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De incógnito

Rolando Revagliatti Argentina

Es de tarde. El arrendatario del teatro no está a la vista. En el hall: nadie. Nadie en los baños. Nadie en la platea ni en los corredores. La salita es agradable, me siento en la última fila: alguien ensaya.

—¿Y?... ¿Qué hacemos?... Fuera de foco, poneme en foco. Corrección a derecha, mucho fantasma —indica la pelirroja, único ser humano en el escenario.

—La música...

Queda como oyendo. Reparo en los grandes armazones rodeando el banquito en el centro, con la mujer allí sentada.

—Necesito corregirte más, llegar a mi Julita. Concienzuda como yo, vos. Recta y vibrátil, vos. Una muchacha todalabios.

Súbitamente me caliento.

—Él piensa que soy una maravillosa muchacha todalabios. Y una muchacha. Una sinuosa y dulce e inaceptante.

Doce armazones. Los que dan a proscenio y uno de los de foro, vacíos.

—Él, soy yo confundida. Pero... ¿Qué él?... ¿Quién él?... Hablando sola cuando sé que me oyen, oyendo cuando no creen que los oigo; lastimada, sin ganas de comer. Comiendo sin saber que lo hago. Arrancándole pollo al pollo, pitando sin fumar. Y esto es hablar claro, Julita. Julita. Digo Julita aunque y porque nadie me lo dirá. Él me lo diría. Si yo creyera que él es él, me lo diría.

En uno de los armazones hay un banquito muy alegre.

—Necesitás oír lo que necesitás creer. ¡Sos una mujer, sos impune!... Oí esto, oí... esto, ¡oí!... ¡O... iiiiii... eeeessssssto, eeesssssssto! ¡Qué divino!...

¡Y pone una cara de orgasmazo la pelirroja!

—Soy una “moglie” ahora, Julita —mirando fijamente al banquito muy alegre—. Con lo cual debo querer decirte algo. No sé, ni sé qué.

Yo tampoco, la verdad. Y eso que soy un tipo permeable.

—Que soy menos que un misterio, una concha. ¡¿Qué importa?!: mamá no está. Mamá no está, o está lejos, o es lejos de mamá que somos menos un misterio.

Y se mata de risa la joven actriz. Me guardé hasta ahora de comentarles que en un armazón hay un mural con la susodicha sentada, perfectamente desnuda. Brazos muy gruesos: lástima.

—¡Pero qué!... ¡Nadie me violó a mí, nunca me violó! —aduce “increpando” al armazón en el que se halla inserta una placa de metal opaco y estriado; yo diría: manchado; salpicado y oxidado.

—Sí, me gusta tanto como a él tu sonrisa, todos tus dientes, mirarte la piel de las mejillas y el mentón; dejarme comer una oreja tenue por esa boca que me quiere. Necesitaría que me quede tranquilo adentro que me quiere. Que el amor de él es para mí. Que él quiere poder sacarse su amor y dármelo. Él nunca te dirá Julita. Él se explayará sobre “la malversación de María Julia”, sobre “Julita malversada” —le habla al banquito muy alegre—. Él te dirá “todo es inútil”. Él te dirá: “¿Yo soy inútil, entonces?” Oí... —dice; y canturrea lo que entrecomillo:— “Cuando eras, llena eras de mí”.

En varios armazones hay espejos; uno, “deformante”.

—Escribile una carta que él no rompa antes de leerla.

Cuento: me la imagino con adorables arruguillas al borde de las comisuras.

— Él se viste y se va. Y él todavía te da un beso. Se escapa así. Así. Vos aprovechás que él se olvida de vos, que él se duerme, y te vas.

Se toma un tiempo escrutando cada uno de los espejos. Me pregunto: ¿no se pondrá de pie, no se trasladará? Opino: soy imparcial: es atractiva.

—Él no ha de desanudarse esta soga aromática, este lazo de caucho, Julita; que él no te dice Julita, Julita, porque vos no das lugar más que para vos diciéndote Julita; a él también le parece delicioso lo que oís y que lo acaricies por detrás y le busques las piernas y le des a oler tu corazón crudo, tu narciso.

Bueno, no está nada mal la metáfora. Me estoy acostumbrando a la calentura. Reacomodo la verga, pobre: aherrojada.

—¿Él de tarde o él de noche?... ¡A mí él de tarde y relámpagos, cuando me evaporiza, cuando me vampirea, cuando me transmigra, cuando no es posible regresar y le digo que no un segundo después, que no, que no, que no, que ya la última vez había sido, y que no, le digo y lo siento más, y él no cumple, no cumple, no cumple y me posee hasta todas las edades!...

