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Crónicas sueltas

Crimen insepulto

José Ángel Lizardo Carrillo


El general Ramón Corona nunca se imaginó que la tarde del domingo 10 de noviembre de 1889 sería apuñalado por un loco, y luego de 15 horas con 25 minutos, moriría desangrándose.

El general murió la mañana siguiente a las 7:55 A. M.

A más de un siglo y tres décadas de su fallecimiento todavía gravita en la memoria esta pregunta: ¿Qué fuerza diabólica impulsó al demente Primitivo Ron a cometer tan execrable magnicidio?

El doctor Raúl López Almaraz, egresado de la Universidad de Guadalajara, con doctorado en Psiquiatría por la UNAM, nos da un perfil sobre el enajenado Ron en su obra Ramón Corona: autopsia psicológica de su asesino, publicada en 1984.

“De los 14 a los 22 años”, informa, “se había agudizado en el joven paranoico una manifiesta bipolaridad. En él no había un término medio donde habitara el sano raciocinio; su carácter brusco y cambiante visitaba dos extremos opuestos: iba del afecto al odio, de la alegría a la tristeza, de la risa al llanto repentino.

“En su desvarío defendía a capa y espada la creencia de que el suicidio es el único remedio en el planeta para acabar con las enfermedades dolorosas… y decía que él era el portador de esa misión humana.

“Su mente trastornada se identificaba plenamente con dos personajes: Eshuehuécatl, señor mexica, y el poeta saltillense Manuel Acuña y Narro. Del primero se sabe que era un señor principal en tiempos de Moctezuma, que en un combate con los chalcos fue hecho prisionero; cuando sus captores le ofrecieron que reinara entre ellos él se negó quitándose la vida. De Manuel Acuña, de todos es sabido que se suicidó con dos dracmas de cianuro de potasio.

“Cada vez que su esquizofrenia alcanzaba el paroxismo, se desahogaba diciendo: ‘Nací sin haberme tomado consentimiento. No se me preguntó antes de nacer si quería venir al mundo, sino que se me echó así nomás, y hasta ahora después he clamado contra mi vida mártir’ ”.

Si recorremos la película hacia atrás encontraremos escenas tristes color ocre: durante los primeros años de su niñez Ron tuvo problemas con el habla. A la edad de tres años no articulaba una sola palabra; daba a entender sus sentimientos mediante señas; cuando cumplió los cuatro empezó a emitir las primeras voces, y casi a los siete presentó su primer examen escolar en público. Por supuesto que no le fue bien, pues su manifiesta tartamudez le impidió expresarse con claridad.

“En su mocedad”, continúa López Almaraz, “Primitivo Ron era despreciado por las mujeres. Eso le afectó a tal grado que jamás le dio por tener una novia a pesar de que era un muchacho alto, robusto, blanco y bien parecido. Vestía levita negra, sombrero de bola y corbata de tirita”.

Había otros rasgos que delineaban el retrato de su alma atormentada: sentía que era la burla de sus parientes. Para él no existía goce de ninguna especie. Es obvio que no disfrutó un viaje que hizo con sus padres al lago de Chapala, donde se mareó a causa de su extrema debilidad; padecía el mal de San Vito, enfermedad degenerativa del sistema nervioso, que adquirió desde que estaba en el vientre de su madre.

Al llegar a la edad de leer, a Ron le fascinó aquel hecho del 15 de mayo de 1867 cuando el emperador Maximiliano de Habsburgo se rindió ante el general Ramón Corona en el cerro de las Campanas, en Querétaro, pero montó en cólera al saber que el ilustre militar jalisciense había declinado recibir la espada del derrotado emperador. (En efecto, el general Corona no quiso recibirla porque dijo que eso le correspondía a Mariano Escobedo por su condición de general en jefe. Y así fue, Escobedo mandó al teniente Platón Sánchez a recoger el arma). Juzgado por una corte marcial Maximiliano fue fusilado el 19 de junio de 1867 junto con los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía.

“El Loco Ron” también se regocijó cuando el Caudillo de Occidente, después de encarnizados combates, logró vencer a Manuel Lozada —el Tigre de Alica— el 28 de enero de 1873 en el paraje llamado La Mojonera, en Zapopan, Jalisco. Como prueba de veneración hacia el glorioso mílite, Ron lo presumía así ante sus amigos: “Miren, ai va el general que domó al Pantera”.

Primitivo Ron colmó de elogios al nativo de Puruagua (Tuxcueca), porque demostró un talento natural en la diplomacia al desempeñarse durante diez años como ministro plenipotenciario de México en España (1874-1884) y se alegró cuando el general regresó a su patria el 9 de abril de 1885 en compañía de su esposa Mary McEntee y sus cinco hijos.

En 1887 el general Ramón Corona Madrigal, siendo ya gobernador del estado de Jalisco, se ganó el cariño de la gente al fundar el Monte de Piedad y la Caja de Ahorros. Luego promulgó un nuevo reglamento de instrucción primaria, mediante el cual su gobierno absorbía los gastos de la educación elemental. Asimismo, se granjeó la simpatía de los comerciantes al abolir las alcabalas, así como el impuesto de los giros mercantiles y la odiosa contribución para la seguridad.

