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Refracción

Jazz del Real

Mi habitación es un cuarto oscuro que al encenderse se pinta de rojo. Revelar, enjuagar, fijar y lavar; es lo único que hago en el pequeño estudio que comparto con lo que solía ser una planta de sombra, pero como no he encontrado plantas de oscuridad total, me he resignado a quedarme atrapado en el tiempo con lo poco que tengo.

Cada vez me cuesta más trabajo encontrar negativos limpios o, en su defecto, cilindros llenos que anhelan ser descubiertos por algún curioso, con imágenes desconocidas, historias pasadas que nadie comprenderá jamás.

Revelado

Era abril, no recuerdo el día, pero hacía frío. Caminaba por un mercado en cuyos techos podía ver mi reflejo multiplicado en la superposición de espejos por toda la zona. Semejaba un mar con olas que pronto me caería encima, pero las olas permanecían en su lugar, mientras mi otro yo nadaba entre ellas, para después reventar en la orilla.

Intentaba calentar mis manos con el poco aliento que me quedaba, mientras mi mirada vagaba entre maletas rotas, relojes oxidados y muñecos olvidados que me miraban con ojos tristes, con la esperanza de encontrar un hogar, y yo los ignoraba. Hasta cierto punto me daba tristeza su abandono, dejados a su suerte, a la espera de unas manos que los volvieran a hacer sentir en casa, calientes, con un estante para dormir tranquilos mientras otro extraño veía la televisión en la sala.

Mi mirada se cruzó con la de ella, una pequeña niña que asomaba por una caja de madera. Había estado escuchando sus susurros casi imperceptibles. La tomé con mis manos heladas, procurando no lastimarla, y nos observamos por un largo rato. El rugir de las olas penetraba en mi cabeza, un océano que me separaba del hogar y me hacía mirarla con más detenimiento. Estaba perdida, de alguna manera lo sabía, alguien la buscaba y yo no le permitiría encontrarla; pagué la cantidad marcada en su espalda y regresé a aquello que solía ser un departamento.

Enjuague

La primera vez que entré a un cuarto oscuro fue por culpa de la facultad. Nos ordenaron revelar radiografías a la antigua; cuidaba de no manchar la bata, para no terminar como dálmata, y rogaba que el revelador no fuera excesivo, para que permitiera observar correctamente la imagen; si habías llegado al café, tu radiografía estaba estropeada.

Ver cómo el blanco se transformaba en algo real, en una retención de luz, era como descubrir un tesoro. Desde entonces mi amor por los cuartos oscuros se transformó en un amor por la expectativa de andar a ciegas evitando equivocarte de recipiente, pues si colocabas el fijador primero, perdías el placer del descubrimiento.

Tras mi abrupta salida de la facultad de radiología por una falta de moral, mi mundo vampiresco se transformó en un trabajo de medio tiempo en un taller de artesanías y otro medio tiempo en la facultad de ciencias políticas, donde nunca encontré una X marcada en el piso.

Fijador

Olvidé a aquella niña como se olvida al juguete favorito de la infancia. Pero cuando lo volvía a ver recordaba esa sensación indefinible en la que parece que todo tu mundo colapsa al recordarte que eres una mierda por abandonar a tu mejor amigo, aquello por lo que peleaste tanto para al final dejarlo morir en un cajón.

Volvió a estar entre mis dedos. Era como ver un hueso por primera vez a través de una serie de procesos físicos que, combinados con la química, permiten ver el interior sin necesidad de abrir. Fue como si aquel polvo acumulado revelara los sentimientos que no había encontrado en mucho tiempo, atrapados en un rollo que espera para contar su historia.

De la noche a la mañana me llené de aparatos obsoletos, de lentes de colores, guantes y unas bandejas coloridas para distinguirlas en la oscuridad. Se fueron las luces y llegó mi realidad: rojo, un rojo tan penetrante que veo mis manos sangrantes, muros sedientos de crimen cuyas esquinas vomitan instantes, me miran fijo y un pequeño ángel caído me susurra al oído hazlo.

Lavado

Mi dálmata volvió a salir del armario para cubrir las gotas carmesí que escurren de pedazos de historia que cuelgo en esta habitación. Aquí las personas ya no hablan, no se mueven, se guardan en un momento que, con un poco de suerte, durará para siempre.

Les han robado un pedazo de alma (yo soy culpable de muchos de esos hurtos), las colecciono en pequeños cuadernos, las categorizo según país, relevancia y edad. Los abro de vez en cuando, miro sus ojos, vacíos, como los de aquella niña abandonada en aquel helado océano del que la rescaté.

Desde entonces uso guantes.


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El suplicio de olvidar

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