Se va a sentar en el banquito muy alegre.

—Y me posee, María Julia.

No dije cómo está vestida: short negro, descalza, una blusa fucsia pudiera ser, con la luz...; cuatro spots, uno con gelatina.

—Las pecas y el ombligo me posee. Me mastica. Percute y repercute: es una orquesta, una banda de dixieland. Julita de tarde no te conoce.

Infiero que quien replica ahora es el mismo personaje, adolescente. ¿Correcto?... ¡¿Estoy entendiendo algo, Dios mío?! Y aquí se pone esta también con el “oí, oí, qué síncopa” y todo eso.

—Mamá me lleva al sol. No le importa. Le digo: “No quiero ir, mirá la espalda”. “María Julia tiene una linda espalda, con huesos lindos y la piel suave”. “Sí, pero estas no se van”. “Te quedan bien”. “Vos lo decís, pero los muchachos se fijan”. “Y les gusta. ¿Qué hay?” “Hay; porque no les gusta y yo no las quiero tener”. “Se te metió en la cabeza”. “Entonces, dejame”. “Te dejo, ya sos grande”. “¿Para qué?” No contesta. Mamá se va. Me lleva al sol. Tomo aire de mar. Mi mejor amiga, nada. Yo, leo; y estoy más preocupada por mamá que por los muchachos.

Largo el pelo de la mina. Naricita. Operada. Demasiado. Ansío ficharla desde la primera fila.

—¿Y usted? —pasándose al banquito del centro; mirándose en uno de los espejos—. Nunca me tome de la cintura. No cruce conmigo así. No me siga. Camino ligero. “¿Me permite, preciosa, que intente ser su tobogán hacia usted?” Hasta ahí, bien. “¿O su sube y baja?” Chiste. Gracia inconfesable. Estoy apurada, no me comprometa. Quédese en el coche y a pie. Estoy apurada. Voy a...

Cejijunta, mira la placa de metal oxidado, etcétera.

—¿Y usted? ¡No se encare conmigo, puedo descontrolarme y huir hacia usted! ¡Que estoy soportando estar tiznada, y esta corona de cabello y azafrán, y el dale que dale, y el cansancio y el trajín y el sudor! Baje los ojos. Mientras tanto, yo...

Sigue el delirio: ahora “enfrenta” al espejo “deformante”. Pero es como si hubiera olvidado el parlamento. Mira a un espejo, mira a otro. Al mural:

—¿Toda se me ve desde esos ojos?

Echo un vistazo a la sala: nadie. Pene menguante. Mientras me distraigo…

—No lo van a conseguir, no lo consiguen, una mano me queda por allí, que intervenga toda; tres o cuatro ligamentos debajo de la cama, que toda participe; no, no, mis globos verán a otro, a otro más, otro paisaje, montada en bicicleta y no en vos, no me dejás pensar, ¡hijo de puta!... ¡Si te dije que no, te uso, haceme lo que quieras! No, así no, al final te uso, dejame monocorde, guacho, que yo no quiero ser un manso río, me duermo como una persiana, quién te pidió, que no me voy a quedar en manso río; eso es lo que vos quisieras para gloria de tus espolones. ¡Yo me quiero morir, santificado sea mi nombre, María Julia!...

Estoy otra vez atento. Sí, es alta; calculo: en chinelas, como yo. Se va al otro banquito.

—Quiero...

Se va al otro banquito.

—¿A quién?

Se va al otro banquito.

Yo paseaba en bicicleta con mi mejor amiga. Por las piernas, porque estiliza, endurece; andábamos mucho, estiliza, ella estudiaba, ella estudia todavía, mi amiga íntima, me suena raro...

Así yo, vanamente erecto, mientras ella se sienta en el otro banquito.

—Pero solo te cuento que andaba en bicicleta. Que hice una vida sana, aunque el sol, que tuve contacto, aunque no fuera Julita para nadie.

Estallando:

—¡¿Y si a veces no me las arreglo?!...

Sonríe. Luego:

—¡¿De qué te reís?!

Pene reinicia su fase menguante: ¡este pene! Y aquí viene un jueguito donde la actriz (versión castellana de Meryl Streep y Faye Dunaway) cambia de banquito unas doscientas veces mientras se ríe a rajacincha con lágrimas y toses. Deseo aplaudir. O algo con ella. Me contengo. ¿Qué hago: me escabullo y aparezco después, como si nada? ¿Acabó? Es decir: ¿habrá concluido?... No me contengo.


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