“El pájaro rompe el cascarón… el ave vuela hacia dios… y el dios es… ¡El Monstruo!”, más o menos así ya en lo alto de la década de los sesenta presentaba el locutor Enrique González, en aquella (muy otra) entrañable erre ge, su programa nocturno de rock en Monterrey. Pero hoy el recuerdo rompe el cascarón y vuela hasta ayer y ayer es… Abraxas.
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La Hora de El Monstruo, en plan desafanado sin religión ni afanes gnósticos, era eventualmente escuchada por la raza, por las razas —grupos de jóvenes que se juntaban en sus barrios, en las esquinas de la colonia, en clubes y sitios del rol a través de toda la ciudad— siempre y cuando la noche lo permitiera. Cuando se sintonizaba en la radio de un auto siempre se podía atravesar el impulso de meter una cinta de aquellas de 8 tracks grabada con el rock que llegaba a Monterrey.
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Son días cambiantes en la transición de los sesenta a los setenta. En el patio de una casa en Las Mitras cuelgan varias camisetas recién pintadas. Eran blancas y con ligas se les habían prensado diferentes partes previamente fruncidas, se sumergieron en una olla hirviente de pintura, y ahora exhiben ingenuos manchones con pretensiones psicodélicas. En la sala se hilvanan collares de chaquira. En la terraza se forjan gruesos cigarros. Por entre las ventanas y pasillos atraviesan, de un lado a otro, distintos iris y algunos cometas. Días y noches pasan sin cesar con sus soles y sus lunas. En los rincones aparecen telarañas del olvido. En sus pasillos y detrás de las puertas hay enormes caracoles marinos o recuerdos esculpidos en arena dorada. El viento tiende a llevarse esos momentos en que los espejos reflejan el vacío de ojos clavados —no uno, más de dos, se compenetraban observando sus miradas en los espejos, ahí se quedaban largos ratos sin poder desprenderse de esos ojos que los miraban a través del espejo— acaso profundos fantasmas que se quedaron muy arriba, del otro lado, en el viaje, en el vuelo ¿sin retorno?
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La luna brilla en lo alto y por momentos la ocultan girones grises. La nave del Chimy —un Mercury azul rey de finales de los 40, de siniestra apariencia pero de verdad un armatoste bien noble—, avanza por las calles de la colonia lleno de música. Adentro, cuatro o cinco lo vamos llenando de nubes. La Tía de la calle Edison había surtido excelentes cartones mágicos. Llegaron y rolaron gotas de ácido morado estampadas en papel de china. Sin prisa recorremos las constelaciones de la noche. La guitarra de Jimi Hendrix expele el combustible para impulsar el aerostato, Purple Haze en el interior de la conciencia, ¿subes o bajas?, ¿es de día o de noche? El coche se mueve, se navega en el aire, por el asfalto.
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Domingo de tertulia. Al flamante salón Club de Leones Poniente, una especie de bodegón al mero final de la última calle (Salvatierra) de la colonia Vistahermosa, se llegaba en naves diversas entre las que destacaba por supuesto el Mercury del Chimy o el Mustang color verde mayate de Lencho, Lorenzo Villarreal, el genial baterista de La Tribu o el Ford Falcon blanco de R. G. G. o el Opel dorado de Carlos Villarreal o el Chevy del Marro o dos-tres hasta diez motocicletas (Carlos Aguilar y otros se movían en ellas desde que habitaban la casa de Chayo, en la esquina de Matehuala y Monclova en Las Mitras, aunque para ese entonces, para cuando inauguramos ese salón con esas tertulias, el buen Charly ya vivía en un departamento literalmente enfrente del recinto de aquel Club de Leones Poniente); pero el grueso de las hordas que acudían a bailar, a deambular y a escuchar al pie del escenario a Quo Vadis en un extremo y a La Tribu en el otro, llegaban a pie. Los camiones urbanos no llegaban hasta allá. Llegaba raza de todas partes de la ciudad… la mayoría eran “locos”. En ese entonces, nadie hubiera pensado que más allá de ese salón, en el cerro, estaba la posibilidad del caos… Adentro la luz negra iluminaba a los hippies y a los fresas por igual, todos entraban, todos salían; muchos subían pero no todos bajaban. Los portadores de camisetas recién pintadas van y vienen con su mezclilla acampanada o la pana de color pastel. Huaraches o botines de gamuza. Sombreros de alas onduladas, chalecos de cuero con botones de amor y paz, collares, medallones. Camisas con mangas largas, bombachas, con holanes. En otoño o en invierno la indumentaria no variaba pero se cubría con viejos sacos marineros o chamarras de la Army gringa. Pelos largos, pipas, los papeles para forjar la recién llegada de Oaxaca o Michoacán o la cotidiana de la Tía eran siempre interesantes, sus imágenes iban desde banderas hasta diseños psicodélicos, imágenes que también se imprimían en pósters. La Tribu musicalizando a Chicago; Quo Vadis revirando con The Doors. El salón lleno de nubes.
