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Venecia

Luis Rico Chávez


Mientras el sol se sumerge en las aguas quietas de la laguna, esta imagen que te ha acompañado desde la infancia se enturbia por la convicción de que la memoria es traicionera. Miras alrededor como si despertaras de un pesado letargo, y la ribera se te ofrece como un espacio ajeno, inexplorado, como si tus pies se hundieran en esta arena por primera vez. El malecón es reciente, muchas de las casas de los ricos venidos de la capital apenas están en construcción, los antros que ofrecen bebidas exóticas y música estridente acaban de surgir como una plaga inevitable de los nuevos tiempos. Tratas de recuperar las imágenes del pasado, de impregnar tu mente con las vistas de otros tiempos, pero es imposible, como si ese pasado nunca hubiera existido.

*

¿En qué año estuve en Venecia? ¿Cuando cumplí veinte, veintiuno? Aunque mi memoria me traiciona, recuerdo que aún conservaba intacta mi virginidad, y que me enamoré como loca (el amor a primera vista sí existe), hasta el punto de entregar eso que aquí en el pueblo (en aquellos tiempos) se consideraba el mayor tesoro que sólo se ofrenda al marido luego de la bendición del cura.

Arrojada de una infancia de caprichos y remilgos, niña mimada, hija única de un padre todopoderoso en su mezquino terruño, aquí estaba, triunfadora de mi última desavenencia, cinco o seis años después de la promesa de mi viaje a Europa. Con la ventaja, pensé con egoísmo, que a mis quince hubiera necesitado chaperón, y ahora, mayor de edad, podía pavonearme sola por el viejo mundo.

Pero una vez lejos de la sombra y el cobijo de mi padre, mi tierra y mi parentela, me sentía perdida en suelo extraño. Al borde de las lágrimas, llegaba a mi mente ese último pleito, y la incapacidad de mi padre para negar hasta el más ínfimo capricho a su unigénita. Ya renegaba de mi alocada decisión cuando una figura, imponente y nebulosa, se plantó ante mí. Algo dijo en un italiano cantarín, con un tono y una expresión que me sedujeron al instante. Ante mi desconcierto, amplió su sonrisa y preguntó: “¿Hablas español?” Me conquistó completa e irrevocablemente. El mundo se transformó. Volví a ser la niña impulsiva, irracional y caprichosa que se creía dueña del mundo. Lo que siguió se precipitó como un torbellino.

*

Las luces del malecón comienzan a encenderse. Aunque sin duda lo hiciste, no recuerdas cuántas veces, con la inocencia de tus años infantiles y adolescentes, caminaste de la mano del amor en turno, amparada por una oscuridad cómplice, perdida ya para siempre. ¿Cuál fue el itinerario en Venecia? No puedes reconstruirlo con certeza ni con la minuciosidad que tu cuerpo, ya marchito, quisiera evocar.

*

Un café al aire libre, en la plaza de San Marcos. ¿Qué clase de café? No importa, lo relevante es el momento. ¿De qué hablamos? (O más bien, de qué habló, yo fui sólo una estatua muda, sorda y embelesada). Si he olvidado tantos detalles, nunca podré recordar sus palabras. Era el tono, la cadencia lo que me tenía hechizada. Hechizo que, debo confesarlo, no tardó en romperse, cuando llegó la cuenta. Hice cálculos para convertir en pesos el total, y por suerte ya me había terminado el café, pues de otra manera me hubiera atragantado. Descubrí entonces que la niña rica del pueblo era una pordiosera en Europa.

Ante mí reacción, se ofreció caballerosamente a pagar. Deberían haberme parecido sospechosas tantas atenciones, pero la ofuscación de esas emociones nuevas cegaba mi entendimiento.