Pero el suceso que desbordó la alegría de los más de 70,000 habitantes fue cuando llegó, a las 5 de la tarde del 15 de mayo de 1888, el primer ferrocarril a Guadalajara. El acontecimiento fue muy importante para la ciudad y el estado, pues detonó el desarrollo y el comercio.

Los gastos del festejo apenas superaron los 500 pesos, y el gobernador, en un gesto de reciprocidad, ordenó que ese dinero fuera devuelto a los donantes que habían cooperado en la colecta.

El tren, cuya estación se encontraba atrás del templo de San Francisco, hacía 22 horas en llegar a su destino tanto de ida como de vuelta: salía de Guadalajara a las 8 de la mañana, entroncaba a las 6 de la tarde en Irapuato para luego amanecer en la Ciudad de México.

La multitudinaria alegría por el arribo del primer tren despertó en “el Loco Ron” la brasa del odio. A partir de entonces se apoderó de él un instinto de bestia, como de chacal. Marcaba el territorio por donde se movía su presa; estaba al tanto de todas las obras que inauguraba el gobernador. Estuvo presente cuando el general Ramón Corona puso, en la plaza de Venegas, la primera piedra del mercado que hoy lleva su nombre.

El 6 de junio de 1889 Ron subrayó en su libreta de apuntes el lugar y la hora. Ese día el gobernador promulgó en el Hospital Civil la Ley Orgánica de Institución Pública, que consistía en abrir nuevas cátedras experimentales, así como vincular las sesiones del nosocomio con la Escuela de Medicina. Eso le gustó mucho a Ron, quien al término del acto se trenzó en sesudas discusiones sobre anatomía, frenología y religión con el doctor Salvador Garciadiego.

Tanta generosidad del general hacia los más necesitados y desprotegidos hizo germinar en “el loco Ron” el demonio de la envidia a tal punto que imprecaba al destino exclamando una y otra vez: “Dime, ¿por qué mi vida ha sido tan injusta? ¿Qué tiene el general que no tenga yo? Haré que baje al sepulcro conmigo el que es causa de mi suicidio. Sí, ¡que muera el general Ramón Corona! Logrando eso me adueñaré de su fama, seré inmortal”.

Ron Saucedo no creía en Dios. Profesaba la doctrina panteísta. Decía que la madre naturaleza es la única progenitora que amamanta, nutre y alimenta al ser humano con sus frutos. De ella venimos y a ella volvemos, cuando morimos es la única enlutada que no finge su llanto; a todos, sin distinción, los recibe en sus entrañas amorosas.

Ron se enfrascó tanto en la pseudociencia (teoría del alemán Franz Joseph Gall) que pronto vino a deschavetarse por completo, pues alegaba: “Yo, sin ser anatomista ni fisiólogo, he descubierto 16 órganos más en el cerebro, así que no son 27, como preconiza Gall; son 43”. Por eso se ganó el apodo de “el Loco Ron”.

Ese domingo 10 de noviembre el general Ramón Corona salió del palacio de Gobierno a las cuatro y minutos de la tarde en compañía de su esposa y de su pequeño hijo Carlos, que caminaba de la mano de su nana. Se dirigieron al teatro Principal, ubicado en el número 123 (hoy es un hotel) de la calle del Carmen (actualmente avenida Juárez) con la intención de cumplir una invitación que les había hecho el dramaturgo tapatío Aurelio L. Gallardo para que presenciaran el estreno de su obra Los mártires de Tacubaya y la zarzuela Sensitiva en dos actos.

El gobernador y sus acompañantes bajaron por la calle de Loreto (hoy Pedro Moreno) y al llegar a la de Antonio Molina dieron vuelta a la derecha. Cuando casi llegaban a la esquina de la calle del Carmen un hombre, con pasos silenciosos, atacó por la espalda al general Ramón Corona hundiéndole un puñal en el cuello, luego le asestó otra puñalada en el hombro derecho.

Al sentirse herido el general dio media vuelta, intentó sacar el pequeño verduguillo de su bastón de puño de marfil, pero no pudo: el segundo golpe le había desarticulado el brazo. El agresor, no satisfecho con su virulencia, le descargó otra puñalada en el vientre. El general se tambaleó, se recargó en la pared y su esposa Mary se interpuso para que ya no lo hiriera; eso avivó más la rabia del demente, quien quiso acuchillarla de gravedad, pero la señora McEntee sólo resultó herida levemente, pues las varas de su corsé impidieron que penetrara el arma.

Ron, ante el temor de verse perseguido por la policía, corrió hacia la mitad de la calle del Carmen, se apuñaló el corazón y cayó muerto.

El general, al ver aquello, no salía de su asombro. Sólo dijo: “Desgraciado, ¿qué haces? Te perdono”.

El suicida, que vestía saco negro y chaleco del mismo color, era el mismo que tres días antes acudió a palacio y le pidió trabajo al gobernador, pero salió echando maldiciones cuando le dijeron que solamente había una vacante de gendarme.