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Mañana de lunes. El hard rock de Cactus se revuelve con el aroma del café. La revista Pop sigue en el piso, hay que sacarles la vuelta a varios discos desparramados, alguien colgó en el comedor el póster de Frank Zappa sentado en el wáter. Un libro de Hermann Hesse es sostenido por la mano izquierda, que carga el peso de la lectura, a la hora del desayuno. Uno deduce que El Monstruo había armado su introducción con este párrafo de la novela Demian: “El ave lucha para salir del huevo y nada más. El huevo es el mundo. Quien quiera nacer, deberá primero destruir un mundo. El ave vuela hacia Dios. El nombre de ese Dios es Abraxas”.
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La vox populi dice que la palabra Abraxas era un término que en la antigüedad se grababa en ciertas piedras que sectas gnósticas solían usar como talismán. Se creía que Abraxas era el nombre de un dios que representaba el Bien y el Mal, una deidad adorada y un demonio temido en una única entidad.
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Carlos Santana, como El Monstruo —como buena parte de los hippies y de la comunidad “alivianada”— también había leído a Hesse, también había hecho del Nobel parte de su identidad… de ahí el título de su maravilloso segundo álbum… en su disco Abraxas el para entonces ya todo un chamán del rock esparcía su magia: esa apasionada combinación del rock con el blues; del jazz con los timbales caribeños; de las raíces de una tierra donde nace el peyote a la atmósfera de San Francisco —cuna de la contracultura parida por la generación de las flores y la paz durante el llamado Verano del Amor (1967)— donde el jalisciense dos años antes había formado su primera banda y donde dos años después ofrece su primer álbum: Santana, de cuyas 9 rolas en Woodstock toca 6 y una inédita en ese momento (Fried Neckbones)… pero bueno, antes de alargar más la de por sí ya prolongada digresión, el de Autlán, Jalisco, fue bien interpretado por La Tribu en Monterrey, donde tantos rompimos de alguna manera el mundo, el cascarón de la generación anterior.
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En Monterrey rolan los ácidos de variados colores. Vienen desde Berkeley volviendo por la ruta 66 y cortándose luego hacia el sur, recorriendo la 35, y la carretera Laredo-Monterrey, la entrada por San Nicolás y sus ramificaciones por las sinuosas rutas de La Onda hasta la esquina de Torreón y Peñón Blanco. Llegan en pastillas, en sellos, con su impronta de calidad o de defecto, buenos o chafas, potentes o suaves. Explotan los viajes psicodélicos, arco iris o nubes de tormenta, buen o mal viaje, alucine digerible y a veces en mágicos dirigibles o choque y pesadilla… en fin, se truena o se aligera la sociología de la trascendencia y sus escarceos en el mundo de las percepciones.
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Alguien tradujo un texto impreso en el otoño de 1963 en un periódico dedicado a lo psicodélico, donde apareció una recopilación de artículos relacionados con el uso de sustancias “alteradoras de la percepción”. En ese texto Timothy Leary (el padre del LSD, entonces profesor de psicología de Berkeley), junto con el escritor Ralph Metzner (también profesor de psicología en un instituto de California y también investigador de la experiencia psicodélica) ofrecen una visión general de la obra de Hesse, trazan paralelos con la experiencia psicodélica… en cuya experimentación se adentró buena parte de la raza joven regiomontana en lo alto de los sesenta.
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Los especialistas dicen que pocos escritores han hecho “una crónica con tal lucidez desapasionada y honestidad sin miedos del progreso del alma a través de las etapas de la vida” como Hesse. En sus libros Peter Camenzind (1904), Demian (1919), Siddharta (1922), Steppenwolf (1927), Narciso y Goldmundo (1930), Viaje al este (1932), El juego de los abalorios (1943) expone distintas versiones de autobiografía espiritual, distintos mapas del camino interior. Cada nuevo paso revisa el dibujo de todos los pasos anteriores, cada experiencia abre nuevos mundos de descubrimiento en un esfuerzo constante para comunicar la visión. Uno iba recopilando libros para crear una Biblioteca en Movimiento entre la raza del rol, de Hesse a Nietzche, libros iban y venían. Me buscaban para entregarme cada “tesoro”. Los rolaba como los toques.
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Como los cíclicos terremotos, como las erupciones volcánicas que emergen a la superficie de tiempo en tiempo, hoy es tiempo de releer a Hesse, de detonar un nuevo boom sensorial, individual y colectivo; es hora de reinventar la psicodelia o bien de revalorar la excitación extrema de los sentidos.
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Crepúsculo de verano. Chimy detiene su nave en nuestra esquina de Torreón y Peñón Blanco. Al bajar simultáneamente las ventanas del viejo buque, la densa humareda salió liberada hacia arriba, elevándose con la guitarra de Jimmy Page en “Stairway to Heaven”, formando un alucinante hongo, un zepelín que tendía a llevarse el gran Mercury más allá de los árboles y de las lámparas de luz mercurial, la música suspendiéndolo por encima de las casas, recobrando su azul que enseguida se difuminaba en el azul del cielo.