una disposición diferente, así como las mismas palabras forman otros pensamientos por su diferente disposición” (Pascal, 1991).
Por lo demás, escribimos este prólogo con la esperanza de que La historia como suceso cotidiano no sea tenido como “texto innecesario” por los lectores a cuyas manos venga. El libro que aquí prologamos es un muy buen libro y tiene buena apariencia. Está publicado bajo el supuesto de que la buena apariencia de un libro no debe estar reñida con su valor: quiere ser un libro de buena “pasta”, en el sentido de tener un contenido valioso y al mismo tiempo en el sentido de ser un objeto bello.
El libro se presenta ante sus futuros lectores como ejercicio de una escritura académica practicada bajo un supuesto humanístico a sabiendas de que la ciencia, toda ciencia, no es otra cosa que un sistema semiótico fabricado artificialmente: quiere recuperar lo personal y lo local en nuestra habla, en la medida en que forja su discurso en la fragua de la más preclara de nuestras tradiciones: el lenguaje.
Borges ha dicho en otra parte, en el tono y al estilo de la más moderna estética de la recepción, que “un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos”5. El libro que prologamos es un libro que aún anda en busca de sus lectores pues, como dice un refrán: “más vale un libro y un estudioso que cien libros solos”.
¡Ojalá que este libro, andando el tiempo, llegue a ocupar el lugar que le está destinado, su lugar, en “las galerías y los palacios de la memoria”! ¡Ojalá que este libro encuentre sus lectores, muchos lectores!
1 Cfr. Hernández, 2004.
2 Cfr. Jungk, 1976; véase, además, Zulav, 1981; útil y agradable es también el libro de Loret Cline, 1985.
3 Puede verse tanto la crítica conservadora de Valverde, 1989, como la crítica que desde la literatura le dedican los ateneístas: Cfr. Caso, 2000, pp. 303-325.
4 He modificado la redacción del texto basándome en James, 1973, pp. 108-109.
5 Prólogo a la “Biblioteca personal”.
Barthes, Roland (1980). El grado cero de la escritura (cuarta edición). México: Siglo XXI.
Borges, Jorge Luis (1985). “La biblioteca de Babel”, en Ficciones. Barcelona: Planeta-Agostini.
—— (1995). Libro de arena (sexta reimpresión en El libro de bolsillo). Madrid-Buenos Aires: Alianza Emecé.
Caso, Antonio, et al. (2000). Conferencias del Ateneo de la Juventud. México: UNAM.
Dilthey, Wilhelm (1978). Las ciencias del espíritu (tomo I). México: FCE.
Hernández López, Conrado (coord.) (2004). Historia y novela histórica. Zamora: El Colegio de Michoacán.
James, E. O. (1973). Introducción a la historia comparada de las religiones. Madrid: Cristiandad.
Jungk, Robert (1976). Más brillante que mil soles. Barcelona: Argos-Vergara.
Le Petit Larousse Grand Format (1993). París: Larousse.
Loret Cline, Bárbara (1985). Los creadores de la nueva física. México: FCE (Breviarios, 134).
Malinowski, Bronislaw (1995). Estudios de psicología primitiva. Barcelona: Altaya.
Pascal, Blaise (1991). Pensamientos, París: Lafuma.
UNAM (2000). El historiador frente a la historia. Historia y literatura. México: UNAM.
Valverde Téllez, Emeterio (1989). Bibliografía filosófica mexicana. Zamora: El Colegio de Michoacán.
Zulav, Gary (1981). La danza de los maestros. Barcelona: Argos-Vergara.
Jazz del Real
Amaranta Madrigal
Margarita Hernández Contreras
Paulina García
Rolando Revagliatti Argentina
Rubén Hernández
Luis Rico Chávez
Francisco Rodríguez Barrientos Costa Rica
Jimena Tierra España
Christopher Valladares