Venecia

A continuación, claro, el paseo en góndola. No me pregunten nada sobre las vistas del Gran Canal, los puentes, ni los infinitos y laberínticos senderos acuáticos por los que nos perdimos. Mis sentidos estaban embotados y pendientes sólo de sus gestos y sus palabras. El gondolero amagó con una canción que, según él, me haría evocar mi patria, pero yo pedí que interpretara algo en su lengua. Ambos entonaron entonces una melodía suave, de la que no entendí una sola palabra, pero imaginé que hablaba de un amor intenso, de una pasión inagotable que duraba hasta el fin de los tiempos.

¿Cómo terminé en una habitación remota, sobre una cama inmunda, refugio sin duda de incontables encuentros amorosos, intensos, breves y clandestinos? Esta es la parte que deseo borrar de mi memoria, destruir hasta la imagen más insignificante y todo vestigio de la vergüenza y el remordimiento que me acosó por tantos años. Pero mi cuerpo se niega a olvidar.

Él percibió todas las emociones contradictorias que enturbiaban mi piel y mi mente, y con el mayor tacto me ayudó a minimizar la convicción de pecado (junto con el ardor que aún trastornaba mis sentidos) e incluso obtuvo de mí la promesa de vernos por la tarde, asegurándome que conocería aquello que muy pocos extranjeros tenían la oportunidad de vivir en las entrañas de Venecia.

*

Todo se ha perdido, piensas con amargura. El mundo a tu alrededor sigue su curso. El malecón, el pueblo, sus habitantes existen como antaño (aunque transformados), y ahí seguirán mañana. Esta certeza ahonda más la sensación de lejanía, de hallarte en un lugar al que ya no perteneces. Y ese pasado que asoma a tu mente, fragmentado, alterado, nebuloso, va perdiendo también su valor. ¿Cuál será el desenlace de esta vida gris, anónima, que se desvanece entre otras miles de existencias vacías?

*

En mi habitación de hotel, el caos de mis pensamientos me impedía tomar una decisión. Al acercarse la hora del encuentro, aún me apabullaban los remordimientos. Finalmente, la impulsividad que me ayudó a doblegar a mi padre y que había sido mi motor hasta ahora, me obligó a levantarte para lanzarme de nuevo a sus brazos. Llegué a la hora acordada y la espera comenzó. Cuántas veces crucé el puente della Paglia… si no puedo recordar tantos detalles, mucho menos este dato tan irrelevante. El ir y venir de la gente, el caótico ajetreo a mi alrededor se amoldaba a la perfección con mi inquietud; cruzaba el puente y tomaba la decisión de no esperar más; lo volvía a cruzar y anhelaba ver de nuevo su figura. El sol se ocultó, avanzó la noche y él nunca llegó. Lo tomé como una señal y, sintiéndome más ligera en mi conciencia, regresé al hotel. Mi itinerario por otras ciudades italianas continuó. Desde luego que disfruté el viaje con intensidad de neófita, y procuré no pensar en ese día agridulce. Hasta que volví al punto de arranque. En el aeropuerto Marco Polo lo volví a encontrar. No a él, sino una foto suya en el periódico. Había sido asesinado. El mismo día que nos vimos. Todo ocurrió, según la información recabada por el reportero, poco después habernos separado. Estaba implicado en negocios ilícitos, uno de ellos, la trata de blancas. Por la descripción que se hacía de su modo de proceder, yo debía ser su siguiente víctima.

Venecia

*

Nunca te casaste. Volviste de Italia transformada. En cuanto pudiste, huiste del pueblo. No te interesaba cumplir el destino de tu familia. Allá ellos y sus mezquinos planes de riquezas. Pero por más que la memoria se esfuerza por borrar todo vestigio de un pasado ominoso, siempre quedan rescoldos para avivar recuerdos que nunca mueren del todo. Das la espalda a esta noche que avanza, a la laguna, al malecón, a un pasado que ya no te pertenece. De todos esos momentos, ¿cuáles viviste realmente, cuáles inventaste y aderezaste con el dulce sabor del placer consumado? No lo sabes. La memoria es traicionera, construye tu vida a su capricho, y tú no puedes sino seguir esa senda inevitable.


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