Ahí yacía “El loco Ron” con la mirada turbia. Sus uñas semejaban garras asesinas, como si hubieran trillado un cuerpo de sangre. Parecía un buitre carnicero que acababa de cumplir una doble misión.

Gerardo Murillo (Dr. Atl), quien en 1889 tenía 14 años y era amigo —a medias— de Primitivo Ron, vio esa tarde la escena teñida de sangre desde uno de los balcones del taller donde recibía clases de pintura del maestro Felipe Castro.

“El general”, señala Gerardo Murillo, “venía vestido de ceremonia: levita negra cruzada, pantalón a rayas y sombrero de copa. Daba el brazo a su mujer. Su esposa también vestía de negro y llevaba sobre el pecho una gran cadena de oro con un reloj prendido hacia el lado izquierdo.

“El general y su mujer llegaban ya casi a la esquina de Juárez cuando Primitivo Ron se bajó de la acera poniente. A paso lento se dirigió hacia donde debía pasar el general. Ron llevaba la mano derecha metida entre el saco y el chaleco, y cuando tuvo al general casi respirándole en la nuca se le echó rápidamente encima y lo acribilló a puñaladas”.

El gobernador, apoyándose en el hombro de su esposa, caminó con pasos firmes de militar hacia el palacio. Durante el trayecto apretaba con su mano izquierda la herida de su vientre, pero no podía contener el reguero de sangre. A duras penas llegó a la inspección de policía anexa al palacio gubernamental. Los espontáneos socorristas Manuel Cázares, José Morfín y Luis Corro, con sumo cuidado tomaron en brazos al general y así lo subieron a su habitación.

Suena inadmisible que en ese momento no hubiera un médico de guardia. Más tarde arribaron al palacio los doctores Salvador Garciadiego, director de la Escuela de Medicina, Perfecto Bustamante, director del Hospital de Belén, y otro de apellido Arce. Los tres coincidieron en que las heridas eran graves, siendo dos mortales: la del cuello, que exponía al paciente a estado de choque, y la del vientre, que había roto los intestinos. A pesar del diagnóstico crítico los galenos cayeron en un mar de indecisiones: “Que sí se le opera… que no se le opera”.

El general Pedro A. Galván propuso que se llamara con urgencia a un cirujano especialista de la Ciudad de México para que le realizara al general una laparotomía y luego le cosiera los intestinos. El doctor Bustamante se opuso abiertamente a la sugerencia del militar, pues la consideraba discriminatoria hacia los médicos ahí presentes, argumentando que tanto él como los demás tenían la capacidad para realizar dicha operación quirúrgica.

Mientras el caso se trataba con tanta negligencia, el estado del general Ramón Corona empeoraba minuto a minuto. A las tres de la madrugada del 11 entró en agonía, y a las cuatro fue llamado urgentemente el padre Manuel Noriega, quien lo absolvió in articulo mortis. A las 7:55 de la mañana del 11 de noviembre de 1889 el gobernador Ramón Corona Madrigal, hijo predilecto de don Esteban Corona y doña Dolores Madrigal, exhaló su último aliento en su habitación contigua al balcón del palacio de Gobierno, a la edad de 52 años.

Cuentan que a esa misma hora se escuchó el silbido de la locomotora. Era el mismo tren que un año y seis meses antes había llegado por primera vez a Guadalajara. El silbido era triste, casi de llanto, como si hubiera entroncado en la estación y se negara a ir a la capital.

La noticia de la puñalada mortal sacudió a la ciudad, al estado y a todo el país.

Desde la tarde del domingo ríos de gente de todas las clases sociales concurrieron a la plaza de Armas; unos sollozando y otros en silencio enjugaban sus lágrimas con el dorso de la mano. A pesar de la lluvia y el frío nunca abandonaron a su general durante la noche.

Diríase que la espontánea multitud inundó la plaza con su oleaje de pésames y con su rezo implorante, coral, de “ruega por él”.

Dicen que esa mañana del deceso, entre la mensajería de condolencias y esquelas recibidas, no había una del presidente Porfirio Díaz donde expresara su consternación por la muerte del general Ramón Corona.

Luego de darse a conocer oficialmente el fallecimiento del gobernador, en señal de duelo brotaron flores de cempasúchil negro en los edificios, templos y teatros, en las puertas de las casas, en las solapas de los varones y en las mujeres que se habían vestido de luto hasta el cuello.

Cuatro días fueron de honras y misas por el general de gloriosas batallas, por el general en jefe del Ejército de Occidente, por el ilustre nativo de Puruagua.

Esa ventana, ubicada al lado izquierdo del balcón del palacio y que mira hacia la plaza de Armas, es un testigo que vio todo y es oído que todo escuchó mientras agonizaba el general. En sus vitrales se aglomeran signos que se desangran, esa sangre se agolpa como si quisiera decir algo.

Después de tanto tiempo, pareciera que emerge del telón de la bocacalle animada el súbito golpe de un puñal que va hacia arriba y luego descarga todo su rencor con el filo para adentro.

Ese crimen todavía deambula insepulto en el palacio de Gobierno.


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